lunes 4, noviembre 2024
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Comercio y Justicia 85 años

Una metáfora marina y la ética judicial

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Los poderes judiciales son navíos que siempre habrán de encontrar los capitanes que lleven a buen puerto el buque de los procelosos mares.

Por Armando S. Andruet (h).
Twitter: @armandosandruet
Exclusivo para Comercio y Justicia

En los tiempos que hoy están siendo atravesados por los Poderes Judiciales de la República –unos con mayor intensidad que otros sin duda- pueden estar reflejados simbólicamente en las caras de aquélla moneda romana que circulaba sobre el 265 a.c., que en el anverso tenía la imagen de la cabeza laureada del dios Jano y en el reverso, la proa hacia la derecha de un navío.

Sabemos que Jano gozó de gran predicamento entre los romanos y, en rigor, era un culto al oxímoron que sintetizaban sus dos rostros: inicio y final, todo y nada, bueno y malo. Por ello, fue anverso de innumerables monedas como la numismática delata y, al fin, expresaba un estado de incertidumbre a lo que todo podía estar expuesto.

Por otro lado, en el reverso del bronce, se mostraba la figura de un navío, que significa la proyección que a pesar de todo hay que realizar hacia el futuro aunque sea incierto, más por ello: apetecible. Aun sabiendo que a veces intentar llegar a un nuevo puerto puede significar, antes, el naufragio de la travesía.

Los Poderes Judiciales a veces se han comportado como una especie de dios Jano, con dos rostros, y por ello no mirando debidamente cuando debían prestar atención, pero a la vez, actuando cuando todavía no es tarde, aunque las circunstancias son diferentes y tal vez menos riesgosas.

Sin perjuicio de las debilidades que esto puede tener, los poderes judiciales son navíos que siempre habrán de encontrar los capitanes que lleven a buen puerto el buque en los procelosos mares; también de las difíciles, oscuras y complejas relaciones entre lo legal, lo ético y lo corrupto.

Desde ya anticipamos que las defecciones que los jueces pueden tener en orden a lo ético no son asimilables a lo que ordinariamente todos comprendemos por corrupción.
Sin embargo, hay fallas éticas, que puestas en cierta escala, pueden quedar muy próximas a esa denominación.

Cuando el Jano judicial sólo espera el día de aguas tranquilas para navegar y saber que su puerto será posible de alcanzar sin complicación alguna, sin duda que su elección es atribuíble a una conveniencia personal y ello no puede ser admitido en el marco del estado de derecho.

Los buques judiciales –en la metáfora-, no tienen con certeza una hora precisa para zarpar, esto es cierto, pero tampoco la carga a ser transportada en la travesía puede esperar sine die. Es posible que la demora perjudique dicho contenido y quizás, cuando llegue, sus virtudes no sean aprovechadas por todos sino sólo por algunos pocos en el mejor de los casos.

No actuar –en la metáfora, zarpar- cuando corresponde hacerlo y ejecutar lo debido a destiempo sólo es dispensable bajo razones extremas, y ellas son las que habrán de poder trazar el límite entre lo ético y lo no ético de dicho comportamiento judicial.

Debería darse además otro concurso de variables para que se pueda calificar dicho comportamiento como corrupto. La corrupción siempre es una falla ética anterior, mientras que el déficit ético no se asimila per se al comportamiento corrupto.

Tampoco es un comportamiento corrupto no hacer lo que se debe en un momento determinado; pueden existir sobradas razones que lo justifiquen; es el juicio del discernimiento moral del juez -que como el dios Jano conocedor del alfa y omega- tiene por destino hacer navegar el buque no a la deriva sino al control de su Capitán y por aguas seguras.

Cierto es que no siempre es sencillo de comprender por muchas personas, las razones que los jueces tienen para avanzar, ralentizar, detener o precipitar las denuncias que puedan existir, particularmente las referidas a materia penal y en especial, cuando ellas competen a los intereses del colectivo ciudadano y por ello, involucrando a quienes han tenido a su cargo el cuidado del patrimonio y la ejecución de los bienes públicos, esto es, funcionarios públicos de cualquier investidura.

