Acerca de la causa de los contratos


I. Es sabido que en el Derecho la voz causa es eminentemente equívoca o, si se quiere, multívoca; es decir que acepta más de un sentido o acepción. Así se habla de causa-fuente, causa final, causa eficiente, causa impulsiva, causa generadora, etc. La causa-fuente, que es la primera acepción en que se la utiliza, tiene su aplicación más congrua en la que el propio Codificador civil hace respecto de las obligaciones, que pueden emanar (de allí lo de “fuente”) de los contratos, los cuasi-contratos, los delitos, los cuasi-delitos o de la ley, convertidas –así– cada una de ellas en sendas causas tradicionales de las que surgen las relaciones jurídicas obligatorias (ver nota al art. 499, CC).
La acepción de causa eficiente (que en rigor se equipara a la causa generadora) cuenta, a su turno, con un largo abolengo filosófico de linaje aristotélico-tomista y tiene su aplicación práctica más común en la materia de los hechos jurídicos, que no son sino –según la propia definición legislativa lo expresa (art. 896)– los acontecimientos que tienen la virtualidad, por gravitación de la presencia mediata de la norma que les reconoce ese efecto, de provocar el nacimiento, la modificación, la transferencia o la extinción, en general, de los derechos subjetivos, las relaciones jurídicas y las obligaciones. (Vé. Nota a, a la sección Segunda, del Libro II, del Código Civil, en cuyo décimo párrafo Vélez Sársfield recuerda que “la función de los hechos en la jurisprudencia es una función eficiente. Si los derechos nacen, se si modifican, si se transfieren de una persona a otra, si se extinguen, es siempre a consecuencia o por medio de un hecho. No hay derecho que no provenga de un hecho, y precisamente de la variedad de hechos procede la variedad de derechos”).
Hasta aquí no hay mayores problemas en aceptar la equivocación de la voz causa y las acepciones antes examinadas. Pero es el concepto de causa-final el que provoca los mayores problemas para su explicación práctica y docente, para su aprehensión por el educando y –¿por qué no reconocerlo?– para su puesta en operación por jueces y abogados. A ella hemos de referirnos en este breve escorzo sobre el tema, aceptando –como punto de partida– que la doctrina de los juristas no es pacífica respecto a esta acepción de la voz causa y, menos aún, acerca de si ella constituye (o no) un elemento del contrato.
II. Sabido es que nuestro Código Civil, al tratar de las obligaciones (“derechos personales en la relaciones civiles”, según reza el acápite del Libro Segundo), utiliza tanto la palabra causa con el sentido de fuente cuanto con el de finalidad perseguida por la vinculación jurídica de que se trata. Pero tampoco es novedad que la “contradictio in adjectio” que se patentiza en los arts. 499/500 y 502 de la Ley Común encuentra su explicación en los diferentes modelos legislativos a que, en uno y en otro caso, acudiera el Codificador.
La necesaria compatibilización adviene, según se sabe, a través de una interpretación que, como la predominante, distingue los casos de causa-fuente de los de causa-final, tal como ha hecho –desde hace tiempo– la jurisprudencia y la doctrina mayoritarias asignando la referencia a la primera, en el art. 499, y la segunda a la contenida en el art. 502.
III. Pero si la solución es más o menos pacífica cuando el problema se constriñe al campo de las obligaciones (vbgr., el contrato es causa-fuente, eficiente o generadora de obligaciones, art. 499), no lo es tanto cuando se trata de indagar acerca de cuáles de esas acepciones son las que deben utilizarse para identificar la causa de los propios contratos y si éstos la poseen como elemento de ellos.
Pronto van a hacer treinta años de que, en el Derecho Privado argentino, fuera ese lúcido jurista que es el Dr. Alberto G. Spota quien procurara precisar –predicando por entonces un poco en el desierto– que en el contrato el elemento causal era, al mismo tiempo, final. Y hasta llegó a hablar, tratando de ser más didáctico y coordinando ese concepto con el del objeto de los actos jurídicos, de un objeto-fin del contrato.
Hemos de confesar aquí, con la indispensable cuota de honestidad intelectual, que en nuestros jóvenes años criticamos esa solución doctrinaria (de luengas proyecciones prácticas, sea dicho de paso), en el entendimiento de que no era necesario apelar al funcionalismo finalista para calificar a la causa ni al objeto del contrato. (Nuestro modesto estudio, sobre cuyo contenido volvemos ahora, obra en el Boletín del Instituto de D. Civil de la UNC, julio-diciembre 1952, p.233).
Pero la experiencia docente y el ejercicio profesional de consuno nos han conducido, hace ya tiempo, a percibir aquel que fuera nuestro error y a descubrir la verdad ínsita en la explicación de Spota. Porque el hecho de considerar la causa del contrato como final y subsumirla en lo que el maestro de Buenos Aires llama el objeto del acto, tiene tan proficuas consecuencias jurídicas, empíricas y morales, que no se puede hesitar en reconocerle ese carácter de elemento esencial del contrato, especie –esta última– la más importante y numerosa de los negocios jurídicos.
