<?xml version="1.0"?><doctrina> <intro><italic><bold>Sumario: A. Introducción. La pregunta por el camino. B. El giro galileano. 1. La unidad de la materia. 2. Las matemáticas. 3. Lo mensurable. C. Tres series de disociaciones y desplazamientos. 1. Ser y pensar. 2. Sustancia y fenómeno. 3. Ser y deber ser. D. El método como problema. 1. Lo argumentativo. 2. El juicio de prudencia. 3. Problema, interpretación y concepción del mundo. E. El problema del método como sustituto de una metafísica. 1. Las razones de la preocupación metódica. 2. La inseguridad en la concepción del mundo. 3. La preocupación metódica como evasión y desfilosofía</bold></italic> </intro><body><page><bold>A. Introducción. La pregunta por el camino – Señor, escriba usted una obra acerca de la metodología de las ciencias pues ese tema es ahora muy importante.</bold> Tal el consejo que un editor dirigiera a un autor y que oí no hace mucho tiempo. Ignoro las razones que fundamentaban su juicio, pero si ellas no hubieran sido sólo crematísticas y hubieran tenido tanto peso como el énfasis puesto en su expresión, no tengo la menor duda de que, sí, el tema propuesto era muy importante. Y así es, en efecto. Hoy, el vocablo mencionado aparece muy frecuentemente y contribuye a alargar los títulos de los libros. Incluso el significado del término no surge siempre con utilización muy precisa. Más de una vez me he preguntado al tener una obra entre mis manos, qué razón fundante había impulsado al autor para elegir ese vocablo y deslizarlo entre otros en el título. Demás está decir que, en muchas ocasiones, nadie se ha preocupado por explicarlo ni en el prólogo ni en el interior de sus páginas. Pareciera ocurrir aquí lo que decía un pensador acerca de la Lógica: de las palabras que empiezan con “L” ninguna como la palabra Lógica y la palabra Amor para justificar situaciones equívocas (en el idioma del autor, “amor” comienza con “L”). Pero, al margen de la polivalencia del vocablo, la Metodología, siendo una parte de la Lógica, se nos aparece como un estudio de los caminos que debemos seguir para llegar a una meta. Y, si aplicamos esta noción al estudio del problema jurídico, cuando nos referimos a la Metodología del Derecho, significaremos una reflexión acerca de los caminos del logos en el derecho. Para los griegos de la época de Pericles, el derecho era el ortos logos, la recta razón aplicada a la conducta humana. Es decir, nos preguntamos por los caminos que debemos seguir para llegar a nuestra meta. Esta preocupación nos acosa. ¿Estamos en el buen camino? Y, para asegurarnos, nos preguntamos una y otra vez por el buen camino, reflexionamos sobre él en cuanto camino, y tratamos, a veces, incluso, de convencer a los demás que tal y cual camino es el mejor para ir en pos del ortos logos. ¿Qué significa esta constante preocupación por el camino? Si yo estuviera seguro de mi buen camino no preguntaría nada. Seguiría la senda que me habría señalado de antemano y trataría de llegar a la meta en el menor tiempo posible. Pero, he aquí que todos se preguntan por el buen sendero, por el verdadero, por el correcto o por el más moderno. Si no estoy seguro, si estoy confuso, si estoy perdido, me preguntaré e inquiriré constantemente por el buen camino y –quién sabe !– hasta por cualquier camino para salir de mi estado de inseguridad y confusión. En verdad, esto es grave, pero no tanto si se considera que existe el ferviente deseo de salir de esa situación de incertidumbre. Lo grave del caso comienza cuando –acostumbrados a preguntar por el camino– ya no hago otra cosa que transformar la coyuntura accidental de mi extravío, en permanente preguntar por la salida de tal situación, de tal forma que el problema se distorsiona, por cuanto hago de un medio un verdadero fin y acabo por agotar la ciencia en ello. Esto sí es realmente grave. Es definitivamente peligroso pensar el problema del método –sin negar toda su dimensión e importancia– como el principal cuando no el único problema de la ciencia o de la filosofía –cualquiera sea ella– porque todo método parte de