Los deseos por gobernar el cuerpo humano y sus producciones pueden generar abusos ostensibles
Por Armando S. Andruet (h)*
twitter: @armandosandruet
Exclusivo para Comercio y Justicia
La dimensión de la corporalidad humana ha tenido dos grandes momentos, si es que se quiere estudiarla como fenómeno histórico. Por una parte, hay una atención al cuerpo como “entidad observable” a los fines de su conocimiento e investigación, para luego poder producir adelantos que la medicina aspira a concretar. Y por otra como “subjetividad”, que como tal le permite emplazar al individuo sus desarrollos y proyectos vitales.
La primera de las perspectivas es la que atraviesa toda la historia, desde Hipócrates como iniciador de la medicina racional hasta nuestros días, con los avances relativos a la misma clonación humana. El cuerpo fue siendo descubierto progresivamente, primero desde fuera y luego por dentro, en sus funciones mayores hasta en los procesos biológicos iniciales.
Fue un extenso periplo que implicó desafíos impensados y que sólo pudo iniciarse cuando el cuerpo humano fue conocido en su interioridad y las disecciones fueron corrientes. Allí se empezó a desarrollar la medicina como disciplina exitosa para la cura de las enfermedades. Recién después de la obra mayor de Andrea Vesalio, De humani corporis fabrica en 1543, se habrá de garantizar que diseccionar un cuerpo era un acto médico y no otro de profanación. La medicina desacraliza los cuerpos.
La otra perspectiva del cuerpo humano como “subjetividad de la persona” dice no ya del cuerpo como ente estudiable sino como substancialidad a partir de la cual el hombre construye su propia historia y, por lo tanto, conjuga su voluntad en el cuerpo que posee. Los designios de la modernidad, a la luz del pensamiento kantiano, presentarán a un hombre como sujeto autónomo y dicha autonomía, que fue primero fue de cuño político, se trasladará luego a los ámbitos médicos cabalgando sobre el cuerpo humano.
Así, el hombre del siglo XX ejercitará la autonomía de su voluntad desde el mismo cuerpo que posee. Los desarrollos van desde 1950 en adelante en EEUU, con el caso “Salgo” y el consentimiento informado para autorizar intervenciones sobre el cuerpo, la decisión de la Corte Federal de ese país en el caso “Roe vs. Wade” de 1973 que despenalizó el aborto.
Luego, infinitos proyectos de vida de las personas habrán de pasar por el andarivel de su mismo cuerpo, por ejemplo consumo de estupefacientes, vida sexual, reproducción humana, final de la vida. Ellos nos muestran que el cuerpo humano ha sido el emplazamiento de la autonomía de la voluntad.
Para quienes habitamos el mundo de las ciencias sociales nos resulta frecuente pensar la corporalidad desde esta segunda perspectiva. Esto es, el cuerpo como emplazamiento de la misma autonomía personal, y por ello las discusiones en torno a las limitaciones del cuerpo en pos del orden general o bien común son de tanto debate público: maternidad subrogada, consumo de estupefacientes, seguridad vial, deportes de alto riesgo, investigaciones humanas, entre otras cuestiones.
Sin embargo, no me quiero referir a dicho ámbito sino al anterior; y para ello comienzo recordando que en enero pasado se cumplieron dos siglos de la publicación de una obra literaria que mostraba el deseo del dominio pleno sobre el cuerpo humano. Mary Shelley en 1818 publicó aquel libro escrito dos años antes, en una suerte de torneo literario fantasmagórico al que había convocado el escritor Lord Byron, para lo cual se reunieron en Ginebra varios escritores, en la residencia de Villa Diodati, frente al lago Leman.
El libro era Frankenstein o el moderno Prometeo.
Allí, el cuerpo humano se hace presente como hecho literario que sólo se pudo alumbrar, porque la sacralidad del cuerpo empezaba a ser deconstruida por el énfasis en el progreso ilimitado que la ciencia proponía. Todos, pues, conocemos la trama del libro, que no es sólo la de apropiarse de partes de cuerpos ajenos sino recomponer dichas piezas en una nueva unidad que, gracias al milagro de la energía electromagnética y la electricidad estática advertida por Luigi Galvani, junto al pararrayos de Benjamin Franklin y la fabricación de los condensadores por Alessandro Volta, producían el milagro tecnológico de la vida de un nuevo cuerpo.
