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NEW YORK, NEW YORK

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Por Edmundo Aníbal Heredia (*) 

Hay ciudades que son símbolos de una cultura, de una civilización, de una nación, y así se instalan en nuestras mentes  Además de su estructura material, pasan a ser mito y leyenda, según se las mire. Por ejemplo, el que fue niño o adolescente en tiempos de la última guerra mundial y se formó entonces una imagen de Nueva York –a través de la lectura, de las fotos, del cine-, y que muchos años más tarde la conoció caminando al pie de sus rascacielos y subiéndose a algunos, no puede dejar de comparar ambas imágenes, la imaginada de la niñez y la real de la madurez.

La de la niñez era la representación concreta y en altura del progreso y de la civilización, y además la ciudad mayor de la nación que representaba la libertad, por el triunfo en aquella guerra contra el nazismo, el fanatismo y el genocidio. Aquella visión respondía, naturalmente, a la imagen según la cual el progreso era una cuestión de altura, de la capacidad del hombre para alejarse del suelo, de poder contemplar el universo desde arriba, pero sobre todo de luchar contra dictaduras y fanatismos. 

Luego el observador conoció la tesis de Lewis Mumford, el estudioso de la vida de las ciudades, que analizó a todas las urbes a través de los tiempos, desde la polis  griega hasta las metrópolis, las megalópolis y las necrópolis, y se siente inclinado a incluir a Nueva York entre estas últimas. Precisamente Mumford era de Nueva York y seguramente la tuvo en la mira cuando pensó en ese libro, que elaboró antes de ver terminada la ciudad del futuro, Brasilia, la Alborada del mundo según lo presagió Don Bosco, a la que podemos llamar neópolis.

El observador no puede dejar de pensar en las catedrales góticas, y sospecha que los arquitectos que construyeron los rascacielos de Nueva York las tomaron como modelo para llegar al cielo, y así estar cerca del presentido Gran Creador del Universo. Pero la catedral es mucho más baja, casi oprimida entre las encumbradas paredes vecinas para que no compita con los rascacielos y para reafirmar que el verdadero Dios es Don Dinero. Nueva York va en camino de ser necrópolis pero se resiste a ceder el paso a las que le ganan en tradición y altura. Para eso tiene un Museo que rivaliza con el de la Ciudad Luz, sin necesidad de tener aquellos artistas sublimes, porque es suficiente obtener las mejores obras de arte a cambio de dólares.

Pensando en la larguísima duración a lo largo de los siglos se concluye que Nueva York camina hacia la necrópolis y Brasilia hacia el futuro. En ese devaneo por ver en las grandes ciudades la representación de un mundo que se sumerge y otro que emerge se mantiene en algunas un perdurable simbolismo, como que París sigue siendo la Ciudad Luz, a pesar de que muchos creyentes afirmen que fue un fuego del Infierno el que se abatió recientemente sobre un Paraíso gótico de la ciudad, allí donde se bifurca el Sena. Y Roma sigue siendo la Ciudad Eterna, mostrando como testimonio que conserva en su lugar, aunque arrumbadas, las piedras de la ciudad clásica. Ambas presentan motivos para mantener el mito y la leyenda.

En Nueva York el visitante suele comenzar subiendo al Mirador del Empire State y luego embarcándose hacia a la Isla de la Libertad donde está la estatua que confirma la amistad de los Estados Unidos con Francia, y que representa la libertad que Francia entregó como ejemplo al mundo a través de la revolución que cambió la historia de la humanidad.  En el Mirador del rascacielos ve a la ciudad a sus pies y en la corona de la estatua la ve a lo lejos; son dos imágenes que lo acompañarán toda la vida. Y, desde allí puede ir a la isla Ellis y recorrer el Hotel de Inmigrantes, donde los que llegaban de Europa en busca de un bienestar que allá no tenían eran sometidos a cuarentena, para verificar si eran sanos de cuerpo y de alma; así Estatua y Hotel representan una etapa esencial de la historia de América. 

Luego el visitante puede caminar la ciudad, y vivirla. El curioso puede detenerse en una y otra y otra y otra vereda del Times Square, hasta ver la múltiple esquina desde todos los ángulos; ahí está en el ombligo del mundo, condición obtenida a costa de heridas y de sangre ajenas. Es otro símbolo de la ciudad, que representa la banalidad, el derroche y el espectáculo fastuoso.

El octogenario Empire State tiene que seguir compitiendo con King Kong, que terminó su vida terrenal desplomándose abatido desde lo más alto del rascacielos, porque ingenuo y desesperado no advirtió que ese era el lugar más vulnerable. Los directores de la película optaron por inmolarlo allí para lograr el mayor efecto con su caída monumental, se pusieron de acuerdo en llevar desde la selva a la capital del mundo capitalista al antecesor del hombre en su afán de que los Estados Unidos fuesen un poco más humanos. 

El mono-hombre –por oposición a Tarzán, el inglés, que era el hombre-mono– y lo mismo Súperman –hombre superior– disfrutaron del amor apasionado y platónico de dos hermosas muchachas, Luisa y Ann, sumamente yanquis y delicadamente humanas. Así, la ciudad de los rascacielos y de millones de autos poluidores ha adquirido mayor humanidad desde que la habitaron King Kong, Súperman, Luisa y Ann, que siguen rondando por ahí. Es posible que estos cuatro personajes de celuloide y cartulina hayan contribuido para que Nueva York no se convierta en una necrópolis, logrando el milagro de que siga viva y humana y en consecuencia postergando la tesis de Mumford. Hasta puede sospecharse que luego el hombre-súper tuvo que competir con el hombre-murciélago, que también tiene capa pero no vuela, que sólo corre como un autómata y que se instaló en la Ciudad Gótica, esa una ciudad chata y oscura. Gracias a todo esto, New York sigue siendo New York, es decir una ciudad viva, tal como la cantó Sinatra.

El visitante también puede visitar las inmensas tiendas Macy´s, las primeras de su género en el mundo; tan inmensas y perdurables como que todavía se lo puede ver a un tal Gregory Peck buscando denodadamente a una tal Olivia de Havilland, y a ésta desilusionada porque cree que su enamorado ha faltado a la cita, hasta provocar en el visitante el deseo de colaborar en la búsqueda. 

Por suerte para los neoyorquinos ellos tienen el Central Park, tan perfectamente cuadriculado como toda la ciudad, y allí se refugian para parecerse a los ciudadanos de cualquier otra ciudad del mundo, y hasta lo logran por un rato, para luego volver a ser yanquis en la vorágine de la gran manzana, donde las mujeres tienen que sacarse los tacones altos para llegar a tiempo al trabajo. 

Aquella imagen de la niñez y la de ahora se superponen en la mente. Sin embargo, y frente al empeño de muy imaginativos artistas, New York sigue siendo la ciudad más materialista del orbe, a pesar de la desaparición de las dos torres que sostenían la enorme caja de caudales y gracias al poder de un montón de papeles verdes con que se pavonea por todo el mundo.

Por todo esto Nueva York es la ciudad de las contradicciones más flagrantes: apenas separadas por el agua conviven la Estatua de la Libertad con la Torre Trump.

(*) Doctor en historia. Miembro de número de la Junta Provincial de Historia de Córdoba. 

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