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Los valores se prueban con el adversario

ESCUCHAR

Por Gabriel Fernández Gasalla (*)

“La libertad de expresión lleva consigo cierta libertad para escuchar”.
Bob Marley

Como occidentales tardíos y modernos consumados, o lo poco que queda en nosotros de ambas tradiciones, reconocemos en nuestras visiones de los problemas del mundo contemporáneo la impronta lejana de los filósofos clásicos griegos.

Aristóteles nos brindó generosamente una definición de comunidad que debería servir de guía a todo aquel que se aventure en el análisis de nuestra compleja realidad. Para el estagirita, la comunidad es un conjunto de hombres libres que participan de la vida social para promover la felicidad de los ciudadanos; en particular, la comunidad política (Estado), desde donde se administra justicia y gobierno, y la comunidad civil.

El ágora era el espacio donde circulaban las ideas, donde se debatían posiciones y soluciones para la ciudad. Era un ámbito sagrado donde no se permitía ingresar a malvivientes y la única condición era solventar las opiniones con el debido respeto a cierta lógica argumental. En principio, ningún ciudadano podía quedar excluido del debate, salvo los esclavos, que no eran ciudadanos, al igual que los metecos, extranjeros libres.

Dicho esto a modo de introducción, deberíamos llegar a la cuestión de fondo que se comienza a debatir en Argentina y que es motivo de este informe especial de Comercio y Justicia: la ola creciente de acciones que pretenden limitar la libertad de expresión en general y, en particular, la libertad de prensa, por parte del oficialismo nacional.

Es curioso que tal acción provenga de un gobierno que se autotitula progresista; que es presidido por un hombre del Derecho que se define como liberal de izquierda y de un frente político que se presenta como la vanguardia de las reivindicaciones de los colectivos minoritarios invisibilizados y postergados y, fundamentalmente, silenciados. Aquellos que no pueden integrarse socialmente porque se les niega la posibilidad de expresar libremente su forma de vida.

Es un un progresismo muy acriollado. Propio de estas lejanas tierras donde tienen dificultades para abrevar en la historia reciente de algunas de sus figuras emblemáticas del llamado Primer Mundo.

Para comprender el comportamiento ético de un progresista -más aún, de un auténtico anarquista- conviene repasar la historia de Noam Chomsky y su rol en el “caso Faurisson” a finales de los años 70, en Francia.

Ley Gayssot

Robert Faurisson fue un historiador y profesor universitario enrolado en la corriente negacionista del genocidio judio por parte del Nacionalsocialismo alemán. Negaba la utilización de cámaras de gas en los campos de concentración y afirmaba la inautenticidad del Diario de Ana Frank. Por la aplicación de la llamada “ley Gayssot” fue procesado, multado y se le quitaron todos sus cargos académicos en la Universidad de Lyon.

El sociólogo Serge Thion encabezó una campaña de firmas para una petición a favor del derecho de expresión de Faurisson. Alrededor de 600 intelectuales firmaron el documento, incluido Chomsky.

El afamado lingüista que, como decíamos más arriba, es un hombre de izquierda y con actitudes políticas combativas, firmó y luego escribió para dejar bien en claro:

«Las conclusiones de Faurisson son diametralmente opuestas a mis puntos de vista y que he expresado en publicaciones (por ejemplo, en mi libro Paz en el Oriente Medio, donde describo el Holocausto como la peor muestra de locura colectiva en la historia de la humanidad). Pero es elemental que la libertad de expresión (incluyendo la libertad académica) no sea restringida a los puntos de vista que uno aprueba, y es precisamente en el caso de puntos de vista que son casi universalmente descartados o condenados que este derecho debe ser defendido con mayor fuerza. Resulta sencillo defender aquellos que no necesitan defensa o unirse a una condena unánime (y frecuentemente justificada) de la violación de los derechos civiles cometida por un enemigo oficial”.

La actitud de Chomsky le trajo algunos problemas con sus colegas y algunos debates interesantes con el profesor de la Universidad de Columbia Werner Cohn, quien lo acusó de tener vínculos estrechos con el movimiento revisionista.

El episodio nos brinda la ocasión de comprender cómo debería actuar un verdadero progresista, alguien que hace de su credo en el evolución material y axiológica, constante y sin límites de la sociedad, un fin moral.

Toda forma de proceder gubernamental que amenace la libertad de expresión nos pone frente a un grupo que lejos está de auto titularse legítimamente como progresista, que quizás debiera definirse como autoritario y que frente a su avance no le queda al ciudadano, aquel que ya no puede disfrutar de las virtudes cívicas del ágora, otro camino que el que escribió alguna vez James Joyce:

“…y trataré de expresarme de algún modo en vida y arte, tan libremente como me sea posible, tan plenamente como me sea posible, usando para mi defensa las solas armas que me permito usar: silencio, destierro y astucia.”

(*) Economista urbano (UBA). Docente e investigador universitario (UNQ)

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