presupuestos, de una cosmovisión con implicancias metafísicas. Y no hay mayor desfilosofía que la aceptación de axiomas, los que por ser tales no suelen tener fundamentación alguna. Cuando se pierde el camino, ¿qué debe hacerse? Pues, regresar al punto de partida o, al menos, al lugar del extravío. Esto –que no es tan metafórico como parece– es lo que vamos a hacer. Y para eso vamos a retroceder algunos siglos. <bold>B. El giro galileano</bold> Suele afirmarse que Descartes (1596-1650) es el padre de la filosofía moderna, pero frecuentemente se olvida que hubo una mentalidad más racionalista que había de preparar ese camino. Quizá el juicio debiera ser aún más categórico porque Galileo –de quien hablamos– es ya un hombre de ciencia moderno y toda su concepción respira el aire que invadirá el pensamiento científico y remontará las alturas filosóficas. Desde ese punto de vista, el hombre clave es Galileo y no Descartes; es la cumbre que divide las aguas. <bold>1. La unidad de la materia</bold> Galileo, en primer lugar, desjerarquiza el Cielo y lo baja a la Tierra. <bold>Unifica</bold>, con sus observaciones, <bold>toda la materia existente en el universo</bold>. Ya no hay quinto elemento, ya no existe lo incorruptible. Los Cielos y la Tierra están sometidos a la misma ley que rige toda la materia. Esto tiene dos sentidos: a) la elección entre la autoridad del texto de los escritores antiguos y la observación ya no ofrece duda: se debe estar por la observación, como lo demuestra con las consecuencias que extrae del descubrimiento de las manchas solares con el telescopio; b) la ciencia empírica, desde ahora en adelante, avizora un camino que deberá ser recorrido en toda su longitud en pos de leyes y conclusiones cada vez más amplias y abstractas. La suprema autoridad está en los <bold>hechos</bold> de la <bold>experiencia</bold>. Es menester –según esta nueva concepción del mundo– bucear en lo empírico y extraer conclusiones, inferir nuevos conocimientos, haciendo pie en el experimento y en la observación. El libro siempre abierto de la naturaleza se muestra superior a los libros de texto de los antiguos. Y cuando los sentidos se muestran impotentes es preciso estimular la invención en procura de medios que aumenten la facultad de los mismos. Por eso se ha dicho que el telescopio señala un corte entre el tipo de observación moderno y el antiguo. En éste la frontera de la ciencia se detenía en el límite natural del sentido; en el nuevo, toda observación significará un quebrantamiento de ese límite e implicará una nueva teoría de observación <header level="4">(1)</header>. <bold>2. Las matemáticas</bold> En segundo lugar, la razón encontrará con Galileo otro camino. Es, en algún sentido, como una fuga de lo real a través de lo real, valga la paradoja. El hombre moderno busca una base exacta, cierta, precisa, para adquirir dominio sobre la naturaleza. Y esto se logra en el estudio del movimiento, sometiéndolo a la <bold>ley del número</bold> e introduciendo la geometría en el estudio de los hechos naturales <header level="4">(2)</header>. La preocupación por el ser queda atrás; la naturaleza nos muestra un mundo en movimiento que hay que reducir a lo mensurable para ordenarlo y para accionar sobre él <header level="4">(3)</header>. Desde ese momento el movimiento nos descubrirá una trama matemática de la naturaleza; en ésta sólo hay cosas que se mueven, que pueden ser atrapadas con la red de la estructura matemática. Es cierto que todo aquello que no sea reducible al número escapará por los agujeros de la red, pero también es cierto que lo que la red atrapa acabará por deslumbrar a los científicos modernos, tan formidables fueron los resultados <header level="4">(4)</header>. Las matemáticas son como la <bold>llave</bold> que nos permite asomarnos a lo hermético. Lo que el astrólogo había presentido se estaba dando por medio de esta nueva manera de concebir el encuentro con el mundo. Y esta nueva llave mordía sobre el mundo móvil, sobre el mundo en cuanto realidad que se agita y se ofrece a la mensura. El conocimiento, en