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Segunda ola y responsabilidad social

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Por Luis Carranza Torres* y Carlos Krauth**, exclusivo para Comercio y Justicia

La segunda ola de infecciones por covid-19 en nuestro país ya se ha iniciado conforme opinión de expertos y hasta el “pulso de la calle”. Ocurre antes de que comience la temporada de gripe, que ya de por sí colapsa el sistema de salud. Para empeorar tal cuadro de situación, hay una generalización de lo que podríamos denominar «fatiga por covid».

El modelo epidemiológico de olas, según los expertos, es el que mejor se ajusta a la evolución de la propagación del virus en el mundo y en el país. Eso implica que mientras el virus no se vaya o no se vacune de modo amplísimo, seguirá habiendo rebrotes cíclicos, con picos en que la gente se contagia más y se incrementa la inmunidad, pero también con un agregado diario de nuevas muertes. Cada ola es distinta a la anterior. En la actual situación, la difusión amplia del virus hace que se vuelva más difícil localizar en los epicentros en las grandes urbes y -dentro de éstas- en grupos específicos. Tal como se puede hallar en cualquier lado, en cualquier lugar se tiene la posibilidad de contagiarse.

Para peor partimos de una meseta alta: pasamos a una segunda ola sin haber caído realmente de la primera. 

Aplicar las vacunas a un elevadísimo porcentaje de la población cercana a la totalidad, y nunca inferior a más allá de los dos tercios, es sólo la mitad del manejo de la crisis. Aun cuando para nosotros esa meta se halla lejos, con alrededor de dos por ciento de la población vacunada, todavía están por verse los efectos de tales vacunas, así como su duración. 

Por ello, como hemos escrito en varias ocasiones, lo principal es la responsabilidad social, la cual no está en sus niveles más altos ni mucho menos. La gente está reticente a seguir las normas de prevención de modo sostenido, y los malos ejemplos de personas que deberían ser de referencia, no ayuda. Las situaciones no deseables son muchas y de orígenes diversos: molestias con los barbijos, negacionistas de virus y gente que ya está harta de vivir una vida con distanciamiento. 

Se trata de una conducta que es normal, esperable en este tipo de procesos de larga duración, pero altamente inconveniente en el momento sanitario en que nos hallamos. 

En este punto, las campañas de concientización son fundamentales. También, que las medidas de restricción que se adopten lo sean teniendo mayor consideración por los factores sociales, psicológicos y emocionales al decidir sobre encierros, cierres u otras restricciones. Pues en cada una de ellas existe también un costo para la salud mental que también debe entrar en los cálculos.

El gran problema de esto es la falta de credibilidad que tienen nuestras autoridades para exigir el cumplimiento de ciertas reglas que permitan protegernos del virus. Los dobles mensajes y las contradicciones se han expandido de manera tan nociva que es muy difícil que se pueda imponer alguna medida colectiva restrictiva. Sólo parece quedar apelar a que cada uno de nosotros entendamos la importancia de cuidarnos y cuidar al que está cerca de nosotros. 

Sin embargo, impetrar ese comportamiento individual también parece ser un inconveniente, ya que a partir de una profunda política de colectivización de las decisiones, en nuestra sociedad se ha debilitado la idea de individualidad y, consecuentemente, de que la responsabilidad social se construye a partir del comportamiento de cada uno de nosotros. El “aquí lo hacemos todos o, si no, no lo hago yo” parece que ha triunfado, con el enorme grado de incumplimiento que se desprende de tal postura. 

Entender que es responsabilidad de cada uno de nosotros el enfrentar al virus es fundamental. Sólo así se podrán lograr las únicas medidas que valen en esta situación de pandemia extendida: aquellas que pueden ser sostenidas, respetadas, y aceptables por ser razonables a la situación y por estar predicadas desde el ejemplo por quienes las imponen.

(*) Abogado. Doctor en ciencias jurídicas (**) Abogado. Doctor en derecho y ciencias sociales

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