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Reliquias y milagrerías en el seno de la iglesia Católica

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A mediados de los años 60, Italia se conmovió por una noticia impensada. En el remoto pueblo de Castiglione della Pescaia, ubicado a tiro de piedra de la ciudad de Grosseto, se descubrió en forma accidental que una campesina guardaba bajo la cama el cadáver de un chico de diez años. Lo había matado, literalmente, de hambre.

Rara vez las leyendas pueblerinas y el expediente judicial coinciden. Ésta es una de esas ocasiones. El cuerpo estaba parcialmente momificado y la mujer, en su extravío, había comenzado a recubrirlo con láminas de oro.

Acabada su lúgubre tarea, la filicida pensaba donarlo al papa Paulo VI para que lo incorporara a la enorme colección de reliquias que posee el Vaticano y el resto de la iglesia Católica. 

La buena señora estaba convencida de que había realizado un profundo acto de fe, ya que el muerto se trataba del nuevo Mesías y ella había sido elegida para así expiar los pecados del mundo. 

Antes de que la policía y los médicos forenses se llevaran a la mujer y el cadáver, los habitantes -siguiendo un antiguo ritual de origen medieval- cazaron una lechuza y la crucificaron en la puerta de la cabaña para encerrar las potencias mágicas de una bruja en su casa. Ello según lo prescripto en los manuales de brujería medieval y en el Malleus Maleficarum escrito en 1486, en cumplimiento de la bula de Inocencio VIII, Summis desiderantes affectibus, de 1484.

La mujer que había perdido la razón y sus vecinos eran campesinos supersticiosos, aupados por un párroco a quien, parafraseando al entrañable filósofo cordobés Pedro Marchetta, “le faltaban algunos caramelos en el frasco”, razón por la cual el párroco ocupó la tercera ambulancia de aquella triste y doliente caravana. 

El episodio de Castiglione della Pescaia ronda mi memoria desde hace años. Me fue referido en la redacción del diario El País, de Montevideo. Muchos dirán que ése fue el precio que abrió un espacio de reflexión en el cual la brujería y lo mágico no resulta incompatible con el canon de la fe católica, apostólica y romana.

Para muchos, ése fue el precio que el cristianismo primitivo pagó al transformarse en la religión oficial del Imperio Romano. 

Tanta era esa superstición que cultivó la jerarquía romana que numerosos papas advirtieron a los sacerdotes con destino pastoral en Haití o el África profunda de que si un brujo se apoderaba de un cabello humano, podía hacer de su propietario lo que se le
“antojase”.

Esa misma devoción, plena de ingenuidad e irracionalidad, es la que los creyentes rinden a reales o supuestas reliquias de santos y vírgenes; es decir, el que tiene algo que pedir puede hacerlo más grato a los ojos de los dioses si lo hace por intermedio de un santo o, en el mejor de los casos, tras haber tocado esos restos o los de un mártir, sin caer en la idolatría. 

Las peregrinaciones a las catacumbas romanas o a La Meca fueron precursoras del rentable turismo religioso que llenan los tesoros parroquiales.

Dicha actividad fue impulsada por la cabeza imperial cuando Helena, madre de Constantino, marchó a Oriente Próximo para saquear las antiguas civilizaciones y, con la fe de los conversos, incendiar, destruir templos y condenar al martirio a los creyentes de los antiguos dioses del panteón greco-romano. 

Helena será la primera gran traficante -¿ilegal?- de reliquias. Son tantos los robos cometidos que es imposible justipreciarlos. 

Como son complejos los cálculos de las reliquias de Cristo y sus apóstoles veneradas solamente en la península itálica, siendo, fuera del Vaticano, Venecia el lugar de mayor concentración, encabezada por el cuerpo de san Marcos, que los venecianos robaron en Alejandría.

Si nos atenemos al santoral católico, la nómina de santos supera  2.500 asientos. Si la cuenta incluye santas y vírgenes, son un poco más numerosas. 

