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Patentes de corso

Lettre de marque o carta de corso francesa.
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Su vigencia en el tiempo determinó no pocos acontecimientos

Hay institutos que no rigen en nuestros días pero que han dejado su huella, no poca, en la historia. Uno de ellos es el relativo a la actividad de corso.

Etimológicamente, corso deriva del latín “cursus”, que significa “carrera”. Sobarzo, en su obra Régimen jurídico de alta mar, lo define como ‘‘la actividad bélica que un armador particular realiza contra los buques enemigos de su Estado y con un fin lucrativo, autorizado para ello por su propio gobierno mediante una patente de corso’’. A su vez, Michel Mollat du Jourdin expresa en su trabajo Europa y el mar que el corsario era ‘‘todo aquel que se armaba en el mar con la autorización del príncipe, contra los enemigos de este último, y dejaba a la autoridad del almirantazgo la facultad de legitimar o invalidar sus presas’’. 

En tal sentido, conforme el Diccionario de la Lengua Española, ‘‘patente de corso’’ resulta la ‘‘cédula o despacho con que el gobierno de un Estado autoriza a un sujeto para hacer el corso contra los enemigos de la nación’’.

Rafael Altamira y Crevea, en su Diccionario castellano de palabras jurídicas y técnicas tomadas de la legislación indiana, escribe respecto al término ‘‘patente’’ que el ‘‘[…] sentido jurídico de esta palabra, en cuanto designa una especie de orden o licencia emanada de autoridad legítima, está asegurado claramente por acepciones que se encuentran en el Diccionario actual y otros’’.

Tanto la Enciclopedia Jurídica Española como la Enciclopedia Jurídica Omeba inscriben el documento dentro de las autorizaciones estatales. Azcárraga y de Bustamante, en su obra El corso marítimo, después de entenderla como una “autorización oficial”, expresa que ella  “contiene instrucciones que deben ser seguidas rigurosamente por el corsario”. 

Patente de corso española.

Es por ello que, en cuanto a su naturaleza y en palabras jurídicas del presente, podemos enmarcarla como un acto administrativo unilateral, discrecional de la autoridad que implica respecto de su objeto un acto de suplencia de las funciones del Estado, que faculta al particular para el ejercicio del corso, actividad de represalia pública estatal llevado a cabo por privados autorizados respecto de las propiedades del enemigo. A tal fin, se los faculta para el uso de la fuerza pública en su grado más extremo, la fuerza armada, en nombre del Estado del caso y con aprovechamiento de lo que se capture conforme a derecho, resultado del cual la autoridad otorgante se lleva una parte determinada en la patente. 

Siguiendo a Fernando Garrido Falla y su Tratado de derecho administrativo, con aportes de Zanobini y Giannini, entendemos que dicha suplencia de actividad del Estado no podría conceptualizarse como un “servicio público” porque la defensa no es tal sino una ‘‘función pública’’, es decir el ejercicio de una potestad pública como una esfera de la soberanía del Estado y no una simple actividad material, técnica o similar que pueden llevar a cabo los particulares para ayudar a la consecución de un fin público.

El otorgamiento de dicha patente implica, asimismo, en virtud de la facultad de uso de la fuerza armada, la equiparación del corsario y sus dependientes a calidades semejantes a las que tienen los miembros de las fuerzas militares del Estado, respecto de la observancia de las leyes de guerra y de su consideración en caso de captura por el enemigo. 

Tal calidad de actuación pública y el sometimiento a un marco jurídico es lo que separa la actividad corsaria de la simple piratería, ocupación ilícita por su misma naturaleza. 

Respecto del corsario, siguiendo el Diccionario razonado de Joaquín Escriche, dicha autorización resulta un “privilegio”, es decir una gracia o prerrogativa dada por la autoridad a una persona, liberándola de alguna carga o gravamen o confiriéndole algún derecho de que no gozan otros. En el caso de las patentes de corso, era esto último lo que se daba: otorgar al titular de la patente el derecho de emplear la fuerza contra los navíos enemigos y apropiarse de los objetos enemigos que capturara, y a no ser tratados como pirata. Se trata además de un privilegio personal porque se otorga a persona determinada y se agota en ésta, sin poder ser extendido a otros o heredado; asimismo, es temporal pues se extingue en el plazo dispuesto en la patente o al concluir las hostilidades del caso. Debía, además, ser afianzado a satisfacción de la autoridad en resguardo de la observancia de las regulaciones a que debía atenderse en su actividad.

La concesión de tales patentes fue la forma histórica de llenar el vacío “operativo” producto de la estatización de la guerra en la Edad Moderna, en los Estados que no contaban con  fuerzas navales para llevarla a cabo; si bien su uso es anterior, pudiendo remontarlo a la Edad Media, pero no se trataba propiamente de patentes estatales propiamente dichas. 

De hecho, en varias partes del mundo, incluida nuestra Latinoamérica durante el siglo XIX, la actividad corsaria fue la que dio inicio al desarrollo naval y al ulterior establecimiento de las marinas de guerra estatales. 

Nuestro país no fue ajeno a ese proceso. Glorias navales de la talla de Guillermo Brown o Hipólito Bouchard tomaron parte de expediciones corsarias. Hechos de trascendencia nacional como la circunnavegación del globo, el primer reconocimiento de la independencia argentina o la toma de posesión de las islas Malvinas en nombre del Gobierno argentino, fueron asimismo el producto de acciones corsarias. 

Algo que veremos en particular, junto con el derecho de corso argentino, en una próxima entrega.

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