Por Alicia Migliore (*)
Es sorpresa garantizada que cada vez que se escarba en la historia se encuentre a las mujeres escondidas, sepultadas por el olvido intencional.
Éstos son tiempos en que la verdad resulta más y más esquiva, con personas y tecnologías trabajando denodadamente para el ocultamiento o la descripción de los hechos edulcorada y adecuada al gusto del consumidor.
En este sentido, el relato patriarcal y machista ha logrado la construcción de fuertes muros en la memoria, por lo que se convierte en una aventura de resultado incierto el intento de lograr la justicia del recuerdo para ellas, tan vilipendiadas.
Como consecuencia lógica, el trabajo emprendido generará detractores y promotores en diferente medida. Pero el mayor estímulo para persistir es la adrenalina que genera el encuentro, siempre demorado, con esa mujer que nos espera en un camino secundario de la historia; ella nos habla en términos de igualdad, a pesar de las diferentes épocas y escenarios que nos rodeen; ella esperaba por nosotras en esta continuidad que sostiene la existencia humana.
El proceso siempre es dual: frustración en la búsqueda, sorpresa y satisfacción en el encuentro; expectativa antes, compromiso luego; investigar y develar para difundir una y otra vez, aun en las redes cuya verosimilitud se cuestiona. Divulgar es la consigna, para devolver el poder a la olvidada y empoderarnos con su impronta.
Como en toda actividad humana, hay riesgos, y la pretensión de historiadora feminista los conlleva en su doble frente de exposición y ataque. ¿Cuánta verdad se oculta en las fuentes consultadas? ¿Son confiables? ¿Alcanzan las aristas del perfil abordadas para cumplir con esa reivindicación? ¿Esas mujeres son merecedoras de este proceso de reivindicación que las vuelve a parir hoy? ¿Será verdad que debieron ejecutarse más brujas para evitar estos inconvenientes hoy? ¿Cuál es la justicia que busca el feminismo al aludir al igual valor de los seres humanos? ¿Acaso la humanidad necesitó en algún momento ese rescate de las mujeres? Y podría seguir el interrogatorio al infinito.
¿Cómo pudieron ocultarlas?, debería ser nuestra pregunta.
Hace algún tiempo, todos los medios rememoraron el emocionado discurso que pronunció, hace 58 años, Martin Luther King en la marcha sobre Washington por el trabajo y la libertad. En esa oportunidad vaticinó “no habrá ni descanso ni tranquilidad en Estados Unidos hasta que el negro tenga garantizados sus derechos de ciudadano”.
Agregó que la lucha por los derechos civiles sólo sería satisfecha cuando la justicia cayera como una catarata y el bien como un torrente.
La respuesta legal llegó al año del sueño de Martin Luther King; en julio de 1964 se dictó la ley de derechos civiles para prohibir la discriminación y segregación racial. Continuó profundizándose con el dictado de la ley de derecho de voto de 1965, por la cual se prohibieron las prácticas discriminatorias a afroamericanos en el derecho ciudadano de votar -porque antes solían pedir prueba de alfabetización o pago de algún impuesto, descontando la exclusión sufrida en los derechos de educación o acceso a una vivienda digna-.
Ninguno de estos logros fue aislado. Se trató de un largo proceso de construcción que tuvo, como todos ellos, protagonistas femeninas y feministas.
Abolicionista y feminista, Soujourner Truth es conocida por sus palabras en la Convención de los Derechos de la Mujer, en Ohio en 1851: “¿Acaso no soy una mujer?”. Agredida en un discurso por reclamar sus derechos, decidió mostrar sus pechos para probar que era una mujer y tenía derecho a la igualdad. Nacida esclava, mantuvo su activismo durante toda su vida celebrando cada eslabón logrado, para considerar el siguiente, y entregando la llama para seguir el recorrido como si el podio olímpico fuera cimentado en derechos.