Hernando de Magallanes, el 21 de octubre de 1520, bautizó un hito geográfico del fin del cono sur como el “Cabo de las Once Mil Vírgenes”.

Como suele ocurrir en tamaña multitud de nombres, algunos no reúnen los pergaminos que acrediten santidad. 

Los chismes de sacristía hablan de santos apócrifos. Como aquella que fue expulsada con extremo sigilo del nomenclador oficial cuando se descubrió que sus restos, encontrados en las catacumbas de los Medici, pertenecían a un mastín napolitano.

En este tráfico de santidades, influencias y poderes de un culto a otro en los comienzos de la cristiandad, se produjo un hecho extraordinario. La transformación de Venus en Santa Venerina, patrona de una pequeña localidad de Catania, y la de San Dionisio, que tuvo un destino más rumboso habida cuenta de que la leyenda le hizo obispo y patrono de París.

Un entrañable amigo y párroco cordobés, de un humor proverbial, solía llenar de alegría los patios y galerías de su parroquia al contar cómo se tejían y destejían los expedientes que llevaban a las puertas de la santidad a un feligrés piadoso. Estallaba en risotadas cuando develaba la multiplicación exponencial de reliquias que dicen guardar los templos católicos italianos. 

En cada viaje a Roma para cumplir sus obligaciones canónicas, aprovechaba para visitar iglesias y conventos que figuraban en los catálogos religiosos como poseedores de reliquias de hombres y mujeres justas.

Las anotaciones en sus libretas eran desopilantes. En ellas asegura que la mayoría de los santos que ocupan lugares prominentes en los altares existió en la vida real. Pero que hay un prodigioso número de ellos que dejó su corazón, cabeza, fémur, cabellos, vértebras, rótulas, dedos y hasta dos cordones umbilicales dispersos por las iglesias italianas. 

Entre risas, nuestro amigo -cuyo nombre reservamos- avisaba a los futuros viajeros que las reliquias italianas se han multiplicado tanto que compiten con el milagro de la multiplicación de los panes y los peces. 

Por ello, acostumbrado a crear climas especiales a la hora de los sermones, nos tuvo toda una tarde en tensión hasta que develó uno de los secretos mejor guardados de la iglesia italiana: los nueve senos de Santa Eulalia dispersos entre el sur de Italia, Sicilia y España. 

Como corresponde a todo agrupamiento gremial, en el culto católico rige un escalafón. Allí revistan en orden decreciente de importancia todos los afiliados, con sus virtudes teológicas. Quizás, a imitación de la vida profana, se hayan deslizado algunas trapisondas. Es que cuando el santo es más importante, muchas más reliquias andan por ahí dispersas.

Siguiendo los apuntes de nuestro párroco preferido, que en mucho se le parecía a Don Camilo, colegimos que de San Juan Bautista se conservan no menos de dos cabezas (una en Damasco y otra en Amiens), un trozo grande de su cráneo en un cáliz de oro, oriundo de Siria, que se guarda en un sagrario de la Basílica de San Marcos, en Venecia, y un fragmento más pequeño bajo el altar de la iglesia de San Silvestre, en Roma. 

Los folletos turísticos anuncian que tres de los dedos de San Juan están en el museo de la catedral de Florencia. Pero nada dicen que uno de ellos, al parecer, es dudoso. Lo deducimos por el esmero que pone el curador al explicar que no recomienda a los fieles que lo incluyan en sus plegarias”.

Otro dedo reside en la catedral de Padua y un pulgar -en excelente estado de conservación- recibe la veneración de los fieles en Santo Domingo de Siena. Diez más están dispersos por diversas iglesias de Lombardía, Toscana y Umbría. Otros dieciocho pueblan el sur de Italia y una mano completa se guarda en la capilla de Santa Marcusia, en Venecia.

Nos queda un dilema final: ¿qué hacer con el brazo derecho completo de San Juan, declarado auténtico por el papa Pío II?

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