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¡Otra vez una mujer es la primera!

Por Alicia Migliore*
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 Por Alicia Migliore

Y  volvemos a celebrarlo aunque se trate de una noticia que no ha logrado demasiada repercusión. Probablemente la causa sea la naturalización de la exclusión o infrarrepresentación de las mujeres en los distintos espacios sociales. La noticia es particularmente contrastante si se hace un análisis histórico.
Nos referimos a la designación de Magdalena Aicega como primera mujer integrante del directorio del Ente Nacional de Alto Rendimiento Deportivo (ENARD), entidad no estatal y autárquica, de gestión público-privada creada en 2009 y co-dirigida por el Comité Olímpico Argentino y la Secretaría de Deportes de la Nación. Su base de financiamiento se encuentra en el 1% del abono de empresas de telefonía celular. Con esos fondos se atienden becas, cobertura médica, infraestructura, laboratorio y gastos de competencia de los deportistas de alto rendimiento. Fondo bastante interesante para promover el deporte…

La información con la que disponemos indica que hasta el momento de esta designación los ocho miembros son hombres. A ese espacio de programación y decisión accede la ex capitana de Las Leonas y medallista olímpica. Magdalena, jugadora de hockey sobre césped, obtuvo con su equipo medalla de plata en los Juegos Olímpicos de Sidney en el año 2000, medalla de bronce en los Juegos Olímpicos de Atenas en el año 2004 y nuevamente medalla de bronce en los Juegos de Pekín del año 2008.
Sabemos de ella que es una deportista de alto rendimiento, jugadora olímpica, integrante de seleccionado nacional, nutricionista y ¡MUJER!
Desconocemos si ella tiene noción exacta del techo de cristal que estalla con su designación en ese espacio deportivo. En la antigua Grecia, el deporte era una actividad reservada a los varones, aristócratas y físicamente perfectos. Cuando concibieron los juegos olímpicos en el año 776 a.C., los hombres griegos y libres competían por gloria. Las mujeres no sólo tenían prohibida la competencia sino que les estaba vedada toda participación, aun como espectadoras.

Toda prohibición ha sido vivida como una provocación por las mujeres rebeldes. Tal fue el caso de Calipatira, hija de un campeón olímpico; Diágoras, hermana de otro campeón; Dorieo y madre orgullosa de Pisírodo, cuyo seguro triunfo decidió presenciar. Como todas las que se atrevieron a violar las injustas prohibiciones, legales o sociales, Calipatira se disfrazó de hombre con ropa de los entrenadores. La euforia ante el triunfo del hijo le tendió una trampa, al engancharse su túnica y quedar expuesta, emocionada y desnuda. Las reglas olímpicas tenían previsto el castigo para aquellas mujeres: debían se despeñadas desde el monte Tipeo. Extraña y felizmente, la condena a muerte no fue ejecutada. Su parentesco directo con tantos campeones olímpicos destacados en la élite participante motivó un gesto magnánimo de los jueces, que le perdonaron la vida.
Pero la intervención de Calipatira motivó una reforma al reglamento olímpico: lejos de flexibilizar el ingreso, para evitar nuevas intromisiones femeninas, además de la sanción de pena de muerte para ellas se dispuso que los entrenadores debían concurrir, como los atletas, desnudos.

De aquellos juegos antiguos disputados cada cuatro años como exaltación de la paz y culto a la destreza y excelencia física, hasta que se apagó la llama olímpica del templo de Hera en 394 d.C., tomaron inspiración los mentores de los juegos olímpicos modernos tal como se realizan actualmente. Liderados por Pierre de Coubertain, imbuído del espíritu griego y respondiendo a las concepciones de la época, con el mismo entusiasmo que defendía la actividad deportiva de los varones, combatía la posibilidad de participación femenina. Se le atribuyen frases lapidarias tales como “las mujeres sólo tienen una labor en deporte: coronar a los campeones con guirnaldas”, adjudicándoles ese rol tan triste de objeto decorativo que todos conocemos; o una descalificación expresa como “el deporte femenino no es práctico ni interesante ni estético, además de incorrecto”.