consecuencia, aparece así en una bonita metáfora de Gusdorf, como “una geometría de la acción”(5) porque, de contragolpe, ese nuevo mundo que aparece en el acto del conocimiento, incita al hombre a la acción. El corolario es evidente: sólo lo que es dominado por la acción humana ingresa al mundo inteligible y es dominado porque es conocido. Lo ignoto queda fuera de esos límites, así esté dentro del hombre mismo o esté en los confines espaciales. <bold>3. Lo mensurable</bold> Finalmente, la medida nos permitirá salir de la simple opinión. La observación antigua, dándonos datos aproximados, impedía construir sobre un fundamento sólido. Desde ahora, la exactitud de las medidas, por obra y gracia de diversos aparatos, universaliza el conocimiento y lo transforma en científico. La impresión personal se refugiará en adelante todavía en las teorías; pero el método galileano intenta expulsarla totalmente de la ciencia <header level="4">(6)</header>. Sólo lo <bold>mensurable</bold> ingresa al mundo del conocimiento, porque lo mensurable es lo único <bold>objetivo</bold>. La verdad es sólo matemática pero es una verdad humana y no sagrada. La tópica –que en nuestros días regresa– es expulsada del campo de las ciencias naturales. La simple descripción y la opinión solamente desempeñan un papel pre-científico. Para que el ser físico ingrese al campo de la ciencia es preciso que sea determinado desde el punto de vista de su mensurabilidad. De esta manera y a medida que se avanza, la observación y la experimentación, que se han hecho sistemáticas, muestran una interrelación que las comunica y, al mismo tiempo, dan nacimiento a todo un mundo que es visto desde una racionalidad propia y especial. Aparece, entonces, el modelo como prototipo de ese dominio de racionalidad. La ciencia, a medida que enuncia sus conclusiones, comienza a predecir los acontecimientos como etapa previa al dominio de la naturaleza. El hecho, físico en su comienzo, deviene matemático antes de mostrarnos su secreto, pero al asumir su nueva forma se aniquila su naturaleza corporal y se desvanece toda referencia a la causalidad <header level="4">(7)</header>. Ahora, todo aquello que es reducible a la medida tiene algo en común y es homogéneo desde cierto dominio de la racionalidad. Las opiniones serán proscriptas y todo será verdadero o falso o no será nada <header level="4">(8)</header>. Pero, sea cual sea la opinión que nos merezcan hoy a nosotros estas ideas, lo cierto es que Galileo unifica el mundo físico y lo somete a una mecánica universal. Tanto Clavelin como Gusdorf están de acuerdo en que Galileo es el fundador, para bien o para mal, del racionalismo moderno (9). Es indudable que Galileo ha producido un giro en la evolución del pensamiento científico y ha puesto las bases de la ciencia experimental moderna. Eso lo han visto filósofos como Husserl <header level="4">(10)</header> y Heidegger <header level="4">(11)</header>. Dadas estas premisas, no es de extrañar que Galileo haya profesado una cierta aversión por los estudios de las ciencias humanas, donde las verdades no son matemáticas y donde reina la opinión irreductible a toda medida<header level="4">(12)</header>. Y, también es verdad, Galileo ha tenido sus predecesores en el camino que dejara esbozado. Que Platón le haya inspirado en más de una ocasión, no cabe duda. Más de un autor lo recuerda <header level="4">(13)</header>. Pero mucho más próximo le influye Leonardo da Vinci que intentara acometer el mismo ideal <header level="4">(14)</header>. Quizá, finalmente, nadie como Galileo haya influido tanto en la evolución de la ciencia moderna y contemporánea <header level="4">(15)</header>. <bold>C. Tres series de disociaciones y desplazamientos</bold> La concepción galileana de la ciencia no se detuvo en las fronteras de las ciencias naturales; muy por el contrario, invadió también el campo de las ciencias humanas. Todo ello se produjo, a veces, con giros más o menos violentos y, otras, paulatinamente. La consecuencia se advertirá en una serie de disociaciones y desplazamientos que