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Matar a su profesor

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Victorino Rodríguez, uno de los más respetados profesionales de su época. Letrado brillante, sus enseñanzas como docente no fueron muy escuchadas.

Por Luis R. Carranza Torres

Producidos los sucesos de mayo de 1810, con motivo del no acatamiento a la autoridad de la Primera Junta por parte de las autoridades de la gobernación intendencia de Córdoba, se despachó a nuestras tierras una expedición militar al mando de Ortiz de Ocampo. El rápido movimiento desbarató los planes de Santiago de Liniers y los suyos de organizar una fuerza de oposición, siendo apresados en su huida.

Desde la Junta de Buenos Aires llega la orden de fusilar a todos los complotados. Ortiz de Ocampo se muestra remiso a cumplirla y tan sólo despacha a los nueve cabecillas hacia Buenos Aires bajo escolta armada.

La Junta envía entonces a Juan José Castelli para que su orden se cumplimente perentoriamente. Mariano Moreno lo ha elegido porque sabe que, a diferencia de casi todos los otros, comparte su jacobinismo revolucionario. Está convencido, como él, de que la novel planta de la revolución sólo podrá afianzarse regada con sangre. Y sabe que no va a dudar en hacer tal cosa.

Como cuenta Paul Groussac en su obra Santiago de Liniers, Conde de Buenos Aires, el 26 de agosto de 1810 a las diez de la mañana llegaron los prisioneros a un punto que distaba dos leguas de la Cabeza del Tigre; allí se encontraron con el vocal Castelli al frente de una compañía de húsares del rey, ya formada y con sus armas dispuestas; le acompañaba como secretario el doctor Rodríguez Peña.

Hicieron bajar a los presos, amarrándolos con los brazos atrás -a excepción del obispo, el único que salvaba su suerte-. Castelli leyó la sentencia de muerte. Tenían tres horas para disponer de los asuntos relativos a la vida que iban a quitarles. Luego les concedieron una más.

Entre los que acababan de ser notificados que iban a morir se encontraba Victorino Rodríguez, con 50 años cumplidos, acaso el más respetado de los abogados de la Córdoba de aquellos tiempos. Había estudiado en el Colegio de Monserrat para luego obtener en la Universidad de Charcas su título de leyes, en 1784.

Vuelto a Córdoba, se destacó en los temas del derecho público. Tanto, que tres años después el gobernador Rafael de Sobremonte lo nombró asesor legal con carácter permanente. Ocupó también en diversas oportunidades el cargo de gobernador interino, durante ausencias de éstos de la capital provincial. Fue también el primer profesor de la cátedra de Instituta en la Universidad de Córdoba, hito a partir del cual comienza la existencia de lo que hoy es la Facultad de Derecho.

En 1810 era asesor legal del gobernador Juan Gutiérrez de la Concha. Cuando llegó a Córdoba la noticia de la Revolución de Mayo en 1810, participó de las reuniones de Liniers con el gobernador Gutiérrez de la Concha, asesorando en su ramo. Pese a que su responsabilidad política en la oposición a la Junta era casi nula, no se salvó de escuchar incluido su nombre en la sentencia de muerte.

Don Victorino estaba unido a Castelli por una circunstancia particular: había sido uno de sus alumnos más brillantes en el Monserrat. Por eso, cuando su discípulo terminó de leer la resolución que les imponía la pena capital, se la impugnó por carente de todo derecho, terminando sus palabras con la siguiente frase: ”Doctor Castelli, ¿es esto conforme a la jurisprudencia que Ud. ha estudiado?”.

Se refería, indudablemente, a eso de ejecutar prisioneros de guerra sin mediar juicio alguno. Algo que él no le había enseñado en lo absoluto. Castelli, el alumno que iba a matar a su profesor, no pudo contestarle nada.

A las dos y media de ese día se cumplió la orden de la Junta. Fueron puestos en línea, en un descampado del monte, al frente de la tropa formada. Les vendaron los ojos y los fusilaron. Victorino Rodríguez murió entonces junto con Liniers, el propio gobernador de Córdoba, Gutiérrez de la Concha, y sus demás compañeros de infortunio.

En su Biografía de Liniers, Groussac señala: “…El anhelo emancipador de los americanos era por cierto legítimo, y fuera santo á no cobijarse bajo un engañoso estandarte; pero en ningún caso era dudosa la obligación que a cualquier soldado español se imponía. Liniers y sus compañeros murieron por ser fieles á su nación y á su rey, y cayeron como buenos al pie de su bandera; y el solo hecho de ser ésta la misma que sus enemigos tremolaban, nos enseña que fue inicua su condena. Aunque la causa de la metrópoli fuera políticamente tan injusta como era justa la causa de las colonias, no tenían que averiguarlo los jefes españoles, sólo llamados a defenderla”.

Como se puede leer en una placa colocada hace años por la Armada Argentina en el Panteón Naval de Cádiz, en la tumba de Santiago de Liniers: “Los últimos héroes de la Patria vieja, fueron los primeros mártires de la Patria nueva”.

No sería la última vez en nuestra agitada historia que alguien pasara, por la cuitas de la política, de héroe a villano. O a la inversa.

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