<?xml version="1.0"?><doctrina> <intro></intro><body><page><bold>I. Introducción</bold> La materia que proponemos al lector ha sido objeto de un fértil debate, las más de las veces fruto de la inquietud de la doctrina en responder a una creciente demanda: reconocer a quienes viven en una relación de aparente matrimonio iguales derechos que los que gozan los cónyuges. Fácil es advertir que el tópico justificó comentarios no sólo desde el ámbito jurídico (diferenciando o equiparando, según el caso, matrimonio y concubinato), sino también desde lo social, cultural y confesional. Las producciones doctrinarias y los pronunciamientos jurisdiccionales se transformaron en los canales idóneos por donde discurrían, una tras otra, las distintas opiniones que se alzaban al respecto; ello así por cuanto el legislador se mostró remiso a la equiparación tantas veces reclamada, manteniendo la desvinculación jurídica de los concubinos. De allí nuestra intención de presentar este capítulo que queda circunscripto exclusivamente a tenor de la limitación que prevé el art.1078, 2º. párr., de nuestro CC, en cuanto a la posibilidad del concubino/a de reclamar la reparación de la afrenta moral causada por la muerte del compañero/a. Restricción que ha recibido en más de una oportunidad reproches con raíz constitucional, acusándole de que se alza contradictoria con los principios, derechos y garantías que enarbola la Constitución federal. Agravios todos que pivotean, por lo general, en el art.16, CN, en tanto la norma del derecho común quebranta el principio de igualdad al proyectar soluciones diversas –lo que permite a uno, prohíbe a otro–, cuando en realidad debería reconocerse una misma respuesta normativa para quienes se hallan dentro de una situación idéntica: la de ser dignos de protección en tanto persona, sean cónyuges, sean convivientes. Iremos delineando en los párrafos subsecuentes algunas de las visiones que nos ofrecen doctrina y jurisprudencia, para tratar –si ello es posible– de proponer alguna especie de norma general que arroje luz en la materia. Una vez más será el lector quien tendrá la misión de evaluar si los objetivos perseguidos han sido cumplidos. <bold>II. El concubinato</bold> So riesgo de vulnerar los límites que hemos fijado en el presente, consideramos prudente retomar algunas precisiones acerca de lo que es el concubinato, como medio de acercarnos posteriormente al tópico en debate. Habitualmente se lo identifica –según destacamos en líneas anteriores– como una “convivencia en aparente matrimonio”. Es decir, en él se encuentran presentes los elementos que hacen al matrimonio salvo, claro está, el ligamen jurídico. Se trata, pues, de una situación de hecho en que se encuentran dos personas de distinto sexo<header level="4">(1)</header> que hacen vida marital sin estar unidos en matrimonio, de lo cual surge inevitablemente la presencia de dos caracteres propios del régimen matrimonial: la estabilidad y permanencia de la relación basada en la cohabitación. En efecto, señalamos en otra oportunidad que “la relación concubinaria engasta ciertas particularidades que la asemejan a la unión matrimonial y otras que la diferencian de dicha institución. Entre las primeras podemos mencionar que es propio y característico del concubinato la convivencia entre sus miembros, esto es, la comunidad de vida entre un hombre y una mujer, de manera similar a lo que sucede en el matrimonio... la diferencia con la institución matrimonial radica en la circunstancia de que no aparece en el concubinato el consentimiento que se expresan entre sí los contrayentes, sea ante un funcionario estatal, sea ante un ministro de determinado culto; por el contrario, la relación concubinaria sólo se origina en la mera convivencia, en una situación que se da en los hechos y que se mantiene mientras aquella subsista”<header level="4">(2)</header>. Como se puede apreciar, más allá de que comparta con el matrimonio algunas de sus características, lo esencial es que el concubinato carece de vínculo jurídico y de régimen legal de derechos y obligaciones