La acepción de causa eficiente (que en rigor se equipara a la causa generadora) cuenta, a su turno, con un largo abolengo filosófico de linaje aristotélico-tomista y tiene su aplicación práctica más común en la materia de los hechos jurídicos, que no son sino –según la propia definición legislativa lo expresa (art. 896)– los acontecimientos que tienen la virtualidad, por gravitación de la presencia mediata de la norma que les reconoce ese efecto, de provocar el nacimiento, la modificación, la transferencia o la extinción, en general, de los derechos subjetivos, las relaciones jurídicas y las obligaciones. (Vé. Nota a, a la sección Segunda, del Libro II, del Código Civil, en cuyo décimo párrafo Vélez Sársfield recuerda que “la función de los hechos en la jurisprudencia es una función eficiente. Si los derechos nacen, se si modifican, si se transfieren de una persona a otra, si se extinguen, es siempre a consecuencia o por medio de un hecho. No hay derecho que no provenga de un hecho, y precisamente de la variedad de hechos procede la variedad de derechos”).
Hasta aquí no hay mayores problemas en aceptar la equivocación de la voz causa y las acepciones antes examinadas. Pero es el concepto de causa-final el que provoca los mayores problemas para su explicación práctica y docente, para su aprehensión por el educando y –¿por qué no reconocerlo?– para su puesta en operación por jueces y abogados. A ella hemos de referirnos en este breve escorzo sobre el tema, aceptando –como punto de partida– que la doctrina de los juristas no es pacífica respecto a esta acepción de la voz causa y, menos aún, acerca de si ella constituye (o no) un elemento del contrato.
La necesaria compatibilización adviene, según se sabe, a través de una interpretación que, como la predominante, distingue los casos de causa-fuente de los de causa-final, tal como ha hecho –desde hace tiempo– la jurisprudencia y la doctrina mayoritarias asignando la referencia a la primera, en el art. 499, y la segunda a la contenida en el art. 502.
Pronto van a hacer treinta años de que, en el Derecho Privado argentino, fuera ese lúcido jurista que es el Dr. Alberto G. Spota quien procurara precisar –predicando por entonces un poco en el desierto– que en el contrato el elemento causal era, al mismo tiempo, final. Y hasta llegó a hablar, tratando de ser más didáctico y coordinando ese concepto con el del objeto de los actos jurídicos, de un objeto-fin del contrato.
Hemos de confesar aquí, con la indispensable cuota de honestidad intelectual, que en nuestros jóvenes años criticamos esa solución doctrinaria (de luengas proyecciones prácticas, sea dicho de paso), en el entendimiento de que no era necesario apelar al funcionalismo finalista para calificar a la causa ni al objeto del contrato. (Nuestro modesto estudio, sobre cuyo contenido volvemos ahora, obra en el Boletín del Instituto de D. Civil de la UNC, julio-diciembre 1952, p.233).
Pero la experiencia docente y el ejercicio profesional de consuno nos han conducido, hace ya tiempo, a percibir aquel que fuera nuestro error y a descubrir la verdad ínsita en la explicación de Spota. Porque el hecho de considerar la causa del contrato como final y subsumirla en lo que el maestro de Buenos Aires llama el objeto del acto, tiene tan proficuas consecuencias jurídicas, empíricas y morales, que no se puede hesitar en reconocerle ese carácter de elemento esencial del contrato, especie –esta última– la más importante y numerosa de los negocios jurídicos.
Tal el caso, por ejemplo, del fallo definitivo dictado por el Juzgado en lo Comercial Nº 6 de la Capital Federal, que se glosa en ED del 1/3/79 (p. 2, Nº 11, 12, 13 y 14) donde el Tribunal trata de precisar la causa del contrato plurilateral de sociedad, y la halla en “la naturaleza funcional de un ejercicio continuado consistente en la participación en los beneficios y en las pérdidas, para cuya concreción se requiere la efectiva realización de la actividad descripta en el objeto social, concebido como función práctico-social del negocio reconocido por el derecho”.
A lo que se agrega, a nuestro ver también con acierto, que “el desvío de esa finalidad apareja la sanción de nulidad”, porque no solamente en tal caso se produce un desajuste entre lo que la ley admite como la causa jurídicamente relevante sino porque al coincidir con el objeto-fin, que padece vicios congénitos a la celebración del contrato, ello no puede sino apoyar la declaración de su ineficacia (Conf.: art. 953, CC, y la abundante jurisprudencia generada antes de 1968; ley 17711; ley 19550, etc.).
Y esto ocurre, concluyamos por nuestra cuenta, en razón –precisamente– de lo que antes tenemos dicho, y a saber: que la causa-fin o funcional del contrato será la que marcará a fuego su impronta dinámica a despecho de las palabras o aspectos estáticos que los otorgantes del acto plurilateral hayan expresado. Y ésta es la mejor manera de interpretar la finalidad del contrato, con vistas a juzgarlo en su validez o ineficacia: habrá que estar a su objeto dinámico, es decir, a su finalidad en acción, en función, y no al hecho u objeto exteriorizado inmediatamente en la letra del contrato, ya que es el proceso de ejecución el que convierte lo estático e inmediato en dinámico, a través de sucesivos signos de conducta que permiten un más ajustado juicio de valor sobre lo querido y lo realizado ■
• Publicado en Comercio y Justicia -Jurisprudencia.-Semanario Jurídico- Tomo XXIX, Sección Doctrina, p. 53-D, 1979/ 1980.