trataremos de esquematizar. <bold>1. Ser y pensar</bold> Galileo (1564-1642), Francis Bacon (1596-1650) y Descartes (1596-1650) preparan la primera serie al comenzar la Edad Moderna. Mientras Galileo someterá las ciencias naturales a los nuevos ideales y cánones, Bacon insistirá en la fecundidad del método inductivo, y Descartes, finalmente, escindirá –con tremendas consecuencias filosóficas– el ser y el pensar. Aquí se bosqueja, como es habitual calificarla, la inversión copernicana: el hombre, y no la cosa, será el problema filosófico prioritario. Pero el hombre es tal en cuanto piensa, e interesa saber qué es esa actividad que llamamos pensar. La disociación del ser y del pensar –que pesará enormemente en las generaciones posteriores– quizá no haya sido medida por Descartes en toda su dimensión. Como Colón, tal vez lo presentía, pero no sabía que había descubierto un nuevo continente, que, por lo demás, no era tan nuevo. Y, así, lo que fue inicialmente una cuestión metódica se transformará en un problema metafísico. Descartes buscaba un nuevo y colosal cimiento para levantar el edificio filosófico. Hizo tabla rasa con todo. Demolió la vieja casa que, es verdad, tenía sus grietas por donde se colaba el viento y el agua, y proyectó y dio comienzo a la nueva construcción preparando las herramientas para ello. Sus sucesores jamás lo levantaron porque se contentaban con discurrir sobre las herramientas. Si el pensar supone el ser o si el pensar implica el ser, no importaba demasiado. Lo fundamental era hacer disquisiciones sobre el pensar quemando las naves para el regreso del ser. A poco andar, filosofar fue sinónimo de meditación sobre la razón. El pensar fue un filosofar sin ser. El problema filosófico, planteado en Descartes como problema metódico, habrá consumado la consecuencia metafísica, esto es, la disociación entre ser y pensar y, así, el problema del pensar desplazará al problema del ser. <bold>2. Sustancia y fenómeno</bold> Siguiendo y agotando esta veta, el empirismo inglés llegará a la primera encrucijada. Locke (1632-1704), Berkeley (1685 -1753) y Hume (1711-1776), partiendo de una crítica a la teoría de las ideas de Descartes, combatiendo su innatismo, se encontraron al final del camino con que habían extremado su celo y con ello aniquilado la sustancia y el principio de causalidad. Es decir, con Hume, la única sustancia que quedaba –el yo– se había esfumado. En otras palabras, la propia herramienta se había volatilizado en la mano del artífice. Sin ella todo edificio se tornaba imposible. Pero, en el continente europeo, Kant (1724-1804) había observado que, pese a las afirmaciones pesimistas de un Hume en el campo filosófico, su compatriota Newton (1642-1727) obtenía logros de impecable factura en el firmamento científico. Por eso, se propuso indagar la cuestión. Las profundas disquisiciones del filósofo alemán producirán la segunda serie de disociaciones y desplazamientos. En su afán de dar sólidos cimientos – ya no a la Filosofía en cuanto metafísica, sino a la Ciencia– separará la sustancia o nóumeno –o cosa en sí– y el fenómeno. Únicamente éste será objeto de de la ciencia porque aquélla será declarada incognoscible e inaccesible a la razón humana. Desde ahí en adelante –para quienes se colocan en esta línea– la Filosofía será sólo una reflexión sobre el pensar y no sobre las cosas. El saber científico es tal, en algún sentido, en cuanto se formaliza. La atracción de la ciencia matemática sustituirá a la metafísica y aquélla regulará a las ciencias. Y, además, el saber científico, en otro sentido, buscará precisión y, sobre todo, la <bold>previsión</bold> de los acontecimientos. No interesa tanto saber qué son las cosas, sino cuándo y cómo acaecerá tal fenómeno. Éste –el fenómeno– será el centro de atracción del sabio y del investigador, para cuyo fin construirán artefactos, superando y reduciendo a la insignificancia la natural capacidad de los sentidos. En lo que atañe a la moral, hay ideas que aparecen como “postulados de la razón práctica”. Los mandamientos éticos son imperativos, ya