Pero aquella ley no escrita de las compensaciones provocó la decidida actuación de Alice Milliat, cuyas profundas convicciones sobre los beneficios y derecho de práctica deportiva femenina la alentaron a presentar una petición para la admisión de mujeres en los Juegos Olímpicos de 1922. Su reclamo reconoce como fundamentación la exclusión absoluta de mujeres en los juegos de 1896 en Grecia, la ínfima participación de mujeres en los juegos de 1900 en Francia (según las fuentes oscilan entre 7 y 22 sobre un total de 1066 deportistas). En los juegos de San Luis de 1904 participaron 6 mujeres sobre un total de 651 atletas. En Londres, 1908 la participación de 36 mujeres sobre 2008 deportistas. En 1912, en Estocolmo, compitieron 2490 varones y sólo 57 mujeres. En 1916 correspondía que los juegos se realizaran en Berlín, pero la primera Gran Guerra obligó a suspenderlos. Correspondió en 1920 la organización de los juegos en Amberes, donde concurrieron 2561 varones y 65 mujeres (algunas fuentes señalan 29). El Barón de Coubertin lideró los Juegos de París en 1924 disponiendo que las 136 mujeres estuvieran alejadas de los 2956 varones participantes “para evitar posibles tentaciones”. Mientras este esquema mental de exclusión femenina campeaba entre los organizadores, la francesa Milliat organizaba los Juegos Olímpicos Mundiales para Mujeres desde 1922 a 1934, manteniendo la frecuencia con intervalos de cuatro años.

No podremos analizar en este artículo las múltiples dificultades que debieron enfrentar las mujeres de todas las latitudes. Nos limitaremos a señalar que en los juegos de Río de 2016 (120 años después de los primeros Juegos Olímpicos modernos) aún la participación femenina se estima en el 45% del total de atletas que participan. Variable que no se compadece con las últimas estadísticas que indican que la población masculina representa el 50,4% del total y la femenina el 49,6%, lo razonable sería la paridad. Este incremento, que tanto tiempo ha llevado a las mujeres en el mundo, no se ve reflejado en nuestro país, cuya representación femenina alcanzó su pico máximo en Pekín 2008 con un 42% sobre el total de atletas para decrecer al 30% en Londres 2012 y recuperar parcialmente en Río 2016 con un 34,4%.

Es interesante la opinión de Milliat en 1934: “Ya que no podemos votar, no podemos expresar públicamente nuestro sentir. Siempre le digo a mis chicas que el voto es una de las cosas por las que tendrán que luchar si Francia quiere mantener su lugar junto a las otras Naciones en el ámbito de los deportes femeniles”.
Si acordamos que el deporte alude a recreación, pasatiempo, placer, con objetivos que tienden a la expresión o mejora de la condición física y psíquica y las relaciones sociales; beneficios a los que podemos agregar el fortalecimiento de la autoestima, la tolerancia a la frustración, el control de la ira y la violencia, el empeño y la búsqueda de excelencia, el compañerismo, la solidaridad… ¿cuál sería la razón válida para excluir de todo esto a las mujeres?

ONU Mujeres sostiene que el 50% de las niñas dejan de practicar deportes al llegar a la pubertad, por miedos vinculados a su desarrollo físico o por la creencia de que los deportes “son cosa de hombres”. Agregamos que las niñas no lo creen porque sí: en ámbitos más conservadores se las atemoriza con posibles consecuencias que no terminan de entender, como que “el hockey impide la lactancia”, “los movimientos bruscos pueden hacer que se rompa una telita de adentro”. Si con eso no lo entienden, cuando se atreven no falta quien tilde a la niña de “machona” y así se aborta todo intento de disfrutar la práctica deportiva…
Menuda tarea aparece como desafío para Magdalena Aicega. Depositamos en ella nuestra esperanza y nuestra confianza. Ofreciendo, como siempre, señalar la visión de género indispensable para todo desarrollo humano.
(*) Abogada-Ensayista. Autora del libro Ser mujer en política.

 

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