entre los convivientes. Como destacamos ya, nuestro Codificador omitió toda regulación del concubinato, ya sea en sus efectos personales o patrimoniales. Empero, debido en gran parte a las mutaciones culturales que se produjeron con el transcurso del tiempo, es fácil advertir que la posición abstencionista que adoptó el Código Civil fue ampliamente desbordada por la fuerza de la realidad. Ante esta situación, el legislador tomó la posta y mediante normas específicas reguló efectos parciales del concubinato; circunstancia que no implica que nuestra legislación se haya desembarazado del silencio normativo originario. Insistimos en que el concubinato, al no ser considerado legalmente, en sí mismo no recibe, ni ha de recibir, protección alguna. Por contrapartida, el matrimonio, como célula esencial de la organización jurídico-social y motor de la subsistencia del grupo, ha recibido toda clase de protección, asegurándoles a los cónyuges un bloque de derechos y obligaciones de que los concubinos, a pesar de la cohabitación en aparente matrimonio, carecen. No podemos dejar de señalar que las distinciones están bajo la orden de postulados preferentemente éticos y sociales, que permanecen inconmovibles aún en nuestros tiempos, más allá de que reconozcamos la presencia viva de las relaciones de pareja. Básicamente podemos enunciar algunas de las obligaciones que se hallan presentes en el matrimonio y que no residen en cabeza de los concubinos. <bold>II.1. Alimentos.</bold> En esta línea se enderezan los arts.198 a 200, CC, que regulan el conjunto de derechos y deberes de los cónyuges. El primero reza: “Los esposos se deben mutuamente fidelidad, asistencia y alimentos”. La de alimentos constituye una de las obligaciones cardinales en la estructura matrimonial, entendiéndose que, de consuno con lo prescripto por el art.372, CC, "la prestación de alimentos comprende lo necesario para la subsistencia, habitación y vestuario correspondiente a la condición del que la recibe, y también lo necesario para la asistencia en las enfermedades". En cambio, no pesa sobre el concubino obligación civil de dar alimentos a su concubina, ni aun durante la vigencia de la relación, ni en caso de extrema necesidad. Es obvio sugerir que tampoco se da en la relación inversa, ya que la concubina no carga con el imperativo de dispensar alimentos a su pareja. Mucho se ha discutido en torno a si la inexistencia de obligación civil perjudica que se considere como una obligación natural, con las consecuencias jurídicas que de ello se derivan<header level="4">(3)</header>. No creemos que sea éste el ámbito propicio para predicar tal solución. <bold>II.2. Vocación hereditaria.</bold> El derecho sucesorio exterioriza otra de las grandes diferencias entre concubinato y matrimonio, en tanto que ante la falta de reconocimiento legal, lógico es concluir que el concubino no es sucesor legítimo, más allá de que puede ser convocado a recibir la herencia por voluntad expresa del causante, que lo designa heredero o le hace un legado en testamento. <bold>III. La muerte del concubino: legitimación del sobreviviente para reclamar indemnización</bold> Hemos identificado en los tópicos que anteceden que la relación concubinaria involucra a dos personas que llevan adelante una convivencia estable, comportándose en los hechos como si fueran cónyuges. En otras palabras, manifiestan ante la sociedad un estado matrimonial “aparente”, apariencia que se da por encontrarse ausente en esa relación el ligamen jurídico. Pero esa cohabitación en aparente matrimonio puede ostentar múltiples circunstancias, propias de la convivencia, que están presentes inclusive en la institución conyugal pero que en el concubinato adquiere un valor distinto. En efecto, puede resultar que ambos contribuyan al sostenimiento económico del hogar, o bien que sea uno de los concubinos quien aporte lo necesario para satisfacer las necesidades de la pareja. Este último supuesto es el que genera mayores contradicciones y, a la vez, un más que interesante debate doctrinario y jurisprudencial. Discusión