sea hipotéticos o categóricos. Se preanuncia una nueva disociación. <bold>3. Ser y deber ser</bold> La tercera serie de disociaciones y desplazamientos se dará específicamente en las ciencias humanas. J. Bentham (1748-1832) publicó, entre otras obras, <italic>An introduction to the Principles of Morals and Legislation </italic>(1789), <italic>Outline of a New System of Logic</italic> (1824) y <italic>Deontology or the Science of Morality </italic>(1834). La última es la ciencia de los deberes o teoría de las normas sociales. Aunque Bentham no concibió una teoría normativa pura, contribuyó a que produjera la disociación entre <italic>ser</italic> y <italic>deber ser</italic>. Por su parte, John Austin (1790-1859), el fundador de la escuela analítica inglesa, en su <italic>Lecture on jurisprudence</italic> (Campbell, 1789), yendo mucho más allá que Bentham, separó el Derecho de la Ética. Según este autor, la ciencia de la jurisprudencia estudia el derecho positivo, sin tener presente para nada la bondad o maldad. Desde este momento, pues, los lazos de subordinación de la ciencia jurídica –ya no existe la filosofía del derecho en sentido estricto– con la moral están cortados. La separación del derecho y de la moral, admisible por razones metódicas, no es legítima por fundamentales razones metafísicas. Con ello se producen abismos infranqueables y evidentes distorsiones. Ya cuando el positivismo incipiente adquirió su mayoría de edad con A. Comte (1798- 1857), se pretendió fundamentar tal posición. Después de la publicación del Cours de Philosophie positive (1830-42) y el Systeme de philosophie positive (1851-54), la Sociología, las ciencias humanas, serán consideradas ciencias positivas. Se producirá el rechazo de toda metafísica en filosofía y, en el derecho, como consecuencia, se avanzará hacia una repulsa del derecho natural. Es decir, el predominio de lo inductivo y de lo concreto irá produciendo desplazamientos cada vez más profundos desde las ciencias matemáticas hacia las ciencias sociológicas. El positivismo, al invadir el saber jurídico, se escindirá más tarde en dos vertientes: a) el positivismo analítico, siguiendo la línea de Austin en Inglaterra y Kelsen en Alemania; b) y el positivismo sociológico, que ha tenido notable influencia en los Estados Unidos (Roscoe Pound y otros). Ambos positivismos tienen un punto de partida común: la <bold>experiencia</bold>. Pero mientras el positivismo analítico tiende a considerar, dentro del punto de partida, el <bold>todo</bold>, es decir, todo el ordenamiento jurídico de cada país para someterlo al análisis, el positivismo sociológico apunta más bien a considerar –sin que esto sea absoluto– el <bold>caso</bold> singular, dentro de ese todo. Esa actitud conlleva lógicas consecuencias. En efecto, ¿qué es, fundamentalmente, un ordenamiento jurídico? Pues un <bold>sistema de normas</bold> y éstas se traducen en juicios hipotéticos. El estudio de las normas es tarea principalísima de la ciencia del Derecho, según el positivismo analítico. Y éstas se disponen orgánicamente de tal manera, merced al Estado –Derecho y Estado se implican recíprocamente– que una <bold>norma básica</bold> lo ordena todo genéricamente. Desde ella, con menor extensión, se establecen todas las demás. En natural, pues, que el análisis de lo que una norma es, haya conducido a eliminar de la norma todo ingrediente que no haya sido definido <italic>ab initio</italic> como jurídico. Las normas deben ser puras, incontaminadas. El hombre de ciencia debe escudriñar en ella y eliminar todo lo que sea emocional, político, metafísico, moral o religioso. Cuando el ordenamiento jurídico del Estado se encuentra organizado, la tarea del juez se limitará, frente al caso concreto, a construir su <bold>juicio hipotético</bold>. Si la norma, por ejemplo, dice “el que no cumple con el servicio militar debe ser condenado a una pena de dos años de prisión” <header level="4">(16)</header>, el juez, en cuanto se ha probado que Juan no ha cumplido el servicio militar le aplicará la pena prevista. Como se advierte, en