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Una junta que nadie quiere

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Luis R. Carranza Torres / Ilustración: Chumbi

En la mañana del 24 de mayo, el Cabildo volvió a reunirse y De Leyva expuso el corolario de sus maquinaciones. La junta que conformarían sería presidida por Cisneros como vocal presidente. Los vocales que lo acompañarían serían Juan Nepomuceno de Sola, cura rector de la parroquia de Monserrat; Juan José Castelli, revolucionario en reemplazo de Belgrano, quien había rechazado formar parte; Cornelio Saavedra como comandante de los patricios y José Santos Incháurregui, comerciante español.

Para estar seguros de que tenían el apoyo del ejército, se convocó a los comandantes para que opinaran sobre la nueva junta elegida. Todos apoyaron la elección del Cabildo, menos Saavedra, quien pidió se lo sustituyera por algún integrante del Cabildo. Sin embargo, no hubo oposición formal.

Apenas se supo la resolución, un sordo rumor de descontento empezó a circular por las calles. El día estaba opaco, lluvioso y frío, y sin embargo una gran concurrencia llenaba la Plaza de la Victoria. Chiclana, con rostro de pocas pulgas, recorría los apiñados grupos de ciudadanos reunidos. Encontró a su paso a Berutti, Martínez, French, Melián y otros que hablaban con exaltación, y les dijo, también él exaltado: «¿Por qué hemos de dejar que quede el virrey? ¿Por qué?» Aquellas palabras caldearon los ánimos de todos, pero la multitud siguió pacífica y poco a poco se dispersó, para regresar al sitio con nuevos bríos tras el almuerzo y la siesta.

El nuevo gobierno, bajo la presidencia del virrey conservando el mando superior de las armas, concurrió al Cabildo a las tres de la tarde a jurar su cargo. Cisneros atravesó la plaza sin el bastón ni la banda virreinal, pero con su lujoso uniforme de teniente general de marina; lo acompañaban don José Ignacio Quintana, los oidores y  cuatro edecanes, caminando en medio de Saavedra, del doctor Sola y de Castelli. Para esa hora había poca gente en el lugar y la tropa estaba acuartelada en pie de guerra. Pero ni aun así el antiguo virrey se salvó de algunos gritos de “¡Fuera Cisneros!” y una que otra risotada.

Juramentado en el Cabildo, Cisneros dio un pequeño discurso y fueron todos luego hacia el fuerte (donde hoy se encuentra la casa Rosada). Los acompañó un repique de campanas y de salvas de artillería.

Pero las formas no bastaban para disimular que nadie quería esa junta, en particular por presidirla el virrey.

Los revolucionarios volvieron a reunirse en la casa de Nicolás Rodríguez Peña y en los diversos cuarteles militares las discusiones y la agitación eran grandes.

En el cuartel de Húsares estaban Martín Rodríguez, Rivadavia, Darregueira, Vieytes, Echeverría y gran número de patriotas. Tanto o más que la conformación de la junta, lo que más había indignado a los oficiales y a la tropa era que el Cabildo había decido dar un reloj a los oficiales de la guardia de honor que le mandaron hacer para la jura de la junta, y cien pesos a la tropa, pareciendo como que querían comprarlos. Todos los oficiales rehusaron el regalo del reloj y los soldados, tras recibir las monedas, fueron a tirarlas a la vista de todos al foso del fuerte.

En la reunión en la casa de Rodríguez Peña, a partir de las ocho de la noche, hasta los tranquilos empezaban a perder la compostura. Se estaba discutiendo cómo deshacer lo hecho, convocar nuevamente al pueblo y obtener que el Cabildo se preste a reconsiderar ante otra reunión popular la sanción de la víspera. Nadie se ponía de acuerdo con nadie y en tales circunstancias Manuel Belgrano quien, vestido con su uniforme de sargento mayor del regimiento de Patricios escuchaba la discusión en la sala contigua, reclinado en un sofá, casi postrado por largas vigilias, observando la indecisión de sus amigos, se puso de pie súbitamente y a paso acelerado y con el rostro encendido de su sangre generosa, entró en el comedor de la casa donde se desarrollaba la reunión. Su aspecto hizo callar a todos. Entonces, poniendo su mano derecha sobre la cruz de su espada les dijo: “¡Juro a la Patria y a mis compañeros que si a las tres de la tarde de mañana el virrey no hubiere sido derrocado, a fe de caballero yo lo derrocaré con mis armas!”

Cuenta Guido que luego todos volvieron a ocuparse de los candidatos y cuando parecía agotada la esperanza, don Antonio Berutti pidió se le pasase papel y tintero y como inspirado de lo alto, trazó sin trepidar los nombres de los que compusieron la Primera Junta. La realidad es un poco más profana: el ímpetu de Belgrano, entre otras cosas, forzó a lograr un acuerdo de las distintas facciones para lograr un gobierno colegiado que los satisficiera a todos.

Esa noche del 24 de mayo el teniente coronel Saavedra y el doctor Castelli atravesaron la Plaza de la Victoria bajo la lluvia, cubiertos con capotes militares. A pesar de hallarse en el mismo bando, por dentro, el primero quiere sólo el autogobierno y el segundo la independencia lisa y llana, pero ni uno ni otro manifestarán tales deseos aquella noche.

A las ocho se reunió la Junta en el fuerte y antes de que pudiera empezar a tomar en consideración cualquier asunto, don Cornelio y Castelli le dijeron a Cisneros lo que cualquier hijo de vecino sabía a esas alturas: que el pueblo estaba armado y disgustado con la junta constituida, los soldados concentrados en sus cuarteles por idéntica causa y todos se hallaban resueltos a realizar una revolución por las armas si el virrey no renunciaba en aquella misma noche. Y acto seguido le informaron que se retiraban de la sesión para mandar sus renuncias al Cabildo.

Cisneros intenta, sin éxito, disuadirlos de «esperar a mañana». «No hay mañana si no renunciamos hoy; la borrasca está encima y nosotros no podemos separarnos de la línea en que nos colocan nuestros compromisos y lo que debemos a la tierra en que hemos nacido», le constesta Castelli. El virrey se levantó de su silla y comenzó a pasearse pensativo por el salón; pero como vio que Castelli y Saavedra se levantaban para retirarse, se acercó y les dijo: «Renunciemos todos, entonces».

Después, al rey le contaría otra cosa: que había renunciado porque querían quitarle el mando del ejército. De ése, el que hace rato no mandaba.

A las nueve se le presenta la resignación colectiva al Cabildo. Incitada por De Leyva, no es aceptada con el argumento de que el pueblo no tiene el derecho de influir en el gobierno y que, teniendo la Junta el mando de los cuerpos militares, se halla obligada a «sujetar con ellos a los descontentos», tomando «providencias prontas y vigorosas»; en caso contrario, el ayuntamiento los haría personalmente responsables de las consecuencias que puedan venir por cualquier variación de lo ya resuelto.

A las 12 de la noche de ese 24 de mayo una «delegación» de los patriotas acudió a la casa de De Leyva. El síndico ya estaba en su cama, por lo que se sobresaltó ante los golpes y gritos en el frente de su casa. No quiso salir y los atendió por una ventana. Allí los revolucionarios lo intimaron a convocar a un nuevo cabildo abierto. De Leyva se negaba, pero terminó aceptando ante la perspectiva de que le quemaran la casa con él dentro. También le dieron los nombres de los integrantes de la junta que ellos querían que se erigiese en el cabildo que se haría al día siguiente, 25 de mayo. Una lista que ya estaba circulando por la ciudad, juntando firmas que la apoyasen, al parecer con bastante fortuna.

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