sábado 23, noviembre 2024
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Comercio y Justicia 85 años

¿Qué se pide cuando se reclama una justicia ágil?

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 Por Carlos Palacio Laje (*)

“Los argentinos necesitamos una Justicia ágil en la que todos podamos confiar”. Así lo afirmó el presidente Mauricio Macri a comienzo de este mes en la presentación de los resultados de “Justicia 2020” en el Centro Cultural Kirchner, en la ciudad de Buenos Aires.
El adjetivo “ágil” se define como “expeditivo, capaz de moverse con soltura y rapidez”. En otras palabras, el Presidente de la Nación ha reconocido que nuestra justicia no se mueve ni con soltura ni con rapidez, lo cual no es secreto para nadie. Y Córdoba no está excluida.
En las calles existe desde hace tiempo un reclamo similar. Un grito que ha surgido de diversas gargantas y rostros. Grito de víctimas y de victimarios. Grito de actores y demandados. Grito que pide y vuelve a pedir “Justicia, Justicia…”.
En mi opinión, el pedido del Presidente y los gritos de la gente en las calles demandan lo mismo: rapidez en los procesos y en el pronunciamiento de dictámenes y/o de resoluciones finales en lo que le competa a cada juzgado, tribunal (inferior o superior) o fiscalía, así como a los respectivos órganos y cuerpos judiciales colaboradores.

Pasados mis 30 años de profesión tengo claro que el permanente reclamo de justicia desde todos los sectores sociales tiene que ver en esencia común con el adjetivo “ágil” (capaz de moverse con soltura y rapidez). Al Poder Judicial se le implora que sea más expeditivo y dinámico, más eficaz y veloz, más diligente y activo. Y es que la pesadez y parsimonia con la que se moviliza, en general, resulta ya insoportable al alma del ciudadano.
Y esto tiene un vínculo íntimo con la “confianza”, sustento elemental de ese Poder del Estado, y genera derivaciones e implicancias nefastas que van desde la falta de inversiones a la justicia por mano propia en sus distintas variantes. Desde el sentimiento de desprotección de la gente hasta acostumbrarse a la renuncia a hacer valer los derechos (algunos elementales) para no tener que transitar por la angustia de la largas esperas y las reiteradas idas y vueltas que exigen los pasillos tribunalicios.
Es probable que, acudiendo a algunas excepciones (que las hay) se intente mostrar otro paisaje. Pero, tal como mi abuela me decía: “Una golondrina no hace un verano”.
Por otro lado, no hay dudas de que escucharé una amplia gama de excusas de forma. Por ejemplo, que ese requerimiento fiscal o que aquella resolución se dictó dentro del plazo previsto por la ley. Sí, pero ¿por qué el último día del plazo respectivo?

Sé que escucharé que no se pudo avanzar porque “entramos de turno”, como si el proceso se pausara por este motivo. Y nadie me podrá explicar por qué aquel debate oral o audiencia de vista de causa no se celebró a las 8 de la mañana, permitiendo que aquél otro comenzara a las 13, más aun si son abreviados. O por qué el cuarto intermedio fue de dos días y no de dos horas. O por qué esa señora tuvo que esperar nueve horas para que se le receptara la denuncia, o aquel señor se volvió a su casa después de que un agente le hizo saber que mejor volviera al otro día porque eso “no parece un delito”. O, más aún, se me dirá que la ley tiene vías para acusar retardos.
Es cierto que, en general, el análisis pormenorizado de las constancias de un expediente requiere de tiempo generoso para su estudio. Que los asuntos son innumerables. Que el debido proceso tiene pasos impostergables que relacionan el derecho de defensa de rango constitucional. Que incluso la prueba necesita ser apreciada con suma prudencia y detenimiento para valorarla con la mayor consideración posible. Y que la fundamentación de un fallo, el dictamen o un alegato fiscal representa una actividad que demanda un atento discernimiento.

Pero la agilidad que se reclama, al pedir celeridad y eficacia en la justicia, no desconoce esos extremos. Tampoco exige necesariamente una mayor infraestructura (salvo excepciones específicas) ni herramientas legales novedosas.
En todo caso, reclama al orden judicial de estos días que deje de lado su arraigada “zona de confort”. Y en este sentido estamos convencidos de que la agilidad será el corolario de un “cambio cultural de raíz” de los operadores judiciales, que abrace el compromiso más que el cumplimiento (cumplo y miento). Ese cambio deberá poner un manto de honestidad para desmantelar el exacerbado ritualismo que ha burocratizado en extremo los procesos judiciales, sobre todo como modalidad de mantenerse en el ámbito actual de zona de confort, y de limitar la responsabilidad de atender la avalancha de conflictos en tiempo razonable.
Una cultura que, lejos de desalentar los conflictos, los fomenta. En efecto, una gran proporción de esos conflictos (en todos los fueros) se disolvería antes de ser tales, o a lo sumo antes de judicializarse, de poder tener mediana certeza de antemano sobre el criterio judicial a aplicarse. Pero sobre todo con relación a la inmediatez de un pronunciamiento final y al proceso ágil por el que deberá transitar. Ello además fortalecería la letra de la ley y su función preventiva general.

Sin embargo, existe una enorme resistencia a ese cambio que requiere mucho más que modificaciones en la letra de la ley.
Y no hay duda de que un orden judicial expeditivo y capaz de moverse con soltura y rapidez puede ser sumamente comprometedor para los poderes del Estado y para los otros poderes.
Hoy el prestigio institucional está sustentado en dos pilares fundamentales: por un lado, la honestidad de sus integrantes; por el otro, el cumplimiento eficiente del trabajo asignado.
De nada sirve toda eficacia desprovista de honra tanto como que la conducta honrosa no basta, si no es acompañada de un desempeño eficaz. A esa lógica no escapa el servicio de Justicia. Es un principio que hace a la esencia del régimen republicano y ya lo dijo George Washington en los albores de la democracia estadounidense, que la prestación eficaz del servicio de Justicia es el pilar fundamental del buen gobierno.
Que el Poder Judicial sea independiente y eficiente no es una bonanza ni una gracia, sino una exigencia liminar para el funcionamiento de una república.

 

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