el ordenamiento jurídico, toda <bold>conducta</bold> relevante está reglada, todo es previsible, y la tarea interpretativa del juez es <bold>mínima</bold>, ya que es sólo una labor técnica. Aquí, en verdad el razonamiento asume más bien el carácter de un silogismo, donde la norma es la premisa mayor; la conducta de Juan, la premisa menor, y la parte dispositiva del fallo, la conclusión. Por su parte, el positivismo sociológico, con su análisis del caso concreto, debido a la arraigada tradición del derecho consuetudinario inglés y su influencia en los pueblos de habla inglesa –fruto ello también del espíritu empirista, pragmático y utilitario de ese pueblo– al concentrar su atención en el <bold>caso singular</bold>, se muestra permeable a considerar <bold>los hechos y las realidades sociales</bold>. Por aquí penetra todo el hálito vital en forma de factores emocionales, políticos, metafísicos, morales y religiosos. Por la puerta del <bold>caso</bold>, entra a la ciencia del derecho todo lo que constituye la misma realidad social. Es ésta una reacción contra la metafísica y el derecho natural, como buen positivismo que es, pero también es una reacción contra el formalismo del positivismo analítico. Y ¿cómo procede el juez, si nos ubicamos en esta postura? Pues bien, el caso singular se convierte en un <italic>leading case</italic>, deviene norma universal –en la medida en que ello puede ocurrir dentro de tal casuismo– y es utilizado como referencia, como hito o mojón para los nuevos casos que se vayan produciendo. Aquí la previsión de las conductas y de las sanciones es posible mediante el análisis del <italic>precedente judicial</italic>. No es de extrañar que la necesidad de prever las conductas se haya manifestado mediante el análisis del comportamiento judicial, y la pura experiencia, el puro hecho, el puro caso, la inmersión en lo inductivo puro, haya terminado por estallar en el tratamiento matemático y estadístico de las cuestiones. También, entonces, la labor interpretativa termina por <italic>minimizarse</italic> y el pasado pesa fuertemente sobre la decisión judicial <header level="4">(17)</header>. <bold>D. El método como problema</bold> En verdad, somos reiterativos. Pero nos place recalcar que lo que comenzó como un problema metódico con Galileo y con Descartes tuvo profundas resonancias metafísicas. Si en alguna época histórica la acción adquiere más relevancia que el pensar <header level="4">(18)</header>, las series de disociaciones y desplazamientos –que son tales series, porque producidas en un punto, se propagan como las ondas de un estanque al ser arrojada una piedra– nos muestran la preferencia por el pensar, el fenómeno y el deber ser. La sustancia y el ser quedan atrás como la metafísica y la moral. Y esto es grave. Es grave porque hay una ruptura, un desligamiento, como un ancla que se zafa y deja el barco a merced del oleaje. Pero este problema no nos ocupará aquí. <bold>1. Lo argumentativo</bold> No obstante ello, queremos señalar que la supuesta pureza metódica –cuya legitimidad en cuanto método no negamos– rezuma más que adherencias, porque conlleva en sí, en algún instante, implicancias metafísicas imposibles de eludir. Los problemas metódicos, el razonamiento inductivo y el deductivo, la preeminencia de éste sobre aquél o de aquél sobre éste, son problemas mucho más complejos de lo que a primera vista semeja. La vastedad del conocimiento, hoy, nos confunde no poco. Pero nos parece que, así como no hay ciencias puramente inductivas ni ciencias puramente deductivas, tampoco se da ningún conocimiento que merezca llamarse tal, que haya sido logrado, mostrado, probado y explicitado por la pura lógica formal. Ésta, a medida que el conocimiento se torna fecundo y complejo, se muestra insuficiente. Una ciencia empírica podrá probar un hecho –que el agua hierve a cien grados, por ejemplo–pero en cuanto quiera explicarlo y dar razones, relacionando la pureza del agua con la temperatura, o ésta con la altura sobre el nivel del mar donde se hace el experimento, se torna <bold>argumentativa</bold>. Es