Luego de Frankenstein los mismos deseos, aunque ya no literarios sino científico-médicos por gobernar el cuerpo y sus producciones, fueron cada vez más corrientes y sus abusos naturalmente más ostensibles: infectar poblaciones completas con sífilis para observar su evolución, utilizar nuevas drogas para reconocer efectos nocivos en el cuerpo, experimentar cruelmente con cuerpos humanos como meros objetos materiales, etcétera. El deseo de conocer las profundas razones biológicas y fisiológicas que gobiernan el cuerpo humano son inacabadas, y la referencia que habremos de apuntar es muestra suficiente de ello.
El 18 de abril de 1955, esto es, un día después de haber muerto una de las mentes científicas más brillantes que la historia universal reconoce, en la morgue del Hospital de la Universidad de Princeton se iba a perpetrar un hecho casi tan fantasmagórico como el relatado por Mary Shelly. Pero éste era real.
El doctor Thomas Stoltz Harvey, patólogo jefe de dicho hospital, se ocupó de hacer la autopsia del cadáver de Albert Einstein, fallecido a causa de un aneurisma en la aorta abdominal a los 76 años de edad. Einstein, en vida, había recibido todos los honores y no quería que se repitieran luego de su muerte. Por ello, solicitó ser incinerado, lo cual así ocurrió y luego sus cenizas arrojadas al río Delaware.
Poco tiempo después se publicó una confusa noticia en The New York Times acerca de que el cerebro de Einstein no había sido incinerado sino guardado y que ello no había contado con autorización alguna de la familia. Todos los ojos se posaron sobre Harvey, con igual apellido del gran médico inglés William Harvey, quien en 1628 descubriría la circulación de la sangre.
Harvey reconoció haber conservado el cerebro y dijo haber contado con autorización del hijo del científico y del albacea, algo que nunca se pudo comprobar y la razón de su acción fue en pos de entregar dichas pieza orgánicas para que la ciencia descubriera las razones que hacían de Einstein una mente privilegiada.
La historia naturalmente que es muy extensa y la última biografía autorizada escrita en modo alguno desmiente lo real del suceso. Sin embargo, un libro escrito por el periodista Michael Paterniti, por el que se hizo acreedor del Premio National Magazine Award, publicado en 1998 -cuya traducción al español es de 2001- titulado Viajando con Mr. Albert. Una travesía por Estados Unidos con el cerebro de Einstein, resulta por demás atractivo en las vicisitudes específicas del suceso.
El libro detalla un extenso viaje en automóvil que el periodista, junto con el ya octogenario doctor Harvey y un tercer acompañante depositado en el baúl del Buick Skylark, desde New Jersey a California para finalmente explicar a la nieta de Einstein la razón de lo ocurrido. Entretanto, las conversaciones de Paterniti y Harvey terminan por reflejar que en realidad el objetivo de la detracción de esa parte corporal, más allá del objetivo científico de trozar el cerebro y enviarlo a centros de investigación, era el fetiche por el órgano que integró un cuerpo.
Delata también en dicho viaje que la incineración también excluyó otras partes del cuerpo de Einstein, pero que ya no fueron responsabilidad de Harvey sino del doctor Henry Abrams, quien retiró los globos oculares del científico.
El cerebro de Einstein viajó con ellos, fue visto y tocado por el escritor, de la misma manera en que se puede palpar cualquier cerebro en una sala de autopsia o visualizar en un laboratorio, con la diferencia de que éste había sido el de un hombre brillante. Luego de ello, Harvey devolvería a la Universidad de Princeton el cerebro de Einstein, donde sigue aguardando que la tecnología pueda adentrarse en conocer la razón de la inteligencia de un hombre; o quien sabe, quizás recuperando su ADN y pensando en alguna clonación.
Lo cierto es que parte del cuerpo de aquel hombre, que para otros es un objeto de culto, de fetiche o de investigación, allí espera inerte, en su dilatada inmersión acuosa de formol. A todo ello, la comunidad científica poco juicio de reproche ético ha brindado, posiblemente porque al final de cuentas, para el hombre de la ciencia todo lo que a favor de ella se hace, aun cuando haya sido inmoral, es al menos dispensable.
El cuerpo desacralizado por completo es sólo res extensa.