que por cierto ya luce décadas sobre sus espaldas. Es que, a no dudarlo, la muerte del concubino “aportante” puede producir –y de hecho lo hace– la pérdida de los ingresos con los cuales el concubino supérstite atendía sus necesidades, sin dejar de reconocer que también se ve afectado en sus sentimientos ante dicha desaparición. Así las cosas, podemos escudriñar algunos interrogantes que surgen como hipótesis de estudio: a) si el concubino está legitimado para reclamar contra el autor de un hecho ilícito, que ha causado la muerte de su pareja, la indemnización por el daño material resultante –privación del aporte material–; b) si puede demandar la reparación de la ofensa moral sufrida a partir del deceso violento del compañero de vida. Precisamente, este último es el capítulo que constituye el eje de nuestro trabajo. <bold>IV. La normativa aplicable</bold> Al regular lo atinente a los actos ilícitos, y dentro de éstos básicamente de los delitos en general, el Codificador partió de una premisa insoslayable: “Todo delito hace nacer la obligación de reparar el perjuicio que por él resultare a otra persona” –art.1077, CC–, retomando Vélez lo que ya había adelantado en el art. 499, CC, en orden a identificar a los delitos como causa de las obligaciones. Premisa que, a la postre, representa la directiva medular en materia de reparación del daño causado por el acto ilícito. <bold>V. El daño </bold> Sabido es que para que exista responsabilidad debe haberse producido un perjuicio, un agravio; en otras palabras, debe haberse desencadenado un “daño”, siendo éste precisamente el objeto de reparación. Con este temperamento la doctrina apunta que daño es todo detrimento, mengua o menoscabo que sufre una persona, en sus bienes patrimoniales o económicos –daño material, según arts.519, 1068 y 1069, CC– y la lesión al honor o a las afecciones íntimas, o en general a los llamados derechos de la personalidad o personalísimos –daño moral o extrapatrimonial, arts.522 y 1078, CC–<header level="4">(4)</header>. Ahora bien, para que el daño sea resarcible es necesario que concurran algunos recaudos, a saber: que sea cierto, personal de quien reclama y, finalmente, que resulte de la lesión de un derecho subjetivo o interés legítimo jurídicamente protegido. Precisamente el último de los requisitos hace a la legitimación de quien pretende demandar judicialmente la reparación del menoscabo sufrido. Trigo Represas y López Mesa, en consuno con doctrina autorizada y mayoritaria, afirman que “... sólo corresponde reparación por los daños jurídicos, el perjuicio debe afectar a un interés ‘legítimo’ jurídicamente protegido, y no a cualquier interés de ‘hecho’ del reclamante; es decir que el daño resarcible no se identifica con las meras repercusiones desfavorables que pueda tener el hecho ilícito en numerosos patrimonios distintos del de la víctima inmediata, correspondiendo sólo la acción indemnizatoria a quien o quienes sufran un perjuicio propiamente jurídico, por resultar lesionados sus ‘derechos subjetivos’ amparados por la ley”<header level="4">(5)</header>. El interés legítimo se desprende del “mero interés” o “interés simple”, en tanto aquél se encuentra jurídicamente protegido, siendo por ende propiamente un derecho. En cambio, el “interés simple” no encuentra correlato: se trata tan sólo de un interés de hecho, que por muy respetable que sea, no alcanza a ser suficiente para legitimar a quien lo tenga en atención a la carencia de tutela jurídica directa. <bold>V.1. El daño material.