Convocada para hacer frente a la crisis económica con medidas audaces, no estuvo a la altura de las circunstancias
Por Luis R. Carranza Torres
Versalles, 22 de febrero de 1787. El rey Luis XVI abre con un discurso formal la Assemblée des notables, convocada para tratar la terrible situación económica. Charles Alexandre de Calonne, a cargo de las finanzas del reino de Francia, pende de un hilo.
Sus pasados logros como abogado en la corte General de Artois, como procurador del Parlamento de Douai y buen administrador de dos ciudades francesas, que lo han encumbrado en su momento al frente de la hacienda real, ya no impresionan a nadie.
Ha fracasado, como los anteriores ministros, en remontar la crisis sin apelar a medidas de fondo que toquen privilegios de una nobleza dispensada de toda carga fiscal. Tomando deuda a la espera de mejores tiempos. Y como todos sus antecesores, no ha conseguido con eso de “patear hacia adelante” sino exacerbar la situación.
Para peor, el conde de Vergennes, cabeza del concilio del Ministerio de Hacienda y su protector en el cargo, muere el 13 de febrero de 1787, días antes de abrirse la “Asamblea de los Notables” que él mismo había recomendado al rey en apoyo de Calonne. Quien lo reemplaza, el conde de Montmorin, no sólo era un hombre débil de carácter sino que desconocía la marcha de los negocios del Estado. Charles Alexandre pierde a su principal apoyo en tan crítico momento.
Philippe Le Bas, en su Historia de la Francia, nos dice que tal cuerpo estaba “compuesto de personas de diversas clases, de las más distinguidas del reino, a fin de comunicarles sus miras para el alivio de sus pueblos, arreglos de las rentas y reformas de los abusos”. Una vieja institución monárquica de carácter consultivo y que no se convocaba desde 1614, compuesta por 144 personas designadas por el mismo monarca: siete príncipes, 36 duques, pares y mariscales de Francia, 55 oficiales de los tribunales reales, 11 prelados, 12 representantes de los estados provinciales y 25 alcaldes de las principales ciudades.
Se trataba, la jugada del encargado de la hacienda pública, de buscar apoyo en los sectores que detentaban el poder nobiliario y económico para dejar atrás el temporal. Como era usual por esa época, el pueblo era nombrado a cada instante, pero nunca pedida su opinión. De hecho, el “estado llano” era el único no invitado a la reunión. Por eso, “cuando se divulgó esta noticia y la nación se vio excluida de la junta manifestó públicamente su indignación”.
Se iniciaba a sesionar en un clima de descontento popular generalizado.
Luego del discurso del rey, Calonne tomó la palabra explicando la situación económica. Político al fin, dejó para el final a lo peor, destacando el enorme déficit pero evitando reconocer la contribución de sus fracasos anteriores, echando culpas sobre los predecesores en el cargo. Exageró también lo poco bueno que había logrado. De manual.
Expresó, yendo a lo verdaderamente apremiante, que la “proscripción de los abusos era el único medio de poder cubrir las obligaciones del Estado”, cuya deuda alcanzaba los 1.250 millones de francos.
Pasado en limpio, la nobleza debía empezar a pagar impuestos por los bienes que tenían y que hasta entonces habían estado exentos de tributar.
Como nos cuenta Michel Perónnet en el libro Del siglo de las luces a la Santa Alianza: “La asamblea, totalmente compuesta de privilegiados, fue menos dócil de lo esperado y rechazó las reformas”.
Viéndose perdidoso, Calonne apeló al pueblo, dando a conocer las reformas que hasta entonces había mantenido en secreto, el 31 de marzo de 1787, publicando sus escritos.
Como explica Perónnet, “la opinión pública se encontró así brutalmente sacudida por la amplitud de la crisis financiera y también por la negativa de los privilegiados para aportar un remedio”. Pero siendo que las discusiones en la asamblea eran de carácter secreto, la cuestión le jugó en contra. “Siguieron mil intrigas en las que tenía parte la reina, descontenta del ministro”, nos dice por su parte Le Bas en su Historia de la Francia. El 8 de abril es destituido de su puesto, nombrándose en su lugar al arzobispo de Toulouse, Loménie de Brienne.
Los notables, en cambio de tributar, le otorgaron un empréstito de 67 millones de francos al rey con lo que pudo evitarse, de momento, la bancarrota pública.
El 25 de mayo fue disuelta la asamblea, sin llegar a cometido alguno. La Fayette, “héroe de los mundos” por su actuación en el proceso independentista de los Estados Unidos, reclamó la convocatoria de los Estados Generales, en los que una población más amplia estuviera representada.
Sin saberlo nadie, se iniciaba el camino a ese complejo proceso histórico que hoy denominamos como la Revolución Francesa. El mejor y el peor de los tiempos, “la edad de la sabiduría, y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación”, en opinión del escritor británico Charles John Huffam Dickens, puesta por escrito en su novela Historia de dos ciudades.