Por Lucas Crisafulli / Abogado, docente e investigador. Adscripto a la Cátedra de Criminología. Miembro del Observatorio de Prácticas en Derechos Humanos (UNC). Coordinador del núcleo Código de Faltas, Control Social y Derechos Humanos (Inecip)
Si algo grandioso tiene el sentido de libertad para los norteamericanos es su complejidad, que adquiere tintes de contradicciones en muchas ocasiones. El respeto de la libertad como derecho se expresa abiertamente en la publicación y desclasificación de archivos (documentos, escritos, fotografías, videos, etcétera) que incriminan al mismo Estado por violación a los derechos más básicos. Allí reside la complejidad de un Estado que tortura legalmente en Guantánamo pero declara que los videos que prueban esa tortura deben ser desclasificados.
Una interpretación posible de esa complejidad es ver en los videos un material educativo, en el peor sentido que pueda darse a esa palabra, aleccionador, amenazante. Esta interpretación se emparenta un poco más con un visión más conspirativa que, por más atractiva y seductora que nos parezca, a la luz de los efectos, se muestra falsa.
Ingenuo sería atribuir que la exhibición de imágenes que muestren flagrantes violaciones a los derechos humanos más elementales, elementales por lo menos desde la Revolución Francesa, tienen como finalidad impresionar al mundo y desincentivar a posibles terroristas para que no secuestren aeronaves y las estrellen contra algún edificio neoyorquino. La explicación deviene más por el lado de un Estado complejo que se presenta como paladín de la libertad pero a su vez como potencia mundial imperial.
Guantánamo
Hace poco se estrenó el film Cuatro días en Guantánamo, de los realizadores Patricio Henríquez y Denis Côté, chileno y canadiense, respectivamente.
Para dicha película, narrada en clave documental, se editaron siete horas de video de las cámaras de seguridad de Guantánamo que muestran la tortura a un niño canadiense de 15 años, cuyo delito es ser/tener origen árabe, sospechado, como todo árabe que habita suelos occidentales después de la Patriotic act, de terrorista, específicamente de matar un soldado norteamericano en Afganistán.
El tribunal que desclasificó las imágenes en ningún momento se esforzó en revertir la situación de vulneración de derechos que sufre Omar Khadr, protagonista involuntario del film.
Por supuesto que, desde el momento que comienza la tortura, no importa si Khadr es inocente o culpable.
En la misma línea que la película poco conocida El camino a Guantánamo, Cuatro días en Guantánamo denuncia la situación de este niño detenido sin orden judicial, sin posibilidad de ejercer su defensa, aislado del mundo y de su familia, acusado de algo que, aunque más no sea, es incomprobable.
A diferencia de El camino a Guantánamo, que muestra la narración real de los tristes protagonistas secuestrados en Afganistán por marines norteamericanos y llevados a la base militar pero con imágenes ficcionalizadas de la tortura, Cuatro días en Guantánamo presenta una fuerza inusitada, al saber el espectador que lo que está viendo no es ficción sino el relato editado de cámaras de seguridad verdaderas. Esta fuerza del horror, de la pérdida absoluta de la razón humana, donde recordamos que no sólo en Auschwitz tenía razón Nietzsche cuando declaraba años antes que Dios había muerto, esta fuerza de verosimilitud de un relato no inventado, en el cual caemos en cuenta que la frase “todo parecido con la realidad es pura coincidencia” no se aplica a este film, es cuando entendemos que Guantánamo es una metáfora del poder punitivo, o acaso la distopía más cruel que ni el propio Beccaria se animaría a creer.
Deshumanización
Detrás de esa deshumanización se encuentra, una vez y como siempre, el hombre. Y no el hombre bestia o cavernícola que mataba por una llama de fuego en su entendible supervivencia. No señores, detrás de Guantánamo está también la razón. Así como Auschwitz fue la maldad milimétricamente pensada en una alianza entre racismo y capitalismo nacionalista, Guantánamo es también producto del pensamiento (y podemos agregar del capitalismo) , el cual no obra (sólo) con la ferocidad de quien tortura sino también funciona con discursos racionales que convencen al torturador que lo que está haciendo lo hace en nombre de un bien.