</bold> El art.1079, CC, identifica a las personas a las que les reconoce derecho para exigir la reparación de los daños y perjuicios derivados de un acto ilícito, rigiendo exclusivamente los daños materiales y no los morales que quedan reservados en los términos del art.1078, CC<header level="4">(6)</header>. Y dentro del catálogo de sujetos legitimados, el artículo citado en primer término nos invita a diferenciar entre damnificado directo e indirecto<header level="4">(7)</header>, ya que reconoce derecho a reclamar por el daño causado sobreviniente de un delito a toda persona que hubiere sido perjudicada aunque sea de modo indirecto. Dentro de esta tesitura, cobró cierta trascendencia el debate en torno a si el concubino podría entenderse incluido en esta legitimación amplia. Huelga aclarar que si bien se habilita al “damnificado indirecto” a peticionar la reparación indemnizatoria, esta legitimación se fundamenta en el reconocimiento de un derecho propio y no derivado del patrimonio del damnificado directo<header level="4">(8)</header>. Doctrina y jurisprudencia no escaparon al interrogante acerca de si el concubino cuenta con un interés que lo habilite a actuar en justicia en los términos del artículo bajo cita, discutiéndose si aquél es titular de un interés legítimo (y como tal, susceptible de protección jurídica) o bien tan sólo de un interés de facto, “simple interés”, en cuyo caso el interrogante discurre respecto de si puede accionar quien cuenta con un interés simple y no con un derecho subjetivo. Trigo Represas y López Mesa advierten cuál es el tópico en ciernes: “Cabría distinguir –dicen– entre quienes sufrían un perjuicio meramente de hecho y quienes experimentaban un daño verdaderamente jurídico, en razón de mediar alguna vinculación <italic>de iure</italic> entre el damnificado indirecto y la víctima, puesto que sólo estos últimos y no los primeros iban a estar legitimados para accionar por indemnización de daños y perjuicios...”<header level="4">(9)</header>. En esta línea, los autorizados juristas identifican dos líneas opuestas: para algunos autores, si el accionante no tenía derecho de exigir legalmente contra la víctima el pago de alimentos, aunque de hecho los hubiese recibido, mal podría reconocérsele una acción contra el autor del homicidio para que éste le pagase una indemnización, que vendría a ser el sustitutivo de esos beneficios a los que no tenía derecho. Otros, en cambio, no comparten esta tesis y para ellos basta con la existencia de un mero interés de hecho lesionado por el acto ilícito, para que el culpable responda, aceptando que en el caso de muerte o incapacidad de una persona para el trabajo, esté legitimada para accionar por daños y perjuicios su concubina. Aun cuando tradicionalmente se impuso una respuesta negativa –insistiéndose en que sólo puede accionar quien invoca la lesión a un derecho subjetivo, a un interés jurídicamente protegido–, en los últimos tiempos ha ido conquistando adhesiones una solución contraria, admitiéndose como resarcible el interés simple (en esencia, la segunda de las posiciones presentadas en el párrafo anterior)<header level="4">(10)</header>. En esta línea, se puntualizó que si bien el concubino es titular de un interés simple de carácter alimentario (por carecer de acción para demandar por ello en vida del concubino “alimentante”), ante el fallecimiento de su pareja y en tanto pruebe acabadamente su situación de “alimentado” de modo regular, está legitimado a reclamar la indemnización correspondiente por el daño causado por la muerte del compañero que subvenía a sus necesidades alimentarias. Así se ha ido reconociendo al concubino la calidad de “damnificado indirecto” –art.1079, CC– y por consiguiente como titular de la acción resarcitoria. Éste es el criterio que ha ido ganando predicamento en el ámbito de nuestros tribunales y doctrina. En un plenario que recorre ya su décimo año de vida, la Cámara Nacional Civil, en su dictamen mayoritario, apuntó: “En el caso de la indemnización para la concubina, la legitimación para efectuar el reclamo no se funda en su carácter de concubina, sino que se origina en su condición simple de damnificada por el hecho ilícito, el cual genera una obligación reparatoria en virtud de lo dispuesto en los arts.1069, 1079 y 1109, CC, que no puede verse abolida por una circunstancia que no se encuentra prohibida por la ley por ello resultar ser un extremo indiferente como presupuesto del daño resarcible. Es que de conformidad con lo dispuesto por el art.1079, CC, la obligación de reparar el daño causado por un delito existe no sólo respecto de aquel a quien el