Juan Velasco Alvarado, general del ejército peruano, es una de las figuras claves para comprender los avatares de la larga lucha de los pueblos latinoamericanos en procura de su liberación. Fue, quizás, en la segunda mitad del siglo XX, junto a un puñado más de soldados, uno de los primeros en entender que las fuerzas armadas, más allá de sus aprendizajes en las escuelas de Guerra, deben coadyuvar al crecimiento económico y social de los pueblos, teniendo una única hipótesis de conflicto: la derrota del subdesarrollo.
Batalla enorme que requiere el uso de todos los recursos en una acción continua que debe comenzar en los estratos más bajos de la sociedad. Recursos que, en todos sus destinos militares, había visto dilapidar postergando aun más a los pobres e indigentes del Perú. Que significa, en buen romance, la condena a muerte por desnutrición a mujeres, niños y ancianos que, por disposición de las autoridades políticas, nunca aparecerán en las estadísticas de morbo-mortalidad.
Velasco Alvarado -“El Chino”, como le llamaban los peruanos- comprendió la tragedia de su pueblo. Sintió las diferencias sociales en carne propia: “Eso sí, nunca pensé que yo pudiera -le cuenta a un cronista de la revista Panorama- ser uno de los actores de un proceso llamado a acortar tales distancias. Y nunca lo pensé porque fuimos educados en una escuela militar, no diré prusiana, pero sí en la que se nos formaba para cumplir órdenes sin dudas ni murmuraciones (…) Hasta hace poco al militar peruano lo encasillaban hasta el punto que no tenía conciencia del problema político que representaban los distintos candidatos en las elecciones, por ejemplo. Acaso porque los jefes le daban tanta instrucción específica y tareas como para que no tuviera tiempo de reflexionar sobre otros asuntos.”
Los primeros debates -con sí mismo- los fue dando en cada uno de sus destinos militares.
En todos ellos estableció profundos lazos con los desposeídos mientras intentaba paliar la deserción del Estado. En tanto, con algunos de sus amigos, dio formas a sus ideas revolucionarias. Estudiaron con igual interés y dedicación la necesidad de encarar una reforma agraria como una hipótesis de guerra. Ese grupo de oficiales, con el tiempo, constituirían el núcleo duro del Comité Oficial de Asesoramiento Presidencial (COAP). Organismo que los especialistas en planeamiento tienen como modelo a la hora de diseñar un organismo con similares objetivos.
Retornemos a nuestro objeto principal. Nos aguarda el pensamiento de Juan Velasco Alvarado. “En mi época -continúa el presidente peruano- había una diferencia enorme entre las escuelas privadas y las del Estado. Los niños que podían pagar ‘se iban de robo’, llevaban grandes ventajas sobre los otros, que carecíamos de todo. Los pobres como yo, con un padre con once hijos, no teníamos los elementos que nos pedía el maestro. Sin ellos, debíamos trabajar el doble; largas caminatas para llegar a la escuela, el estómago con las justas y, a falta de libros, debíamos atender más al profesor y hacer resúmenes a mano. La legislación educativa que dio esta revolución enfrentó, entre otras cosas, el problema del ingreso a la universidad. Hice incluir en la ley que los números 1 y 2 de los colegios fiscales ingresen a la universidad sin rendir examen. No todos los ministros entendieron inmediatamente el sentido de esta disposición. Querían extenderla a los institutos privados, a lo que me opuse.
Se trataba de premiar el esfuerzo de los niños pobres. Iba de alguna manera contra mis intereses actuales, pues mi hijo Javier era el número 2 de un colegio particular y quería entrar en Ingeniería.”
El Chino, como los habitantes de Piura –su lugar de nacimiento- le llaman, asumió la presidencia del Perú el 3 de octubre de 1968. Seis días después anuló el contrato por el que la International Petrolium Company desposeía de tamaño recurso estratégico a la nación de los incas. En de junio de 1969 sancionó la Ley de Reforma Agraria que tenía por objeto “poner fin a un injusto ordenamiento social que ha mantenido a la pobreza y en la iniquidad a los que labran una tierra siempre ajena y siempre negada a millones de campesinos» y que debía cancelar los sistemas de latifundio, reemplazándolos «por un régimen justo de tenencia de la tierra que haga posible la difusión de la pequeña y mediana propiedad en todo el país”.
La vieja oligarquía terrateniente –le diría a Panorama- fue duramente debilitada: “Sin embargo, esa ley que nosotros consideramos buena es, como toda ley, imperfecta. Sujeta a continuas correcciones a medida que la realidad los descubre sus fallas -por la complejidad de la geografía peruana, anotamos-. Algunos han descubierto orificios legales para burlar el espíritu de la ley. Hemos advertido de que no toleraremos ningún contrabando en perjuicio de ese espíritu que podemos resumir en el concepto de que la tierra es para el que la trabaja. Pero al mismo tiempo reiteramos nuestra garantía a la pequeña y mediana propiedad, que no tiene por qué desaparecer.”
Velasco Alvarado, a la hora de la muerte, fue acompañado por millones de peruanos hasta su morada final. Sendero Luminoso le declaró su enemigo. Tanto fue su odio que dinamitó su tumba. Es que el muerto los había derrotado en el poderoso recuerdo de los habitantes de las sierras.