ESCUCHARLa pasada semana nos enterábamos de la grata noticia acerca del reconocimiento mundial de un importante logro de investigación científica producido en nuestro país.
Un grupo de científicos argentinos jóvenes, en su mayoría becarios del Conicet, conducidos por el doctor Gabriel Rabinovich, investigador principal del consejo y director del Laboratorio de Inmunopatología del Instituto de Biología y Medicina Experimental, también dependiente del referido organismo, identificó un mecanismo que permite tratar algunos tumores que hasta ahora no respondían a las terapias existentes.
En el caso de Rabinovich, ya cuenta en su haber el logro de ocho patentes científicas derivadas de anteriores investigaciones.
La importancia del hallazgo puede medirse por el hecho de que la revista especializada Cell le dedicó la tapa de su último número, correspondiente a febrero de 2014. No es para menos. Con lo descubierto se cambia el paradigma de los tratamientos contra el cáncer y se abre la posibilidad de combatirlo con eficacia en tipos que hasta ahora parecían inmunes a toda acción terapéutica.
No queremos caer en los lugares comunes de sumarnos a un triunfo al que somos por entero extraños, ni caer en el patrioterismo de enorgullecernos por el solo hecho de que sean argentinos. En cambio, nos parece una buena oportunidad para destacar algunos aspectos de nuestra relación como sociedad con la ciencia.
Tres aspectos merecen destacarse primeramente, respecto de este logro científico. El primero, que se trata de lo que el ministro de Ciencia, Tecnología e Innovación Productiva de la Nación, Lino Barañao, definió como “línea de investigación criolla”. Lo descubierto no es un aporte a una línea de investigación llevada a cabo a partir de lo conseguido en otro centro científico del mundo sino que es un desarrollo autóctono, es decir propio y original de nuestro país. En segundo lugar, destacar la importancia que sigue teniendo en este campo el modelo de desarrollo científico creado hace ya más de medio siglo por el Premio Nobel argentino Bernardo Houssay. De hecho, en el Instituto de Biología y Medicina Experimental (Ibyme), donde se concretó la investigación, pasaron en su tiempo el propio ministro del área y el citado Premio Nobel.
En tercer lugar, se trata no sólo de una investigación “made in Argentina” sino también “paid in Argentina”. Su financiamiento consistió en una suma de alrededor de dos millones de pesos, los cuales fueron aportados tanto por el Estado —Ministerio de Ciencia y Tecnología, Conicet, Universidad de Buenos Aires— como por organizaciones privadas —Fundación Sales— y donaciones de particulares, como es el caso de los aportes de la familias Ferioli y Ostry.
Lo dicho anteriormente no hace más que confirmarnos ciertas cuestiones respecto de la actividad científica en nuestro país, que a esta altura tendrían que ser “verdades evidentes”. Que la capacidad humana es de primera línea, y en lo que entendemos principal de cara al futuro, es que se puede investigar sin presupuestos internacionales, pero ello también demanda un compromiso conjunto y social. No sólo el Estado debe hacerse cargo del tópico sino que la ciencia y su desarrollo debe ser un interés en el ámbito de la sociedad. El cual debe traducirse no sólo en financiamiento de quienes estén en condiciones de llevarlo a cabo sino también en reconocimiento a quienes lo llevan a cabo, siempre en condiciones por debajo —a veces, muy por debajo— de la media internacional en el ramo.
Valga recordar, en este sentido, y por su vigencia actual, lo dicho en su oportunidad por Bernardo Houssay sobre nuestra necesidad de apostar al desarrollo científico: “El dilema para nuestro país es querer ser o no querer ser una gran potencia en la obra de la civilización humana. Si queremos ser bien civilizados y serlo cada vez más, debemos cultivar las ciencias mucho más que hasta hoy”.