Existen capitanes que no expondrían ni la tripulación ni la carga sólo por un capricho de ser reconocidos por los ciudadanos como un presunto ‘buen capitán’; muchas veces sólo sería un ‘capitán temerario’ y ello nunca es bueno.

Tampoco es deseable un capitán que nunca hace zarpar el buque porque no están brindadas todas las condiciones de clima y atmósfera. Un buen capitán sabe que en estas cuestiones prácticas –navegar y juzgar- hay sólo un óptimo posible y no un óptimo completo y que navegar –también juzgar- importa siempre los riesgos aun remotos de zozobrar en dicho intento.

Un capitán tan cauteloso, lejos de ser un buen capitán, es un hombre quien no comprendió de que se trata la responsabilidad que tiene con el título que inviste. La cautela extrema, en clave de conducción de un buque o de un Tribunal, se reproduce como temor a la acción y no es posible ocupar un lugar de decisión sin realizar acciones.

Es obvio que el buen capitán, como el buen juez, conoce la inestabilidad de todos los tiempos, la fragilidad del mejor buque como así también la precariedad y caducidad de la carga que transporta.

Sin embargo como un buen dios Jano hará un juicio de todo ello y decidirá en consecuencia.

Luego, cuando arribe a su puerto de destino, es que al final de cuentas podrá contabilizar si sus razones para demorar el inicio fueron justificadas o no. Como también, serán quienes resultaban destinatarios de la carga de su travesía, los que habrán de señalar si valió la pena esperar en el zarpar para no hacer correr riesgos extremos la carga transportada o, si por el contrario, haber cuidado tanto ese aspecto y esperar los buenos climas para la navegación volvió fútil la carga transportada y entonces, a pocos o nadie, le interesará el arribo a buen puerto de dicho transporte.

Volviendo de la metáfora a la centralidad de nuestra consideración y en la estirpe de cuestiones que hemos señalado, destacamos que a diario seguimos por los medios que en muchos lugares del mundo los jueces tienen que comportarse como capitanes de buques y atravesar los procelosos mares que muchas veces la política siembra con tempestades.

Frente a ello, otros poderes judiciales -como es el caso del Argentino en la competencia correspondiente- hacen emerger los buques en tiempos donde los vientos al menos no serán tifones ni huracanes. Y si bien para algunos ello es una actitud poco noble para un buen juez; otros podrán bien decir que esa demora ha sido la única manera de preservar in totum el contenido de lo que habrá de ser materia de investigación.

Sin duda que es compleja la respuesta, porque la reflexión no es binaria, sino multivectorial y hacer simple lo compuesto es un entretenimiento intelectual que muchas veces solo aspira satisfacciones momentáneas.

Sin embargo, sobre lo que no debe quedar duda alguna, es que hay tiempos que no son de alta mar sino de tierra firme, en el cual los jueces tienen que advertir también que la sociedad civil espera de ellos no sólo que sean buenos capitanes sino también, excelentes personas. Ellas, están aguardando en modo silencioso pero no por ello sin ansiedad que los jueces asuman públicamente una responsabilidad institucional de compromiso ético de ser mejores jueces y dando muestras de continuidad y perseverancia en ello.

Cuando así suceda y esté suficientemente inscripto en los ciudadanos, a muy pocos les importará ya, volviendo a la metáfora, cuándo zarpa el buque, porque ya todos sabrán que su capitán siempre lo hará en el momento que sea resueltamente el más oportuno tanto para quienes serán los destinatarios de la carga, para la preservación y cuidado de lo transportado, para las condiciones de la tripulación y finalmente, para la misma honorabilidad que él inviste.

Mas como no se navega sin brújula, los jueces deben comprender que la carta marina judicial también exige la propia y que ella se inicia en la ley y concluye en la ética.

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