Nicolás Remigio Aurelio Avellaneda era su nombre completo. Como suele pasar, los libros de historia lo retratan desde los lugares comunes. Se lo conoce pero estamos lejos de entenderlo. Sobre todo en su estatura de estadista y en la influencia que sus contribuciones al país han tenido y tienen aún en nuestros días.
Nació en San Miguel de Tucumán, el 3 de octubre de 1837. Hijo de Marco Manuel Avellaneda, gobernador de esa provincia, y de Dolores de Silva y Zavaleta, experimentó las sinrazones de la guerra civil desde temprano en su vida.
En 1841 fue ejecutado su padre, en Metán, por órdenes del general Manuel Oribe, quien seguía instrucciones de don Juan Manuel de Rosas. Era el líder indiscutible de la Coalición del Norte, alzada en armas contra el gobernador porteño a fin de organizar el país bajo una constitución. Marco Avellaneda era un rival peligroso, no tanto por él sino por las ideas que encarnaba. Por eso, su muerte fue cruel y atroz, sin miramiento alguno. Decapitado y su cuerpo desmembrado a la vista de todos, su cabeza se exhibió en una pica durante varios días en la actual plaza Independencia de San Miguel de Tucumán. Colocada, nada casualmente, frente a la propia casa del difunto.
Con sólo cuatro años, Nicolás tuvo que pasar por tal experiencia. A la pérdida paterna se le sumó el exilio. Luego del hecho, su madre tomó la decisión de trasladarse con su familia a Bolivia. A lomo de mula se dirigió a Tupiza y perdió a su hija de meses en Jujuy por los rigores del viaje. Pudieron regresar a Tucumán tres años después.
Una de tantas grietas políticas de la historia nacional que sólo demostraron dos cosas: nuestra incapacidad de liderazgos capaces de encontrar una solución superadora de las diferencias de opinión y nuestra terrible capacidad para practicar la crueldad y la sinrazón con el prójimo.
Tales hechos marcarían a fuego a Nicolás Avellaneda, sin hacerle nunca tomar el camino del revanchismo. A diferencia de buena parte de los hombres de su tiempo, él era un hombre de explorar y agotar la posibilidad de consensos. De no romper lanzas por anticipado ni de generar crisis para aprovecharlas políticamente. Pero también capaz de demostrar la firmeza necesaria cuando se debía, aun en las situaciones más críticas.
El Colegio Monserrat lo contó entre sus alumnos, como también nuestra Universidad de Córdoba, donde cursó la carrera de Derecho sin llegar a graduarse. La terminaría en Buenos Aires, donde también se inició en el ejercicio de la profesión.
Comenzó en el periodismo como colaborador del diario El Comercio del Plata, que fundó Florencio Varela, y pasó luego a la redacción de El Nacional, desde 1859 a 1861.
Su destacada vida pública se inició a los 24 años, en 1860, cuando lo eligieron diputado a la Legislatura de Buenos Aires.
A la par de la política fue la docencia universitaria. También a partir de ese año se desempeñó como profesor de economía de la Universidad de Buenos Aires, donde se forjó una reputación de muy buen docente, por la claridad de sus exposiciones.
En 1861 se casó con Carmen Nóbrega, en la iglesia de San Ignacio. De esa unión nacieron doce hijos. La pareja estableció su hogar en una casa ubicada en la actual calle Moreno, en el barrio de Montserrat.
En 1865 publicó su libro Estudio sobre las leyes de Tierras, referido al régimen de la propiedad de los predios rurales. “Todos los pueblos Sudamericanos poseen hasta hoy tierras que son del exclusivo dominio del Estado, pero apenas hay cuestiones menos estudiadas que las que se relacionan con la legislación que debiera adoptarse para que estas tierras que se mantienen en proporciones inconmensurables salvajes y baldías, vengan por fin, bajo el impulso del trabajo, a convertirse en una fuente de producción y de riqueza”. Sin decirlo, hablaba de una de las cuestiones capitales del Estado: las políticas de fomento.
En 1866, el gobernador de Buenos Aires, Adolfo Alsina, lo designó ministro de Hacienda. Se desempeñó con eficacia y probidad hasta 1868, cuando el nuevo presidente Domingo Faustino Sarmiento, con quien tenía una amistad estrecha, le confió la cartera de Justicia e Instrucción Pública de la Nación. Tenía por entonces 31 años de edad.
Sarmiento debió encargarse de graves problemas socioeconómicos que le ocupaban gran parte de su tiempo, por lo que fue Avellaneda en quien delegó la concreción de su proyecto educativo. Como ministro, impulsó la creación de las escuelas normales en todas las provincias y la renovación de los programas en los tres niveles educativos. Sumó en su gestión 800 escuelas a las mil ya existentes antes de 1868. La cantidad de alumnos pasó de 30.000 a 100.000 en todo el país.
Tales fueron sus logros en la materia, que los acontecimientos lo instalaron como un sucesor natural de Sarmiento. A los 37 años fue elegido Presidente de la Nación. Se abría otro capítulo, no sólo en su vida sino uno de los más cruciales en la vida institucional argentina.