delito ha damnificado de manera directa, sino también respecto de toda persona que por el mismo hubiese sufrido, aunque sea de manera indirecta. Esta norma –continúa esbozando la opinión mayoritaria– no propone distinciones según la categoría del interés perjudicado para la procedencia del resarcimiento. Admitido, entonces, que el daño se establece por la aficción del interés, éste puede consistir en la frustrada satisfacción de necesidades que, regularmente y con certeza, se veían satisfechas por el muerto antes del hecho ilícito, sin depender estrictamente de que existan normas que contemplen y erijan en derecho subjetivo tal interés”<header level="4">(11)</header>. En una causa en la que el punto en cuestión era precisamente la legitimación de la concubina para reclamar los daños materiales derivados de la muerte de su compañero –la que había sido denegada por la Cám. Federal, Sala 2–, la CSJN desestimó el recurso extraordinario intentado por la concubina en los términos del art.280 del CPCCN. No obstante, los Dres. Belluscio y Moliné O’Connor formularon disidencia, precisando, en lo que a nosotros nos interesa, que: “...el Tribunal no ha formulado ninguna consideración sobre la noción de daño indemnizable y ha decidido la falta de titularidad de la acción con la cita exclusiva del art.1079, CC, lo cual supone un concepto restrictivo que –si bien armoniza con otras normas que contemplan situaciones específicas, como por ejemplo, los arts.1084 y 1085 del citado cuerpo legal– no resulta adecuado para dilucidar una realidad no regulada por Vélez Sársfield y que reclama la aplicación de los principios generales sobre responsabilidad por daños (Cons.5°). Que una adecuada reflexión sobre la vasta fórmula utilizada en el art.1068, CC –en concordancia con el art.1109– permite concluir que es la violación del deber de no dañar a otro lo que genera la obligación de reparar el daño causado y que tal noción comprende todo perjuicio susceptible de apreciación pecuniaria que afecte en forma cierta a otro, a su patrimonio, a su persona, a sus derechos o facultades. Es decir, el concepto jurídico de daño, salvo restricciones particulares queridas por el legislador, abarca la protección de todo interés no reprobado por la ley. Cobra particular relevancia la ponderación de las circunstancias personales de quien pretende obtener la reparación así como el carácter cierto del daño, esto es, en el sub judice, del aporte que el compañero significaba en los recursos del hogar común, a los efectos de decidir si la coactora ha sufrido la privación de un bien que integraba la esfera de su actuar lícito (Cons.6°)”<header level="4">(12)</header>. <bold>V.2. El daño moral.</bold> Al margen de los principios generales sentados en el art.1077, CC, en orden a la necesidad de reparar el daño causado, y en el art.1079 <italic>ib.</italic> con relación al daño material, no resultó extraño que el Código velezano se ocupara también de presentar las directivas frente al daño moral. Así, por entonces dispuso que: “Si el hecho fuese un delito del derecho criminal, la obligación que de él nace no sólo comprende la indemnización de pérdidas e intereses, sino también del agravio moral que el delito hubiese hecho sufrir a la persona, molestándole en su seguridad personal, o en el goce de sus bienes, o hiriendo sus afecciones legítimas” –art.1078, texto originario. Tal como lucía su redacción original, no fue sorpresa entonces que se acusara a la norma de insuficiente a la hora de identificar los legitimados a pretender la reparación del daño moral. No tardaron en escucharse voces que reclamaban una enmienda a fin de superar el vacío legal en este tópico. Modificación que arribó de la mano de nuestros reformadores del ’68. Recién entonces y mediante la sanción de la ley 17711, el legislador se hizo eco de los inconvenientes que el Código velezano no había podido impedir según su texto de origen: innumerables reclamos con potencialidad suficiente para producir inseguridad jurídica. La reforma protagonizó un papel importante, ya que el actual