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Ojos de videotape

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Por María Gabriela Gorini (*)

Mucho frío en la ciudad de Córdoba, día gris, una mediación en una sala del Centro Judicial por la tarde, esas tardes oscuritas y frías; nos preparamos para recibir a una hija de 21 años, a un padre y a sus respectivos abogados.
Ella reclamaba una cuota para seguir estudiando Psicología en la UNC; estaba realizando trabajos informales en la heladería del pueblo y así y todo no le alcanzaba. Él tiene otros hijos, más chicos que ella.
Se realiza el genograma familiar, el cual como metodología de trabajo en las mediaciones familiares es fundamental al momento del tratamiento de los conflictos que los trae a la mesa de mediación y nos permite de forma gráfica mirar, con ojos del proceso y con el debido respeto, las relaciones personales del grupo familiar en su conjunto. El genograma tiene su origen gracias al trabajo del psiquiatra y profesor estadounidense Murray Bowen (1913-1990).
Había mucho enojo: el padre con sus brazos cruzados -en el lenguaje no verbal simbolizan un «cerramiento» a una opinión que no nos gusta o que genera una expectativa negativa-; luego lo manifiesta: que su hija lo había llevado a tribunales porque a sus otros hermanos les daba más que a ella. Así decía, con su cuerpo sobre la mesa, y su relato sentido y claro. Los abogados comenzaron a argumentar los porcentajes que solicitaban cada uno con las perfectas técnicas jurídicas de la habilidad profesional. Esa habitación estaba tan fría y distante como la relación de ellos.
Sin querer se hizo un movimiento; los letrados salieron -uno, a buscar una fotocopia y otro, a preguntar algo a la madre de ella- y allí quedaron padre e hija solos. Lloraron, charlaron, se acercaron; el derrame sistémico pudo más que el derecho; había dolor y lo estaban sanando, por eso nosotras nos fuimos a la computadora, a llenar actas en silencio. Son esos momentos mágicos cuando se modifican las realidades, en que los mediadores debemos ser transparentes, imperceptibles para que ellos trabajen solitos su conflicto, que no era la cuota alimentaria: era buscar esa piba un lugar en el sistema familiar.
Es por esto la importancia de los silencios en el proceso, ese lugar del mediador que mira sin intervenir, dando tiempos a la propia historia de las partes, que comienza a tener coherencia emocional. Mediante la charla, las miradas y la consistencia del pedido. Volvieron los letrados, y ya la suma de dinero de la cuota alimentaria era solo un número que gustosos todos acordaron y se plasmó en un acuerdo.
La sala de pronto se volvió más luminosa; hacía menos frío; totalizaron y ordenaron su relación, son esos momentos cuando se recuerda por qué se elige esta profesión, esos ojos de videotape -como dice Charly García-, y se construye un espacio de diálogo sanador.
Desde otra mirada -la fenomenología sistémica de Bert Hellinger y su importante aporte a la mediación familiar-, se puede ver con claridad cómo operan los principios sistémicos en las relaciones.
Los llamados órdenes del amor -según Hellinger- son “otras leyes” que, tal como la ley de la gravedad hace a la física, los llamados órdenes del amor regulan y mejoran las relaciones humanas. Según el autor, hay un orden, que, si se respeta, permite que las relaciones fluyan: “El orden es el cauce y el amor es el río”, dice Hellinger.
En el marco de un momento de intimidad, casi en un instante, cada cual se ubicó en su lugar: el papá como papá y la hija como hija y, desde esa posición, desde ese reconocimiento mutuo, se expresó con nitidez uno de los principios fundamentales: el de pertenencia al sistema familiar.
Este reconocimiento tácito de ambos es como si el padre hubiera dicho “sos mi primera hija” y la hija al padre “soy tu primera hija “
Este sutil y profundo movimiento dio paso a conversar sobre todos los hijos que llegaron luego, reconociendo el orden de llegada al sistema, otro orden sistémico, la jerarquía en el tiempo.
Legitimar el lugar en el sistema fue aliviando progresivamente el dolor de la exclusión y la falta de reconocimiento de la joven. Entonces todo fue más sencillo, las preguntas tenían respuestas, se redactó el acuerdo, ya casi nadie habló -no hacía falta-; todos en la computadora, las mediadoras, los letrados conformando el sistema sin saberlo; no los miramos, nos dedicamos a cumplir con las formalidades jurídicas y procedimentales que el proceso poseía. Menos ellos, que seguían en el rinconcito de la mesa hablando, mirándose, tantas cosas se decían, recuperando en un momento el tiempo no vivido como padre e hija marcado por la distancia.
Salimos de la sala, entregamos las actas para protocolización, nos saludamos, nos abrazamos, les deseamos buena vida, buen futuro y ambas mediadoras salimos a la calle en esa fría tarde, cada una por su lado, y pensando, pensando en ellos, porque -al fin y al cabo- la mediación se trata de eso: de los otros.

(*) Abogada y mediadora

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