Por Rajan Menon * para The New York Times
Se cumplió el segundo aniversario de la invasión rusa a Ucrania y se ha convertido en un lugar común decir que el tiempo juega a favor del presidente Vladimir Putin. Con una Ucrania escasa de armamento y municiones, la ayuda militar estadounidense en duda y una Rusia decidida a seguir combatiendo, la victoria ucraniana parece hoy inalcanzable. Algunos expertos influyentes van más allá e insisten en que Kiev solo sufrirá más muerte y destrucción si persiste, y que debería intentar llegar a un acuerdo político con Moscú, aunque eso requiera sacrificar territorio.
Aun con todo, la guerra de Putin ha sido un fracaso. Como Carl von Clausewitz enfatizó de manera célebre: el objetivo último de la guerra no es matar personas y destruir cosas, sino que es un medio para lograr fines políticos concretos. Quienes empiezan guerras esperan estar en una mejor posición estratégica una vez que ha cesado el fuego. Sin embargo, aunque la guerra acabara y Rusia conservase todo el territorio ucraniano que hoy está en su poder -una posibilidad que a los ucranianos les resultaría más que indigerible-, Moscú estaría en una peor posición. Pase lo que pase, Ucrania seguirá su propio camino. Para Putin, más preocupado por Ucrania que por cualquier otro país surgido de los escombros de la Unión Soviética, eso equivale por sí solo a una derrota.
Si la finalidad fundamental de la guerra de Putin era mantener a Ucrania dentro de la órbita política, cultural y económica de Rusia, ha conseguido el efecto contrario. Los dirigentes y ciudadanos de Ucrania, sobre todo los de las generaciones jóvenes, han decidido que su futuro está con Occidente, no con Rusia. El predominio de esta mentalidad se hizo cada vez más patente en el transcurso de mis cuatro viajes a Ucrania desde la invasión, y nadie que visite Ucrania dejará de sorprenderse por sus numerosas manifestaciones cotidianas. Dondequiera que se vaya, los ucranianos hablan lenguas occidentales, sobre todo inglés, y parece que son cada vez más quienes lo hacen.
Se tiende a retratar Ucrania como una incómoda amalgama de dos comunidades nacionales: la situada en las regiones occidentales del país, definida por la etnia y la lengua ucranianas, y la otra en el este y el sur, rusófonos. Si esto se correspondió alguna vez del todo con la realidad, ya no es así. Por poner un ejemplo, cualquiera que visite los frentes del este y el sur de Ucrania se encontrará con soldados que hablan entre sí en ruso y puede que ni siquiera sepan ucraniano. Sin embargo, ellos mismos se consideran ciudadanos de Ucrania comprometidos con impedir que Rusia someta a su patria, causa por la que están dispuestos a morir.
La invasión total rusa de 2022 ha contribuido a ese sentir más que ningún otro acontecimiento. El nacionalismo ucraniano actual, que trasciende la región y la lengua, refleja la profunda determinación de forjar una identidad definida por la separación de Rusia, incluso por la antipatía hacia ella. De hecho, Putin podría pasar a la historia, aunque involuntariamente, como uno de sus principales catalizadores. Dada su convicción de que los rusos y los ucranianos son en realidad un solo pueblo, es un desenlace bastante irónico.
Su guerra ha sido contraproducente no solo en Ucrania, sino también en Europa. La Unión Europea (UE), sobresaltada por la invasión, conjuró un espíritu común en su apoyo a Ucrania. El bloque, antes un tanto dividido en su enfoque sobre Rusia, ha actuado de manera casi unánime -con la única excepción del primer ministro de Hungría, Viktor Orbán- para oponerse al acto de agresión de Putin.
Algo que también es muy importante es que el proceso de adhesión de Ucrania a la UE, a lo que Moscú lleva años oponiéndose enérgicamente, está ya encarrilado, aunque no será inmediato. Hay señales de progreso: junto con Moldavia, Ucrania inició oficialmente las negociaciones para adherirse al bloque a finales del año pasado.
Después está la OTAN. La invasión rusa fue un innegable intento de impedir la intrusión del Este de la alianza, algo que Putin lleva mucho tiempo considerando una amenaza. Pero resultó que el ataque ruso a Ucrania llevó a dos países más, Finlandia y Suecia, a solicitar su ingreso a la organización. Ninguno de los dos había mostrado la menor inclinación a adherirse antes de la invasión, y ambos cuentan con ejércitos de primer orden. Con su incorporación, Rusia se verá aún más cercada, sobre todo en el mar Báltico y en los 1300 kilómetros de frontera terrestre que comparte con Finlandia.
Además, el ataque de Rusia hizo que los países de la OTAN, salvo Estados Unidos, se replantearan su aversión a aumentar el gasto militar. Según las estimaciones de la OTAN, el gasto militar conjunto de Canadá y los miembros europeos de la alianza creció hasta un 8,3 por ciento de 2022 a 2023, comparado con el 2 por ciento de 2021 a 2022. Este año, 18 Estados miembros cumplirán el objetivo de destinar el 2 por ciento de su producto interno bruto a sus ejércitos, por lo que su gasto se multiplicará por seis en una década.
Los ánimos han cambiado incluso en Alemania, país históricamente sensible a los intereses de Rusia en materia de seguridad y defensora de las relaciones con Moscú. Su ministro de Defensa advierte ahora de que Rusia se ha convertido en una grave y creciente amenaza.
Ucrania, por supuesto, está deseando unirse a la alianza, lo cual sería un escenario de pesadilla para el Kremlin. Pero aunque ese deseo siguiera sin hacerse realidad -como parece probable, al menos en el corto plazo-, Ucrania seguirá recurriendo a los países de la OTAN para que ayuden a instruir a sus soldados, equipar a sus fuerzas armadas y desarrollar industrias de defensa modernas mediante la firma de acuerdos de transferencia de tecnología y producción conjunta.
Aunque Ucrania no entrase en la OTAN, no llegará a ser un país no alineado, dados sus importantes y crecientes lazos con Occidente.
Tal vez los pesimistas tengan razón: si se interrumpiera la ayuda militar estadounidense, a Ucrania le resultaría mucho más difícil, o quizá imposible, recuperar más parte de su territorio e incluso podría perder más.
Pero ni siquiera una Ucrania más pequeña perderá su importancia estratégica. Cuando se independizó en 1991, era el primer país de Europa -aparte de Rusia- por tamaño y el quinto por población. Incluso una Ucrania truncada sería uno de los países más grandes de Europa, a cuyo peso contribuye un ejército de unos 500.000 soldados con experiencia de combate, que ya es mucho mayor que el de cualquier país europeo de la OTAN y que no hará sino reforzarse y modernizarse.
Para Putin, Ucrania es un botín inigualable, uno al que Rusia tiene derecho, pero con la guerra que empezó para poseerlo ha conseguido que jamás sea suyo.
(*) Director del programa de estrategia en Defense Priorities, un centro de pensamiento sobre política exterior estadounidense. Autor, entre otros libros, de Conflict in Ukraine: The Unwinding of the Post-Cold War Order.