Washington Riviere, partícipe de la fecunda bohemia del Café Japonés, describió así la presencia de Ramón Villafañe en aquellos años de la década del 40: “Inconfundible como su silueta en la distancia, su andar cansino, su sombrero ligeramente inclinado y su sonrisa franca en el encuentro (hizo un modo de vida de la amistad), su obra también desnuda la entrega creadora con que fue realizada, desde el primer contacto”.
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Sólo mencionar que sus envíos fueron aceptados en los salones nacionales de 1952 y 1954 exime de todo comentario en cuanto al contenido de sus telas, inequívocamente ligadas a la musa terrosa de las barrancas suburbanas.
Para ese tiempo, el hombre que no había conocido padres pero que hallaba motivos superlativos en el diario trajinar de las calles, declaraba a la publicación porteña PBT: “Para mí la vida verdadera no es la del estómago ni la del vestido sino la del espíritu (…) Lo que me hace falta todavía es pasar hambre, sentir los mordiscos de la miseria, aislarme, para así entregarme de lleno a mi verdadero destino”. Al poco rato de pronunciadas estas palabras, en presencia todavía del cronista de PBT, a punto ya de clausurarse el Salón Nacional, ingresó un hombre bajo, revisó todas las pinturas, eligió la de Ramón Villafañe. Pagó un alto precio y se la llevó a su Museo de la Boca. Era Quinquela Martín.
En 1952 Villafañe expuso en La Plata, Buenos Aires y Mar del Plata y recogió comentarios como éste: “Una exquisita alma de esteta vibra en los cuadros de Villafañe”.
Entre 1944 y 1963 produjo más de 500 obras, en un tiempo diariamente escaso, acotado por las obligaciones familiares, que siempre fueron múltiples, y el trabajo de lustrabotas que nunca abandonó como garantía elemental de un sustento. Su producción artística mereció más de una vez comentarios internacionales: IL Giornale d’Italia, El Ideal de Granada, Mundo Uruguayo, Zig Zag de Chile.
Pinacotecas de Estados Unidos, Chile, España y Uruguay poseen alguno de sus cuadros. En el país, museos como el Emilio Caraffa y el Genaro Pérez, de Córdoba; el Museo Nacional de Arte y el Museo de la Boca, en Buenos Aires, también guardan sus pinturas. Además hay óleos suyos en el Senado de la Nación, Cámara de Diputados de la Nación y Casa de Córdoba en Buenos Aires.
El Jockey Club de Córdoba reúne asimismo en su colección telas representativas de las creaciones de Villafañe. El Museo de Bellas Artes de la ciudad de Marcos Juárez se denomina “Ramón Villafañe”.
Captó Córdoba enrolado en una corriente expresionista moderna, tal vez a partir de sus experiencias primeras en barrio Pueyrredón: “Me agrada la tierra, la arena que se ve en todas partes. Yo me crié en esta zona, la conozco y la llevo muy dentro de mi ser”, dijo hacia 1965.
Con modestia pero con seguridad de criterio, respondió ante un interrogante y lo repetiría otras veces: “En nuestro país no hay una verdadera pintura nacional. No consiste en pintar la carreta o el gaucho. Tenemos elementos de sobra pero no los sabemos dirigir ni encauzar. Tenemos mucha diferencia con lo que ocurrió en México, Brasil y Perú, que sí tienen una pintura propia”.
Siempre recordó los generosos consejos de quienes luego serían sus colegas en el arte, aquellos alegres contertulios del Café Japonés, como así también las enseñanzas de sus maestros en la Academia de Bellas Artes. Reflexivo, concluyó cierta vez: “No se puede hacer modernismo sin una base sólida, pues el riesgo de perderse es inminente”.
El recordado diario “Córdoba”, el vespertino de José Agusti de la avenida General Paz, realizó este balance referido tanto a la personalidad como a los valores artísticos del pintor junto a la noticia de su muerte: “Lo rescatado por Villafañe en sus telas representa un momento especial de Córdoba, el preciso momento del paso de la ciudad aldea al de la ciudad industrial. Córdoba le debe a este pintor la tarea silenciosa de haberla captado en sus colores, de haberla transfigurado en sus paletas, con amor pero sin misericordia”.
Ramón Ernesto Villafañe cerró sus ojos a la visión de las barrancas el 16 de agosto de 1969, cuando socialmente aún humeaban los restos del Cordobazo. Tenía solamente 58 años y los vecinos del viejo y terroso Alto General Paz, en la casa de la calle Rincón 1806, recinto a la vez de una forja humilde de afectos e ilusiones y espacio singular de un arte concluyente de inspiración callejera, sumados a una afligida colonia artística que le rendía tributo de admiración, lo lloraron en sentida despedida a un genuino carácter humano.
Sus obras, exuberantes de barrancas, alfombradas de arenas y refugios de precarias austeridades sociales, testimoniaban la perdurabilidad de una vocación. La capilla ardiente se alzaba en medio de ellas y en un rincón mudo y oculto estaba el cajón de lustrar, su condiscípulo en los derroteros del arte. Su alter ego. La fuente del sostén cotidiano de la inmensa mayoría de sus días.
– “Pinte, Villafañe, siga pintando”, le dijo un día José León Pagano, el eminente crítico e historiador del arte de los argentinos cuando en 1946 lo visitó en el Café Japonés y el lustrabotas lo recibió azorado, enfundado en su guardapolvo gris.
“Pinta, pinta / Pinta, Ramón / Lustra, lustra / Con tu cajón / Cajón del que fluyen colores / Colores que tiñen barrancas / Barrancas que son memoria / Memorias que hacen historia / lustra, lustra / Con tu cajón / Pinta, pinta / Pinta, Ramón”.
(*) Abogado-notario. Historiador urbano-costumbrista. Premio Jerónimo Luis de Cabrera.