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Memoria, verdad y justicia: el caso de la masacre de Napalpí

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Por Silvina Ramírez*

La sentencia de mayo pasado sobre la masacre de Napalpí, que implicó el asesinato, persecución, tortura y mutilación de alrededor de 500 indígenas pertenecientes a los pueblos Qom y Moqoit en el territorio del Chaco, en 1924, es parte de una concientización y revisión de sucesos del pasado por parte del Poder Judicial, que pretende establecer la verdad histórica sobre la base de la memoria colectiva de las comunidades indígenas e iniciar un nuevo camino.

Este camino debería redefinir una relación con el Estado, que siempre ha sido traumática, y sobreponerse a la impunidad de aquellos años atravesados por el encubrimiento de los hechos y el racismo imperante, para abrir la puerta a una impartición de justicia que, aunque tardía, ordena medidas reparatorias de cara al futuro y con el horizonte de la construcción de un Estado diferente. También, la sentencia por Rincón Bomba de 2019, que reconoce la matanza de indígenas del pueblo Pilagá en el territorio de Formosa en 1947, es parte de este nuevo ciclo.

Vale la pena señalar tres aspectos sobresalientes de esta decisión judicial por la masacre de Napalpí, para dimensionar adecuadamente sus alcances e efectos. En primer lugar, deja sentado cómo y por qué se desarrollaron hechos de una crueldad notable, en el marco de una demanda por mejores condiciones de trabajo, cuya trastienda está conformada por las campañas del desierto, los campos de exterminio, la separación de las familias indígenas y la relocalización de niños y niñas como personal doméstico en los centros urbanos. En definitiva, cómo fueron las circunstancias del genocidio indígena sobre el cual se construyó el Estado.

En segundo lugar, el tipo de juicio que dio lugar a esta sentencia. Los llamados “Juicios por la verdad”, que se hicieron conocidos con posterioridad a la última dictadura militar, se convirtieron en un símbolo de la permanente búsqueda de “Memoria, verdad y justicia”. Juicios especiales que, si bien se alejan de la estructura clásica del proceso penal y de la aplicación de castigo, sí reconstruyen los sucesos tal como acaecieron, dejando establecidos y documentados los hechos que dieron lugar a la masacre que se juzga. Sus efectos van desde la revisión histórica que, por lo general, invisibilizó los procesos de genocidio indígena –llegando prácticamente a borrarlos como sujetos preexistentes, luego reconocidos por la Constitución– hasta el análisis de su incidencia en el presente y el futuro, escudriñando sus efectos para la sobrevivencia de los pueblos indígenas.

En tercer lugar, la calificación legal de los hechos. Considerarlos delitos de lesa humanidad en el contexto de un proceso de genocidio de los pueblos indígenas revela su magnitud, el sufrimiento de las víctimas y lo que ha significado –y sigue significando– para las generaciones futuras, principalmente en cuanto a la preservación de su identidad cultural. La paulatina pérdida de su condición de indígenas, de su lengua, de sus prácticas fue producto del encarnizamiento con el que fueron perseguidos. El sometimiento y la subordinación, la explotación de su mano de obra, considerar a los indígenas -las autoridades del Estado- colectivos que –en el mejor de los casos– deben ser civilizados y evangelizados y –en el peor– llegar a su exterminio, forma parte de páginas muy oscuras de nuestra historia, que hasta la fecha, bien avanzado el siglo XXI, persisten en ser sustraídas de la historia oficial.

La sentencia de mayo de 2022 del Juzgado Federal de Resistencia, Chaco, es una pieza jurídica que contribuye a resignificar décadas de estigmatización de los pueblos indígenas, llegando a episodios de aniquilamiento y exterminio. El simbolismo potente de la sentencia se da la mano con medidas concretas que tienden a transformar un paradigma de barbarie en un paradigma reparador. Esta sentencia, sin lugar a dudas, no es suficiente pero es necesaria e imprescindible para conocer, para reparar, para transformar.

Los diferentes poderes del Estado tienen la responsabilidad de reformular una relación que, centralmente, se focalizó en socavar la dignidad de los pueblos indígenas. Son aquéllos, desde sus diferentes espacios e instancias, los que tienen la obligación de reconducirla por caminos de respeto y de reconocimiento como genuinos sujetos políticos. Es de esperar que el conjunto de derechos indígenas enmarcados por los derechos de libre determinación y autonomía sea tomado como punto de partida para revisitar una historia que conjugó la esclavitud, en el caso de la Reducción de Napalpí –tal como se demuestra en la sentencia– con una muestra brutal del colonialismo. Los pueblos indígenas siguen esperando; pero, lo más importante, siguen resistiendo.

* Abogada especializada en derecho indígena e integrante de la junta directiva del Instituto de Estudios Comparados en Ciencias Penales y Sociales (Inecip)

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