IV. Vienen a cuento estas reflexiones al advertir no solamente que, a través de esa concepción teleológica de la causa como finalidad objetiva, se identifica en los actos jurídicos la causa con su objeto (Conf.: José A. Buteler Cáceres, Actos Jurídicos, Cuadernos de los Institutos, Nº 134, Instituto de D. Civil “Henoch D. Aguiar”, 1978, p.104), con lo que puede llegarse a una clasificación funcional o finalista de los contratos que enriquece la sistematización tradicional y permite considerar mejor los derechos y obligaciones de las partes, vbgr., en los contratos de cambio, en los de colaboración, en los de garantía, de previsión, de custodia, de préstamo, etc. La propia jurisprudencia ha entrado a aplicarla bajo la óptica –desde luego correcta– del carácter objetivo de esa causa, es decir como la función jurídico-económica que es común a todo contrato de la misma finalidad, apartando así –también correctamente– los aspectos subjetivos, que son tornadizos y cambiantes, como enseña Scialoja (cit. por el profesor Buteler, loc. cit.) y que, al identificarse con los motivos, dan lugar a la causa impulsiva, que sólo tendrá relevancia jurídica en muy particulares circunstancias (vbgr., cuando haya sido introducida en el contrato como “condictio juris”).
Tal el caso, por ejemplo, del fallo definitivo dictado por el Juzgado en lo Comercial Nº 6 de la Capital Federal, que se glosa en ED del 1/3/79 (p. 2, Nº 11, 12, 13 y 14) donde el Tribunal trata de precisar la causa del contrato plurilateral de sociedad, y la halla en “la naturaleza funcional de un ejercicio continuado consistente en la participación en los beneficios y en las pérdidas, para cuya concreción se requiere la efectiva realización de la actividad descripta en el objeto social, concebido como función práctico-social del negocio reconocido por el derecho”.
A lo que se agrega, a nuestro ver también con acierto, que “el desvío de esa finalidad apareja la sanción de nulidad”, porque no solamente en tal caso se produce un desajuste entre lo que la ley admite como la causa jurídicamente relevante sino porque al coincidir con el objeto-fin, que padece vicios congénitos a la celebración del contrato, ello no puede sino apoyar la declaración de su ineficacia (Conf.: art. 953, CC, y la abundante jurisprudencia generada antes de 1968; ley 17711; ley 19550, etc.).
V. Con lo que podemos ya venir a cerrar esas breves consideraciones, señalando que la causa-fin u objeto del contrato, además de constituir un elemento esencial del acto jurídico y consecuentemente de los bilaterales, es la llave maestra que, concebida desde el ángulo funcional, económico y práctico que ella posee, permite –dentro del amplio parámetro de la autonomía de la voluntad, que así puede limitarse racional y solidariamente– regular la moralidad media de la contratación con pautas flexibles como, por ejemplo, las que proporcionan los arts. 953, 954, 1071 y conc. de la Ley Común y de las leyes especiales (19550, entre otras), a fin de una mejor realización de una justicia concreta, a través de la valiosa herramienta judicial de la equidad, como está ocurriendo a diario en la solución de los conflictos interindividuales generados por causa de la distorsión del fenómeno económico (inequivalencia de las prestaciones, abuso del derecho, teoría de la imprevisión, lesión subjetivo-objetiva, intereses, etc.) que difícilmente podrían solucionarse de manera adecuada (es decir, justa) si no se aceptara la concepción teleológica-funcional del objeto del negocio jurídico.
VI. Una digresión última se nos ha de permitir, atendiendo a la circunstancia de que el punto de arranque de estas reflexiones lo fue un fallo referente al objeto de las sociedades comerciales. Halperin (en su Curso de D. Comercial, vol. II, P. Especial, “Sociedades”, ed. póstuma, p. 75, Nº 14), recuerda que “el objeto del contrato social debe ser lícito”. Pero agrega: “Es difícil hallar sociedad con objeto ilícito; en cambio se dan la sociedad con actividad ilícita y la sociedad con objeto prohibido (originaria o posteriormente)”.
Y esto ocurre, concluyamos por nuestra cuenta, en razón –precisamente– de lo que antes tenemos dicho, y a saber: que la causa-fin o funcional del contrato será la que marcará a fuego su impronta dinámica a despecho de las palabras o aspectos estáticos que los otorgantes del acto plurilateral hayan expresado. Y ésta es la mejor manera de interpretar la finalidad del contrato, con vistas a juzgarlo en su validez o ineficacia: habrá que estar a su objeto dinámico, es decir, a su finalidad en acción, en función, y no al hecho u objeto exteriorizado inmediatamente en la letra del contrato, ya que es el proceso de ejecución el que convierte lo estático e inmediato en dinámico, a través de sucesivos signos de conducta que permiten un más ajustado juicio de valor sobre lo querido y lo realizado ■

• Publicado en Comercio y Justicia -Jurisprudencia.-Semanario Jurídico- Tomo XXIX, Sección Doctrina, p. 53-D, 1979/ 1980.

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