decir, en cuanto forjamos teoría, comenzamos a advertir la insuficiencia de la lógica formal. Ésta funciona bien en el <bold>sistema cerrado</bold> (finito y aislado en el tiempo y en el espacio), pero no funciona sola. Es natural que Galileo haya abominado de la ciencia moral “porque sus verdades no pueden discutirse útil y científicamente” <header level="4">(19)</header>. Dentro de la concepción de su ciencia no había lugar para la argumentación y ello debía conducir a la famosa afirmación de otro gran científico: “No finjo hipótesis”. Pero he aquí que el hombre es también un ser histórico, que no puede huir al espacio y al tiempo. La Física y la misma Astronomía no pueden escapar del decurso histórico. Así como hablamos de animales actuales y prehistóricos, sabemos que no todos los elementos, ni todos los astros tienen la misma edad. Sabemos que cada planeta, como las galaxias, tiene su historia. F. Hyle esboza teorías para reconstruir la probable aparición de los elementos de la escala de Mendelejeff. Esto significa que el mundo no ha sido dado de una vez sino que se hace y se está dando. Una teoría, pues, si bien se apoya en hechos científicos que se estiman irrefutables, puede llegar a ser refutada. <bold>2. El juicio de prudencia</bold> A despecho de la opinión de Francis Bacon sobre la Lógica aristotélica, advertimos que ésta es mucho más rica de lo que creía el inglés e infinitamente más completa. La Lógica que Aristóteles tuvo la sensatez de legarnos, salía del período sofístico y había pasado por muchas y racionales mentes griegas. Sin querer quitarle ningún mérito al Estagirita, pensamos que la sofística, por necesidad o deportivamente, planteó problemas lógicos de extraordinaria sutileza. Todo ello fue filtrado y purificado por Sócrates y Platón. De ahí que no falte en la Lógica de Aristóteles una tópica y, a continuación, una dialéctica. No es por azar que algunos pensadores hayan llamado la atención, en nuestra época, sobre la similitud del razonamiento del juez que resuelve el problema judicial con el del hombre dedicado a la ciencia natural. Lo ha destacado, entre otros, H. Jaeger en su artículo La lógica de la prueba y la filosofía del juicio <header level="4">(20)</header>, cuando, citando una obra de J. H. Newman, escrita en 1870, advierte que fue el primero en proponer una epistemología general que acuerde al<bold> juicio de prudencia</bold> un papel más amplio que el que tuvo en la filosofía antigua, ya que en ésta estuvo confinado a los dominios de la filosofía práctica. Sostiene además, que, una vez insertado en el cuadro de una epistemología general, el juicio de prudencia, que guía a la<bold> inferencia no-formal</bold>, permite adquirir una <bold>certidumbre hipotética</bold> del mismo tipo y a la cual corresponde un asentimiento del mismo grado de firmeza que aquél al cual dan lugar las ciencias exactas. En nota de pie de página H. Jaeger –cuyos párrafos hemos citado a la letra– nos dice también que W. Heisenberg, M. Plank, A. Einstein, L. Infeld y C. F. von Weizsacker, han utilizado en la elaboración de sus teorías y en la afirmación de sus conclusiones la prueba de convergencia de probabilidades para llegar a certidumbres hipotéticas <header level="4">(21)</header>. Vemos, entonces, que la tesis epistemológica impulsa a admitir que las ciencias naturales deben abrir la puesta, si no lo han hecho ya o siempre, consciente o inconscientemente, en la elaboración de sus hipótesis y teorías, al <bold>juicio de prudencia</bold> sobre la base de <bold>pruebas convergentes</bold>. Las ciencias naturales –cuyo objeto es obviamente distinto– que nos dan el saber especulativo, no serían ajenas al mismo tipo de juicio –juicio de prudencia– utilizado en las ciencias morales. Es decir, donde las ciencias naturales dejan de ser reguladas por las matemáticas, aparece en la fisura de sus teorías, un común denominador: el juicio de prudencia, que no es sino un <bold>juicio hermenéutico</bold>. Donde hay encrucijadas, Hermes indica el camino más probable <header