art.1078, CC, acuerda la acción indemnizatoria por daño moral, en principio, sólo a los damnificados directos, medida que procura evitar un desfile indefinido de damnificados indirectos. O, lo que es lo mismo, enervar un “festival de reclamaciones”<header level="4">(13)</header>. A partir de esta idea fuerza –evitar la multiplicidad de pedidos de resarcimientos– se concibió un sistema basado en un criterio restrictivo “... de modo de dotar de orden a este tipo de reclamos, profundamente inorgánicos y creadores de inseguridad jurídica, de ser admitidos sin coto ni medida”<header level="4">(14)</header>. Sin embargo, cuando del hecho dañoso se deriva la muerte de la víctima, el artículo bajo anatema amplía el universo de legitimados al reconocer acción a los herederos forzosos. <bold>VI. El concubino frente al daño moral por la muerte de su pareja: la limitación del art. 1078, CC</bold> En los tópicos precedentes admitíamos que en caso de haber recibido alimentos de parte de la víctima, el concubino/a tenía en sí mismo un interés de hecho que para algunas proyecciones de autores era suficiente para ser resarcido. En esta línea se le reconoce legitimación para demandar por el daño material emergente ante la pérdida del aporte alimentario. Claro está que es una de las posiciones en la materia. La solución varía en cuanto nos introducimos en el daño moral y su eventual reparación. Es que el art.1078, CC, reconoce legitimación a la víctima para demandar por daño moral, salvo que el acto ilícito produjere su muerte, en cuyo supuesto –dijimos ya– la norma amplía el espectro legitimando a los herederos forzosos, tal como lo dispone en su párrafo segundo. Rápidamente se produjo la escisión doctrinaria y jurisprudencial en torno al desamparo en que quedaba nuevamente el concubino al no tener vocación hereditaria. Una posición rígida se asienta en el tenor literal de la norma y partiendo de esta premisa, más allá de las razones que pudieren expresarse para legitimar al concubino, concluye que lo concreto es que la legislación no reconoce más legitimados que los “herederos forzosos”, no pudiendo apreciarse <italic>ab initio</italic> que esta directiva fuere irrazonable o lesiva del principio de igualdad. Otra, en tanto, parte de introducir el planteo de inconstitucionalidad del art.1078, 2º. párr., CC, y en su mérito entender que alcanza al concubino idéntica legitimación que a los herederos forzosos. Quienes participan de esta línea de pensamiento no discuten que el concubinato no está en igualdad de condiciones con el matrimonio, pero subrayan que la cuestión central da marco a la discusión sobre la igualdad de trato a la persona humana, a los derechos del hombre-mujer sin distinción e independientemente de su estado civil. Advierten en este sendero que la norma bajo anatema resulta injusta, por cuanto el daño que se pretende resarcir no es exactamente el mismo que se le infligió a la víctima, sino que se trata de uno diferente, aun cuando fluya de un mismo hecho. En síntesis, afirman que la acción busca reparar el daño sufrido por el concubino ante la muerte de su compañero de vida, con quien lo unían proyectos de convivencia. A fin de ilustrar el tópico, se interrogan: ¿acaso la concubina no tiene derecho a sufrir, de modo personal, luego de una convivencia en aparente matrimonio? Sobremanera cuando la cohabitación ha sido prolongada en el tiempo. <bold>VII. Análisis</bold> No cabe duda alguna que la norma en estudio impone una barrera a las pretensiones del concubino para reclamar por daño moral derivado de la muerte de su pareja al ser víctima de un hecho ilícito. Ésa es la solución que dispensa el legislador, por lo que en principio corresponde estar a dicha previsión, salvo –claro está– que se demuestre la sinrazón de la norma y que ésta resulte incongruente, grosera y/o repugnante a la directiva constitucional. De este modo, para poder arribar a una conclusión diversa a la que preconiza nuestra legislación, debemos superar el valladar que aquélla impone; actividad que nos obliga a transitar el control de constitucionalidad. <bold>VII. 1. El control de constitucionalidad.