Por Luis Carranza Torres* y Carlos Krauth **
Hay cosas que suenan a pasado, pero resultan un cruel presente. Miserabilidades humanas que deberían haberse ya extinguido y que, sin embargo, perviven pese al paso del tiempo y todos los esfuerzos puestos en extinguirlas. Que la esclavitud es una práctica inhumana y por lo tanto execrable, no hay dudas. Pero continuamente nos encontramos con diversas noticias que prueban que tal aberración sigue estando vigente en muchos rincones de nuestro planeta, incluido nuestro país.
Si bien la mayoría de las informaciones remiten a países africanos o asiáticos como centro de esta práctica, la cuestión no se agota en tales latitudes. No hace mucho tiempo, empleados de la Organización Internacional de Migraciones (OIM) informaron que la existencia de mercados de esclavos en Libia.
En estos se compraban y vendían jóvenes para tareas varias o como señuelo para exigir un rescate a sus familias y para también someter a mujeres a trabajar como esclavas sexuales. Lamentablemente para los argentinos, esta actividad se ejerce mucho más cerca de nosotros de lo que podemos desear y creer.
Desde que la Asamblea de 1813 estableció la libertad de vientres, y luego de que con el dictado de la Constitución en el año 1853 Argentina aboliera la esclavitud y la erradicara de su legislación, hemos sido testigos del reconocimiento en otros países que tienen tales actos históricos, mucho más que en el nuestro. La técnica jurídica con la que la argentina dejó atrás esa práctica es motivo de admiración y hasta envidia, nos consta, en círculos académicos especializados de Estados Unidos o Brasil, por citar solo dos casos.
Sin embargo, pese a su abolición por las naciones en el siglo XIX y su condena en los tratados internacionales de derechos humanos en el siglo XX, sigue vigente como una actividad ilegal en la materia, ejercida por inescrupulosos sujetos que se aprovechan de las necesidades de otros para reducirlos a la servidumbre al embaucarlos con promesas de una salida a sus penurias.
Mujeres engañadas, obligadas a ejercer la prostitución, inmigrantes de países limítrofes captados para “trabajar” en talleres clandestinos, eran hasta hace poco los blancos predominantes de estos delincuentes. A estos se les han sumado ahora ciudadanos de origen africano, —senegaleses fundamentalmente—, quienes huyen de su país en busca de mejores horizontes.
Hace poco se conoció la noticia de que un grupo de ellos llegaron a Argentina con pasaportes falsos, provistos por una organización que los obligaba a trabajar como vendedores ambulantes y a quienes debían abonar la suma de 6000 dólares, deuda contraída con ellos por haberlos “salvado”. La particularidad de tal mecánica delictual es que quienes encabezaban la organización eran dos personas del mismo origen que se habían naturalizados como argentinos.
También se encontró al menos a cinco senegaleses en Berazategui, provincia de Buenos Aires, viviendo en un contenedor, obligados a trabajar en una obra en construcción ilegal que tenía como fin a instalación de un supermercado chino y cuyo funcionamiento se encontraba prohibido por ordenanza municipal.
Como puede verse, la esclavitud lamentablemente es un asunto que no resulta ajeno a nuestra realidad.
Varias son las reflexiones que se pueden hacer sobre el tema. Una es cuánto nos falta como humanidad, pese a los enormes avances que desde la aparición de la democracia moderna se han producido-, para erradicar definitivamente estas prácticas. Otro pensamiento, de corte más institucional, nos lleva sostener la necesidad de establecer políticas públicas que permitan combatir de manera eficaz a esta calamidad para la dignidad humana.
Y, finalmente, una reflexión de tipo social. Cuán necesario es que todos nosotros estemos atentos a lo que ocurre a nuestro alrededor, ya que el trabajo esclavo se produce casi en nuestras narices, sin muchas veces ser advertido.
Cuando compramos o consumimos productos de dudoso origen, cuando nos despreocupamos de la situación de quienes vemos día a día trajinar por la calle ejerciendo actividades que sabemos son ilegales, o cuando defendemos las mismas, casi con seguridad estamos apoyando a quienes se aprovechan de las necesidades ajenas.
Con ello, aunque sin intención, avalamos y nos tornamos cómplices de tan aberrante esclavitud.
Por algo, la frase de la sabiduría popular sobre que “el camino al infierno está poblado de buenas intenciones” tampoco pierde actualidad.
(*) Abogado. Doctor en Ciencias Jurídicas.
(**) Abogado. Magister en Derecho y Argumentación Jurídica.