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Reflexiones sobre la pena de muerte, a 40 años del fin de la guillotina

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 Por Luis Carranza Torres* y Carlos Krauth **

Hace pocos días se cumplió el 40º aniversario de la última ejecución de un condenado mediante el uso de la guillotina, en Francia. Sí, pese a que nos parece algo del pasado lejano, sólo fue en 1977 que se dejó de utilizar tan macabro instrumento.
A pesar de lo terrible que nos parece, la guillotina fue creada para ajusticiar más humanamente a los condenados a la pena capital. Como pasa con otras formas que luego terminan causándonos rechazo, la guillotina fue ideada por el miembro de la Asamblea Nacional, Joseph Ignace Guillotin, con la intención de evitar sufrimientos innecesarios a los penados, fundamentalmente los enemigos de la Revolución Francesa.
También tuvo, en su tiempo, una idea de “igualdad social” frente a la pena capital. Antes de eso, los nobles eran ajusticiados de una forma y el “pueblo llano” de otra. Su aprobación por la Asamblea Francesa respondía a la idea de que no hubiera diferencias entre clases sociales al ser ejecutados. Justamente su aprobación se produjo en el marco de enérgicos debates respecto a la pena de muerte, ya que, conforme a los ideales de la Ilustración, muchos juristas y filósofos denunciaron el uso de la tortura, las penas crueles e inhumanas y los privilegios de la aristocracia; y la abolición de la pena de muerte. Vale como ejemplo el Tratado sobre la Tolerancia, de Voltaire (1763), y la obra de Cesare Beccaria, De los delitos y las penas (1764).
Así, la guillotina apareció para hacer efectivo el principio esgrimido por Guillotin, que ahora parece natural pero que era revolucionario para la época, por el cual «Los delitos del mismo género se castigarán con el mismo género de pena, sean cuales sean el rango o condición del culpable».

La guillotina tuvo su apogeo precisamente en los años siguientes a la Revolución Francesa, cuando el total de condenas de muerte y de ejecutados por ese medio fue de 16.594 personas. Ese período es conocido como el del Terror legal, en el que se utilizó como medio para controlar y centralizar la violencia política. Luego de este lapso, no cayó en desuso sino que dejó de ser usada como herramienta de sanción política para ser utilizada en criminales comunes.
Esto hasta el 10 de septiembre de 1977, cuando Hamida Djandoubi, un tunecino que explotaba sexualmente a mujeres, fue ejecutado. Dentro de las razones usadas para ello se recurrió a lo expuesto por los  psiquiatras que lo analizaron, quienes dijeron que Hamida “poseía una inteligencia superior” pero que representaba un peligro colosal para la sociedad. Mientras que el fiscal del caso se refirió al criminal como un “alma demoníaca”.
Djandoubi fue condenado por matar a su pareja, Elisabeth Bousquet, una joven de 21 años, quien lo había denunciado por intentar forzarla a prostituirse. Luego de lo cual, habiendo salido de la cárcel, volvió en busca de Bousquet, a quien secuestró, torturó por días y mató. Por ello su condena a muerte poco antes de cumplir 27 años. El marroquí integró una terna con dos asesinos de chicos, Christian Ranucci y Jerome Carrein, y luego de que el presidente francés Valéry Giscard D’Estaing rechazó el pedido de perdón, en la ruleta de los turnos le tocó el último lugar y así pasar tristemente a la historia como el último ejecutado en la guillotina.
Cuatro años después de la ejecución, bajo el gobierno de François Mitterand, se firmó la ley que prohibiría definitivamente la pena de muerte, lo quedó reflejado en la Constitución, en 2007.
Cíclicamente se vuelve sobre el debate de la pena de muerte en nuestra sociedad. Al revés que en Estados Unidos, donde tiene niveles altos de aceptación popular, nuestra realidad es la opuesta. Y en tal sentido, nos quedamos con lo que dijo a uno de los autores, un profesor de derecho de Estados Unidos: “El tema de la aplicación de la pena de muerte no es si hay personas que, por los delitos aberrantes que cometen, la merezcan. La respuesta es sí. Y es cierto, lamentable pero cierto, que el mundo está mejor sin ciertas personas deleznables.
Pero la verdadera cuestión no es ésa sino si podemos como sociedad convertir el Estado en un ejecutor que tome la vida de personas, aun las más abyectas. No es el condenado el que me preocupa sino que sancionemos leyes para que un guardiacárcel mate a una persona. O que se organice toda una burocracia para matar personas desde el Estado”.
No es que no lo merezcan. Son las barreras morales, éticas y de humanidad que traspasamos al pagar con la misma moneda el daño que han causado. Comerse al caníbal nunca ha sido una buena opción para la salud espiritual de los pueblos.

*Abogado, doctor en Ciencias Jurídicas. ** Abogado, magíster en Derecho y Argumentación Jurídica 

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