</bold> No podemos avanzar sin detenernos brevemente en este capítulo. Desde antaño nuestro máximo intérprete judicial ha pergeñado una doctrina sumamente restrictiva en el ámbito del control de constitucionalidad. El sistema patrio se apoya en el control difuso, reconociendo en cabeza de todos los magistrados, cualquiera sea su naturaleza (local o federal) o instancia (de grado o de alzada), la potestad para verificar el respeto de las directivas constitucionales, inaplicando en un caso concreto las leyes, decretos, ordenanzas que sean contrarios; sin embargo, ello no resta mérito a la exigencia de que la contradicción debe ser manifiesta, es decir –como señala el Alto Cuerpo– “repugnante” a los principios, derechos y garantías establecidos por nuestra Constitución. Recordemos que la impugnación de inconstitucionalidad importa, en definitiva, una grave descalificación del ordenamiento; en consecuencia, deben extremarse las precauciones necesarias a fin de profundizar el análisis del caso que se examina concretamente. Por eso es que la Corte únicamente censura una normativa cuando la repugnancia de la norma con la cláusula constitucional sea manifiesta, clara e indudable, pues su censura constituye la más delicada de las funciones susceptibles de encomendarse a un tribunal de justicia; es, en definitiva, la última razón del sistema, un acto de marcada gravedad institucional, por lo que corresponde desecharla en cuanto pueda el intérprete encontrar aunque sea un argumento para su sostenimiento o cuando no se han observado acabadamente los recaudos de procedencia formal. De allí la necesidad de integrar todo el ordenamiento a fin de buscar una solución que nos permita compatibilizar las distintas normas afectadas. Finalmente, la introducción de la cuestión constitucional debe ser eficaz, precisa, sin que sean suficientes aseveraciones de carácter genérico o abstracto; es menester, por consiguiente, que se proponga específicamente al tribunal de la causa el derecho que se pretende inobservado y cuáles son las garantías constitucionales en juego<header level="4">(15)</header>. <bold>VII.2. La disposición bajo censura.</bold> Ahora bien, si pretendemos superar la estrecha geografía que prevé el art.1078, CC, que deja al margen a los concubinos como sujetos legitimados para reclamar el daño moral causado por la muerte de uno de ellos por un hecho ilícito, nuestra actividad debe apuntar a invalidar el precepto de que se trata, acusándolo de injusto, irrazonable y lesivo de derechos constitucionalmente amparados, barriendo así la interdicción que venimos comentando. La doctrina ha dado muestras evidentes de la fértil y añeja discusión que generó la limitación impuesta por el legislador reformista –según ley 17711–, por lo que en esta oportunidad parece ocioso insistir y reproducir los argumentos que han enarbolado unos y otros, doctrinarios y tribunales, que se han expedido en la materia. Basta, eso sí, con iterar que la cuestión dividió opiniones pero circunscribiendo las desavenencias en torno al alcance que correspondía otorgarle al dilema de la legitimación, definido por el reformador acudiendo a las voces “herederos forzosos”<header level="4">(16)</header>. Las respuestas intentadas se hallan vinculadas a los paradigmas conceptuales defendidos, esto es, a la mayor o menor amplitud de sujetos legitimados que se reconozca. La cuestión no es baladí: ello hace en definitiva a mantener cierto orden en un ámbito de inusitadas consecuencias. Empero, en atención a los límites de nuestro informe, no viene a cuento distinguir si sólo están legitimados los que concretamente sean herederos en el momento del fallecimiento, es decir, si la ley –al prever la elocución “herederos forzosos”– ha tomado en cuenta el llamamiento eventual o bien la calidad en concreto. No es ese el punto a debatir, sino aquel otro que gira en torno a la presencia de la concubina como sujeto accionante, atendiendo –por supuesto– al óbice que impone el art.1078, CC. <bold>VII.3. La falta de legitimación