<?xml version="1.0"?><doctrina> <intro></intro><body><page>Cuando el señor Decano me invitó a saludar a Uds. en nombre de la Facultad en esta colación de grados, mi memoria volvió a un día similar hace 26 años, en el cual, hablando entre mis condiscípulos, me animé a afirmar: ‘Jamás la sola rutina del expediente, de la receta o del plano. Jamás la certidumbre de la impunidad ocultando la urdimbre de la iniquidad. Jamás un sentimiento de clase para despreciar al humilde que llega trepando el destino con fatiga y sacrificios. Jamás ausente la Patria, en la fuerza unitiva de sus lazos: de historia, de cultura, de aspiraciones, de zozobras, de religión y raza, de territorio y lengua’. Estas promesas fueron las nuestras hace un cuarto de siglo. La Universidad confía ahora en las de ustedes, como ustedes las sientan, apoyadas en el valor del juramento. Hoy se pueden formular, porque es uno de esos días privilegiados entre todos en los que la alegría ayuda a la responsabilidad, en los que el gozo estimula los impulsos solidarios, en que no es hipocresía disponerse a realizar lo mejor de sí. Es el momento en que el acuerdo se torna perfecto entre uno y los demás y es, por eso, el día en que la promesa es generosa pero lúcida, y debe ser completamente lúcida. <bold>Una sociedad competitiva</bold> Me parece que estas palabras mías deben contribuir a que lo sean hablando de la vida cotidiana. Porque mañana ustedes se incorporan a una sociedad con una idoneidad reconocida y con una herramienta de trabajo. Se incorporan a la vida cotidiana. Se incorporan a una sociedad competitiva, donde el esfuerzo inteligente tiende a determinar cada vez más lo que llamamos triunfo o fracaso. Pero esa sociedad competitiva no nos toma de sorpresa a los argentinos, ya que el nuestro sigue siendo uno de los países con más movilidad social, donde se sube y se baja más rápidamente. Y esa sociedad competitiva tiene la medida del mundo. Los comportamientos se imitan, los intercambios se generalizan. Hay presentimientos de unidad y repercusiones inesperadas de un continente a otro, e interdependencias que el Derecho debe ayudar y consagrar, superando por igual al aislamiento y las nuevas servidumbres. <bold>Entre la satisfacción y el descontento</bold> Pero es también una sociedad que vacila entre la satisfacción y el descontento. Que se deslumbra con adquisiciones increíbles de la tecnología pero que descubre continuamente el temor de que se le escape el objeto mismo con que domina la naturaleza. Que considera irreversible el proceso tecnológico pero que advierte la necesidad de regularlo en atención a un más alto bien moral. Que se afana por alcanzar un buen nivel de vida, pero de tanto en tanto ve claro que más valen razones de vivir. Que no quiere renunciar al bienestar, pero sufre de los condicionamientos y de las alineaciones de la sociedad industrial que lo produce. Esa situación ambivalente, que no necesito ejemplificar porque forma parte de nuestra experiencia diaria, ese malestar indefinido que aumenta la agresividad y a veces enciende la cólera, se traduce en conflictualidad social y se proyecta en el ambiente profesional del abogado. ¿A nombre de la sociedad, podemos pedirle que nuestra profesión que vive del conflicto no viva conflictualmente? No simplemente que no sea hostil para sus colegas y los colaboradores de la Justicia, sino que sea pacífica en lo que busca afirmar y en los procedimientos de que se vale. Que sea una mediación: entre las prioridades sociales y los derechos personales; entre las partes de verdad de cada uno; entre el derecho establecido y el que nace; entre los principios y las situaciones; entre la acción libre, consciente, calculada y esa suerte de fatalidad que nos acompaña. Que la profesión de Uds. sea una moral para la acción, donde no interesa tanto elegir previamente los comportamientos como estar formado para saber decidir entre las opciones concretas. Los de mi generación creemos más en los modelos de comportamiento; la de ustedes, quizás prefiere reservarse para optar en la coyuntura. Esta libertad encierra algunos peligros, como los tiene para nosotros el proclamar una ética que después nos parece demasiado severa. Ese cambio de actitud está ligado a la aceleración de la historia. La gente joven cree –porque ha visto lo increíble– que la miseria, la injusticia, el fracaso, la guerra son