Por Beatrice Rangel *
Las siniestras imágenes que a diario desfilan ante nuestras pantallas nos traen noticias sobre el poder destructor de la barbarie y las dificultades que tiene una nación realmente democrática para sobrevivir y asegurar el bienestar de sus habitantes cuando está rodeada de autoritarismo medieval.
En Israel hoy se juega la batalla más importante que haya confrontado la civilización occidental, porque de su desenlace depende que el mundo continúe creando puentes hacia el progreso o que sucumba en las catacumbas del fanatismo religioso mezclado con el materialismo marxista, en una letal combinación que ha hecho de los seres humanos misiles de guerra y fuentes de extorsión.
Mucho se ha dicho y escrito sobre la responsabilidad de Israel en este desenlace por haber ocupado un territorio que supuestamente fue del pueblo Palestino. La trágica verdad histórica es que diversas potencias e imperios utilizaron a los palestinos para alcanzar sus objetivos de dominación de una zona que desde los tiempos de Adán es vista como clave para controlar al mundo. De manera que esta ha sido la única ocupación civilizadora en el sentido que ha creado un estado en el que todos los ciudadanos pueden decidir su propio destino y progresar económicamente.
Basta ir a Israel para observar los ríos de trabajadores provenientes de naciones vecinas que diariamente ingresan, porque encuentran trabajo y estabilidad para mantener sus hogares y así crear para sus familias un destino mejor.
Lo actuado por Israel en el Medio Oriente debería servir de patrón para sacar no solo a los palestinos, sino también los yemeníes, los egipcios, los sirios, los libaneses y los jordanos de la abyecta pobreza a que los tienen sometidos sus gobernantes y élites empresariales y políticas. Porque lo que ha ocurrido en Israel es un milagro. El milagro de la creatividad humana cuando se la deja actuar sin cortapisas intelectuales, culturales, educativas o religiosas.
Cada israelí es dueño de su propio destino y ese es su más grande tesoro. Como bien observara Adam Smith, cuando los seres humanos son libres para decidir qué trabajo tomar, qué educación obtener y cómo usar sus talentos se crea un círculo virtuoso de carácter comunitario de donde la búsqueda de la felicidad personal crea el bien común. Esto no existe en ninguno de los países vecinos, donde la población está subyugada por mitos religiosos que guardan más relación con el medievo que con el siglo de la inteligencia artificial, y por ideas políticas equivocadas que han llevado a la mayoría de esos y otros pueblos a la más abyecta pobreza y a la más terrible ignorancia. Porque solo así una minoría de resentidos puede manipular el alma popular y llevarla a cometer los desafueros que estamos viendo perpetrar contra Israel.
Otro aspecto de la realidad israelita que contrasta con el mundo entero, incluidos los países de Europa y los Estados Unidos, es la vibrante fortaleza de su sociedad civil que ha confrontado el dolor de sentirse asediada por la hostilidad de un vecindario que la agrede para evadir su propia realidad, que no es otra que la del fracaso económico y la ausencia de libertad. En la mayoría de los países del mundo hoy impera el miedo al poderoso, al estado, a las burocracias. En Israel eso no existe. La sociedad civil israelita vive pensando en el progreso y la necesidad de defender su tierra y su comunidad como defiende y protege a su familia. Es una sociedad civil que le habla duro al poder. Y este es el mejor de los materiales para soportar los esquemas democráticos y promover la innovación en la economía.
Por todas estas razones, Israel importa, y mucho, si queremos preservar nuestra civilización enriqueciéndola con aquellos elementos de otras culturas que le den mayor diversidad y arraigo popular pero sin herir la libertad individual, como lo ha hecho Israel.
(*) Politóloga y economista venezolana. Directiva del Interamerican Institute for Democracy (IID).