El derecho penal del enemigo, construcción discursiva romana, racionalizada por Carl Schmitt y aggiornada por el célebre jurista alemán Günther Jakobs (doctor honoris causa por la Universidad Nacional de Córdoba e inspirador de los textos de estudio de los futuros abogados, lo que merece otro análisis) forma parte de esa batería de racionalizaciones que hacen del poder punitivo que rebasa todo constitucionalidad, un lugar posible. Clasificar a la población en personas que merecen derechos (amigos) y en no-personas a la cual es válido suspenderles sus derechos (enemigos) es lo que Carl Schmitt le mostró al Führer como las maravillas del pensamiento jurídico. Por supuesto que Hitler hubiera hecho lo que hizo más allá de Schmitt (y de Heidegger, lo que merece otro análisis). Pero los discursos que sostienen prácticas violatorias de los derechos humanos, siempre son bienvenidos por el poder que busca en ellos, la racionalización del delirio.
Lugares
Y si pensamos en Guantánamo como un lugar, y no sólo un espacio físico, un lugar arquetípico de un modelo de la seguridad mundial donde las garantías individuales del derecho penal liberal no ingresan, un lugar del no-derecho, un limbo jurídico, un lugar que, en nombre de la seguridad mundial, permite la excepción, un lugar con poder de quebrar la razón y con discurso racionalizador que sostiene las prácticas, entonces, recién allí, comprendemos que en cada Estado (y el nuestro no es una excepción) existen esos lugares del no-derecho.
El estado de excepción es un espacio político que consiste en poner entre paréntesis el sistema de los derechos (Agambem dixit). Una situación equis, un hecho habilita la excepción, que no es más que poder sin control, o biopoder (Foucault dixit) que interviene en la vida de los sujetos. A la situación de excepción, de crisis, de emergencia, se le suma un discurso que justifica la ampliación de una porción de poder. Con el tiempo, la excepción se transforma en una regla, se normaliza, y se erige como una técnica de gobierno. Guantánamo es eso: una emergencia, un discurso, y un poder excepcional.
Así como la seguridad mundial justifica Guantánamo (o Abu Ghraib), la seguridad nacional justificó la Esma, hoy, en estas pampas, la seguridad ciudadana justifica el Código de Faltas. Guantánamo como experiencia política es el resultante de una crisis (terrorismo internacional), un discurso (seguridad mundial/derecho penal del enemigo) y un instrumento normativo (Patriotic act). El espacio contravencional también es la consecuencia de una crisis (delincuencia común), un discurso (Zero tolerance) y un instrumento normativo (Código de Faltas). Pero más que una simple norma que legaliza prácticas violatoria de los Derechos Humanos, el Código de Faltas también es ese lugar del no-derecho, el lugar de la excepción, el limbo jurídico que somete a jóvenes a ser detenidos sin orden judicial anterior ni control judicial posterior, a ser juzgados por funcionarios administrativos a quienes no se les exige saber qué tiene nuestra Constitución, a la no defensa por parte de un abogado…
Se podrá objetar que son pocos los que vuelven de Guantánamo, y que son muchos los que salen por infracción al Código de Faltas y eso es, por el momento y afortunadamente, verdad; pero el espacio contravencional tiene la potencialidad de la línea de producción fordista, pues la velocidad con la que opera y la cantidad de jóvenes transformados en mano de obra policial son ampliamente más efectivos que Guantánamo, por lo menos en términos cuantitativos. No olvidarse que las celdas de todas las comisarías y una cárcel añeja adaptada para tal fin tienen muchas más plazas que Guantánamo. En nueve años de la prisión/campo de concentración se estima que no han pasado más de mil presos. En 2009, sólo en Córdoba, 54 mil personas pasaron por el espacio contravencional.
El desafío es construir en estas tierras, un sentido de libertad no contradictorio, un sentido de libertad a la Argentina, donde el Estado no sólo publique (a regañadientes) las estadísticas sino que vele por el cumplimiento efectivo de los Derechos Humanos. La posta la tiene, un vez, la ciudadanía activa.