level="4">(22)</header>. <bold>3. Problema, interpretación y concepción del mundo</bold> Pero queremos recalcar otra cosa igualmente importante. Quienes han buceado en el origen de este tipo de juicio han concluido que el mismo ya aparece en la<bold> tópica</bold> aristotélica y en la Ética a Nicómaco. Desde ahí, con su genial intuición jurídica Cicerón lo utilizó y sacó partido de él para aplicarlo a los asuntos jurídicos. Es en el examen de la forma de razonar de un juez –en un proceso que es esencialmente dialéctico porque hay dos partes que argumentan con intereses en pugna– donde se advierte cómo se buscan los puntos de apoyo. Estos <bold>lugares</bold>, donde se hace pie – distintos de los <bold>lugares</bold> de apoyo de las ciencias naturales porque el objeto es distinto– permiten al juez resolver sus problemas. El <bold>caso</bold> judicial es siempre un <bold>problema</bold>, como aquello que necesita ser explicado en la naturaleza es también un problema. Allá, se sale de lo problemático cuando el juez formó <bold>opinión</bold> y resuelve el caso; aquí, se sale del problema cuando una <bold>teoría</bold> –que a la postre, también es una opinión fundada– explica y da la razón del mismo. Ha sido T. Viehweg quien ha relacionado la tópica con la jurisprudencia <header level="4">(23)</header>. El corolario indica que, ante un problema –que es un cruce de caminos, una encrucijada– se impone una interpretación para <bold>elegir</bold> el camino que estimamos verdadero o correcto, según sea nuestro objetivo. La solución del problema, la elección del camino, nos permite luego una inferencia formal para obtener otras conclusiones. Donde la inferencia es no-formal, donde la lógica formal se ha mostrado insuficiente, es en la <bold>solución</bold> del problema. Es decir en el corazón del saber, en el meollo del problema, concurre para dar la solución toda una concepción del mundo –una <italic>weltanschaung.</italic> Aquí, en el punto de encuentro entre la lógica formal y la no-formal, la epistemología avizora que los métodos de conocimiento jamás son absolutamente puros; siempre vienen teñidos con la savia vital del <bold>ahora</bold> y del <bold>aquí</bold>, por donde irrumpe el microcosmos del hombre. Por eso, no se puede prescindir de la interpretación. La hermenéutica nos está esperando siempre a la vuelta del camino –ahí en el recodo– donde haya encrucijada, porque el hermético Hermes, muy a su pesar, nos auxilia con más o menos abstrusos signos para que el hombre pueda decidir, ya que siempre la libertad implica permanente elección. El hombre es un ente <bold>co-creador</bold>. Colabora con Dios desde su aparición en este universo que se está haciendo, cual otro demiurgo. La naturaleza está siempre referida al hombre, en cuanto éste encarna un ente con esa misión. Su accionar está guiado por un interpretar cotidiano, en las pequeñas y grandes empresas. En la interpretación se unifican todas las ciencias, sean naturales o culturales –sin con ello negar lo que tuvieron de genial los estudios de Rickert y Dilthey– porque el sujeto humano, en cuanto persona, es una síntesis de una naturaleza que, remontando un curso, se aproxima a un mundo trascendente. <bold>E. El problema del método como sustituto de una metafísica</bold> <bold>1. Las razones de la preocupación metódica</bold> Ahora bien, ¿por qué se da actualmente esta incisiva preocupación metódica? <header level="4">(24)</header>. Un análisis del problema arroja inmediatamente dos respuestas. La primera surge dada por las posiciones antimetafísicas. En efecto, la supresión de la filosofía especulativa y la fundamentación metafísica de un sistema estrecha el campo de sus seguidores. Más todavía: cuando se es antimetafísico a ultranza se empequeñece el propio campo de la ciencia, y, por consiguiente, desde una filosofía de la ciencia –manera desfilosófica de filosofar–, desde una epistemología, desde una teoría general de la ciencia, la metodología aparece como el gran campo –aunque no virgen– donde se puede maniobrar con soltura. La segunda –muy ligada a la primera– es la cre