absurdos. En esa expectativa de una nueva edad que borra con lo negativo de la condición humana, prefieren quedar disponibles y no asumir los valores que la generación precedente les propone. Esa disponibilidad corresponde a la juventud de un mundo nuevo, pero podría envolver una dolorosa frustración. Porque una organización que se pueda escapar a toda limitación, a toda coacción es una mentira. Y muchos de los modelos de la sociedad que hoy se proponen tienen más de utopía que de realidad. Pero una sociedad donde las alienaciones actuales sean todas inevitables también es falsa. Y muchos de los que procuran un “<italic>statu quo</italic>” son demasiado escépticos sobre la dignidad humana. <bold>Derecho y cambio</bold> Repito que la vida cotidiana pondrá a prueba el espíritu generoso de las promesas de hoy. Porque están en cambio. Y nada es más difícil que esa transición en que faltan las cosas durables, los puntos de referencia, las conductas previsibles. El cambio es real y está en la percepción de todos. Pero ustedes, como hombres responsables, no pueden especular con esta conciencia del cambio para hacer más complaciente su conducta cuando se trata del bien y el mal moral; ni para agravar el costo social y personal de la transición, aumentando la inestabilidad y el temor, la confusión y la desintegración; ni poniendo su confianza en el solo cambio de estructuras, que es importante si no se relaciona con la interioridad del hombre, con una suerte de conversión. El abogado es quizá un hombre de rutina; el jurista debe ser un hombre de renovación. Si no presiente siempre el cambio, debe saber integrarlo, debe “socializarlo”, adaptándolo a las concretas situaciones y a los fines colectivos dignos de una sociedad de hombres libres. Es esta última condición la que hará del Derecho un instrumento del más fuerte, la pura técnica con que podemos acceder a las fuentes de Poder del mañana. <bold>El orden del Orden Social</bold> El Derecho no es más que el orden del Orden Social. No es todo el Orden. Si las relaciones humanas se deterioran; si la agresividad comienza a ser patológica y las necesidades de represión se acentúan; si las normas no corresponden a las situaciones ni el país legal al país real; si el sentido de comunidad se deprime, el Derecho entra en crisis porque empieza a pedírsele lo que no puede ser “todo” el Orden Social. Nuestra grandeza es conservar la cabeza fría para salvar la emergencia, instando a la sociedad y a sus responsables a recuperar las bases sociales o a institucionalizar el orden nuevo que nuestro mundo dinámico puede reclamar. <bold>Humanizar la “fatalidad”</bold> Sería una manera de asumir nuestra parte en la responsabilidad colectiva. Quiero explicarme. Hablé antes de la “fatalidad” que acompaña la vida del hombre. Pero esa fatalidad tiene también rostro humano: es la relativa fatalidad de los caminos donde manejan los hombres; de la miseria de pueblos o sectores de pueblos por condiciones que no siempre la naturaleza impone; de conflictos más o menos latentes donde es imposible hacer la paz e imposible hacer la guerra. Hay como una responsabilidad colectiva, que reenvía al hombre y del hombre a la sociedad, sin que haya probablemente un culpable. Con esta responsabilidad colectiva nosotros estamos familiarizados y podemos asumir un rol pero en estrecho contacto interdisciplinar: podemos esclarecer la naturaleza íntima de cada situación menos humana o menos previsible, formular las normas cuando se pueda, ampliar la base social de ayuda y cooperación, influenciar las prioridades y siempre mediar para que haya menos que lamentar víctimas de pecados colectivos, que un censo es capaz de revelar, pero que sólo el Amor puede atenuar. Señores: Está lejos de mi intención proponer un inventario de las tareas actuales de la Abogacía. He hablado sólo de algunos requerimientos de la sociedad hacia nosotros, a los cuales soy más sensible. Cada uno de ustedes y no sólo los graduados, sabrá encontrar un dolor o una inquietud a la que puede avecinar una redención. La mejor abogacía es eso: una manera humana de rescatar una parte del valor-justicia, confundido siempre entre las pasiones de los hombres. Esa es la condición para que llegue a ser perfecto gozo la nostalgia de este alejamiento: la permanente juventud de una Universidad es la madurez de sus graduados &#9632;</page></body></doctrina>