Muchas son las personas comprometidas con los derechos humanos. Entre las mujeres que tomaron esa simbólica antorcha que atribuimos a Sojourner Truth estuvo Septima Clark, un nombre desconocido, prácticamente borrado de la memoria aunque le sobren méritos para ser recordada.
Como Martin Luther King, ambas tenían conciencia clara de los derechos que se les arrebataban: Soujourner fue la primera mujer negra que acudió a la justicia a demandar a un hombre blanco.
Clark nació en Estados Unidos un siglo después que Truth, en 1898. Los tiempos seguían siendo difíciles para una negra, hija de esclavos, con siete hermanos. Esa carencia absoluta que impregnó su infancia le otorgó una fortaleza extrema, compensatoria de todas las privaciones. Ella lo expresaba en estos términos: “Los esclavos no tenían nada y cuando digo nada, me refiero a que no tenían ni tierra ni dinero, pero tenían algo, tenían un espíritu y habilidades para trabajar la tierra mezclada con su sangre, su sudor y sus lágrimas”.
De su padre labrador y de su madre lavandera, Septima aprendió que debía ganar con su trabajo lo que necesitara porque nada le sería obsequiado; aprendió también que era necesario leer y escribir.
A pesar del medio hostil, donde el desprecio la sacudía a diario, obtuvo el título para dedicarse a la docencia. Debió migrar a escuelas rurales para enseñar porque donde vivía no se contrataban maestros negros. Consciente de la injusta prohibición, emprendió el desafío de revertirla y lo logró con la petición de la Asociación Nacional para el Progreso de las Personas de Color, en 1919.
La misma discriminación que la excluía de la docencia determinaba luego que su salario fuera inferior al de sus colegas blancos; Septima fue por la igualdad, potenciando su activismo en la asociación. Aunque ese combate le costó su trabajo, no la derrotó, la impulsó a llegar más rápidamente a la Escuela Popular Highlander.
Septima consideraba que el problema fundamental era la ignorancia, que superaba y permitía el racismo; en consecuencia, era necesario alfabetizar y educar en derechos; la educación era la herramienta esencial para la liberación.
Este centro educativo fue determinante en la lucha por los derechos civiles; allí se desempeñó como directora de Talleres. Septima Clark, fiel a su personalidad, dejó su impronta en la escuela.
El prestigio y los logros de la escuela popular generaron rechazo en los segregacionistas, racistas enconados que sostenían la antigua supremacía WASP (sigla en inglés que equivale a blanco, anglosajón y protestante), razón por la cual combatieron al establecimiento y a sus alumnos, activistas por los derechos civiles -como Martin Luther King y Rosa Parks-.
Promediaba la década del 50 cuando Septima decidió fundar las Escuelas de Ciudadanía, para posibilitar que los estadounidenses negros lograsen superar las pruebas de alfabetización con las que les impedían votar. Funcionaron en iglesias y otros espacios aptos en las noches y en los fines de semana.
No sólo se les enseñaba a leer y a escribir; se hablaba de sus necesidades y derechos, se difundía información para búsqueda de trabajo, acceso a la educación, a la salud, peticiones, todo lo que significase promoción humana personal y social.
Se calcula que pasaron más de 25.000 personas durante el funcionamiento de las Escuelas de Ciudadanía, desde 1957 hasta 1970, en las que predominaban las mujeres como maestras y estudiantes, lo que convirtió esos espacios en centros de activismo femenino dentro del movimiento por los derechos civiles.
Septima quería que las personas empoderadas con la educación usaran el poder de la papeleta para llevar justicia a sus comunidades cuando abandonaban el centro de votación.
El sueño de Martin Luther King fue acunado por estas voces. Él llamó a Septima Clark “la arquitecta del movimiento de los derechos civiles”.
Es premonitoria una frase de esta arquitecta: “El aire ha llegado a un punto en el que todos podemos respirar juntos”.
(*) Abogada. Ensayista. Autora del libro Ser mujer en política