del concubino en los términos del art. 1078, CC. </bold>Hemos definido en párrafos anteriores que a lo largo de los años las relaciones matrimoniales aparentes han sido objeto de un entusiasta debate doctrinario, y por qué no jurisprudencial, en el cual se puso el acento en la necesaria tutela jurídica que debía dispensársele a este tipo de vinculaciones que permanecían desguarnecidas. Así, partiendo del más claro desamparo, paulatinamente se fue incorporando en la concepción jurídica de nuestra producción de autores el imperativo de brindar una mayor tutela al concubinato, y la legislación pareció sentir el impacto, ya sea en el campo previsional o bien en el laboral<header level="4">(17)</header>. Sin embargo, en el derecho civil aún se mantiene la carencia de normas relativas al concubinato, por oposición al régimen integral del matrimonio, que es analizado no sólo de manera introspectiva –“en él”– sino también de modo externo –“desde él”–, siendo el derecho sucesorio un claro ejemplo al reconocer vocación hereditaria a los cónyuges. Insistimos en que desde una interpretación lata de nuestro ordenamiento no cabe más que negarle legitimación al concubino, por cuanto “... No siendo la concubina/o una heredera forzosa (obvio es señalar que sólo podría heredar a través de disposiciones testamentarias), no está legitimada en el derecho nacional para reclamar el menoscabo sufrido en sus afecciones. En razón de la expresa disposición de la ley consideramos concluida, desde el punto de vista del derecho positivo, la cuestión en torno al daño moral”<header level="4">(18)</header>. Nos permitimos seguir trayendo a colación las enseñanzas de la jurista Kemelmajer de Carlucci, quien señala al respecto: “... Para nosotros no debe distinguirse porque la falta de legitimación no depende de la eventual ilicitud o inmoralidad del vínculo, sino de la carencia de derecho subjetivo. Esta falta aparece en cualquier concubinato, en razón de la inexistencia de norma que conceda la acción... Hemos dicho en otra oportunidad que el concubinato no debe ser, en sí mismo, un impedimento para adquirir derechos que la ley concede en general... Pero una cosa es sostener que el concubinato no es un impedimento para asumir posiciones jurídicas que se conceden en general –salvo las limitaciones legales– y otra muy distinta es afirmar que el concubinato es fuente que sirve para crear derechos que sólo tienen quienes encuadran dentro de la preceptiva normativa. La concubina no tiene un derecho subjetivo porque no está unida al concubino por un vínculo de derecho. En consecuencia, el perjuicio que sufre es ‘<italic>de facto’</italic>...”<header level="4">(19)</header>. La jurisprudencia acompaña esta dirección restándole legitimación a la concubina en virtud de la limitación para reclamar el daño moral por la muerte de su compañero que establece el art.1078, CC<header level="4">(20)</header>. Quienes se oponen a esta interpretación y reprochan la estrechez del artículo, acusan que al haber circunscripto la legitimación para demandar por daño moral sólo en los herederos forzosos, la normativa no logra superar el test de razonabilidad; insisten en que lo que está en juego es nada más y nada menos que el respeto igualitario que merecen hombres y mujeres despojados de cualquier condición o estado civil. <bold>VII.4. La constitucionalidad del sistema.</bold> El esfuerzo de quienes pregonan por equiparar la situación del concubino a la de cualquier heredero forzoso en los términos del art.1078, CC, es encomiable; pero, a pesar del ímpetu demostrado, los argumentos que se ofrecen no son suficientes para hacer caer la barrera legal. Y no es que afirmemos que la concubina no tiene derecho a sufrir ante la pérdida de su compañero de vida, sino simplemente que no todo sufrimiento es resarcible a la luz de la doctrina de la responsabilidad civil que propone nuestro Código. En efecto, debemos resaltar que no basta pues con el simple perjuicio resultante de los efectos reflejos del acto ilícito, ya que este tipo de consecuencias suelen ser comunes a cualqu