“Preveo que el hombre se resignará cada día
a empresas más atroces;
pronto no habrá
sino guerreros y bandoleros”.
Jorge Luis Borges,
“El jardín de senderos que se bifurcan”, Ficciones.
La historia no es tan seráfica como se presupone. Sus héroes y villanos están forjados en el mismo lodazal en el que se debate a diario la sociedad.
Su clase dirigente ha decidido, ante la renuncia de la comunidad de ejercer sus derechos, tratar a los seres humanos como cosas; meros objetos de propiedad exclusiva de esos pequeños Césares que creen haber nacido para ser imprescindibles.
Emperadores de pacotilla capaces de las peores atrocidades para sostener su ficción. No les alcanza con falsificar la realidad y tratar de modelar el pasado a su propio interés. Suman un brutal ejercicio de la censura, ordenan perseguir a quienes se oponen a sus designios, los encarcelan, los torturan y desaparecen para amedrentar al conjunto, creando un clima de terror, en el que al decir de Jean-Paul Sartre, “cualquiera, en cualquier momento, puede convertirse en víctima como en victimario”.
El asesinato forma parte de la resolución de problemas de la política. Las balas, el puñal, el veneno y la horca han sido las formas tradicionales de matar al enemigo. La mayoría de esos magnicidios han quedado impunes u ocultos en una trama de complicidades. Son copartícipes necesarios todos los estamentos del Estado que demuestran incapacidad para descubrir a los verdaderos responsables. Los ejemplos se encuentran por centenares.
Los sicarios, verdaderos profesionales de la muerte, saben que su tarea es segura. Tienen el reaseguro de la clandestinidad que garantiza la huida. El ejecutor es lobo solitario que tiene mínimos contactos con la organización que lo armó. Sus instrucciones -se explica largamente en la literatura política y en las novelas de suspenso- las reciben en el misterio que protege su identidad, enmascarándola, creando un nuevo marco de sigilo y confidencialidad que multiplica los enigmas.
En una reciente investigación que encabeza el filosofo Julio A. Sierra, leemos: “Si la razón política proporciona sustento a este tipo de asesinatos, raramente se percibe que el hecho mismo y sus resultados sean éticos, justos o buenos. ¿Fue ‘bueno’ asesinar a César? La respuesta, como siempre, depende del color del cristal con que se lo mire (…) la justificación viene por el lado de la Razón de Estado, del bienestar común o del mal menor pero, en el fondo, toda violencia proviene del poder. Por otra parte, si el que asesina es el rebelde, el que se opone al poder vigente porque lo considera corrupto o excesivo, inoperante o criminal, el hecho es aprobado por el perpetrador o sus instigadores como necesario para la salud de la Nación, como moralmente justo para liberar al pueblo del flagelo de un poder mal ejercido”.
Esa invocación a la Razón de Estado esconde un conflicto entre la política y la moral. Ha servido para encubrir la condición delictual en que ha caído el Estado por actos contra el Derecho. Los secretos de Estado, rezagos de una era autoritaria y abusiva, contrarían la transparencia, la decencia y la claridad que deben rodear los actos del gobierno. No hay justificación para el Estado delincuente y sus cómplices que se parapetan detrás del secreto para vulnerar los derechos humanos.
La búsqueda de su origen nos lleva a Nicolás Maquiavelo (1469-1527). Este talentoso florentino afirmó en El Príncipe que el primer deber del gobernante es mantenerse en el poder y, con tal propósito, aconsejó a Lorenzo de Médeci -El Magnífico- que es mejor ser temido antes que amado, ya que hay que manejarse con la astucia de la zorra y la fuerza del león, que “nunca faltarán razones legítimas a un príncipe para cohonestar la inobservancia de sus promesas” y que los príncipes sabios deben preocuparse siempre “de contentar al pueblo como de no descontentar a los nobles hasta el punto de reducirlos a la desesperación”.
Maquiavelo proclamó otra máxima controversial que ha sido objeto de largas y profundas disquisiciones: “Que el príncipe piense en conservar su vida y su Estado; si lo consigue, todos los medios que haya empleado serán juzgados honorables y alabados por todo el mundo”. En estos términos formuló el conocido principio de que el fin justifica los medios, que desde entonces se ha considerado la esencia de la Razón de Estado que suelen invocar los gobernantes con excesiva frecuencia.
Los conceptos de Maquiavelo están invariablemente inspirados en la sombría percepción que tenía de la naturaleza humana. “Los hombres se cuidan menos de ofender -decía en El Príncipe- a quien se hace amar que a quien se hace temer, porque el amor es un lazo débil para los hombres miserables y cede al menor motivo de interés personal, mientras que el temor nace de la amenaza del castigo, que no los abandona nunca”.
Maquiavelo, es justo decirlo, no fue el inventor de la Razón de Estado. Sinceró, apenas, las exigencias de la seguridad del Estado y de la estabilidad del gobierno o las conveniencias políticas y económicas que estuvieron a lo largo del tiempo por encima de toda otra consideración, especialmente en los regímenes autoritarios.