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¿Lo peor está por venir?

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 Por Johannes Myburgh (*)

Habíamos llegado al extremo septentrional de Brasil (parecía el fin del mundo) para averiguar lo que sucedió en los ataques contra migrantes venezolanos y parecía que estábamos viviendo un thriller.
Las tensiones se desbordaron el 18 de agosto, cuando los residentes de la ciudad fronteriza de Pacaraima destruyeron campamentos improvisados, quemaron carpas y posesiones y corrieron a personas migrantes hasta la frontera. Durante los días siguientes, descubrimos lentamente la cadena de malentendidos, prejuicios y frustración que condujo a esa violencia.
¿Pero por qué contar la historia de un ataque en una parte remota del mundo, un pueblo amazónico de 10.000 habitantes, en el que nadie murió? Porque puede ser una señal de lo que vendrá mientras decenas de miles de venezolanos emigran hacia el resto de América Latina, huyendo de la economía en ruinas de su país.
Los incidentes de Pacaraima fueron los primeros ataques contra venezolanos desde que comenzaron su éxodo pocos años atrás. Nuestros editores decidieron que debíamos ir.
El fotógrafo Mauro Pimentel, basado en Río de Janeiro, la periodista de texto Eugenia Logiuratto, basada en Brasilia, y yo, que viajé desde San Pablo, tomamos un vuelo al estado de Roraima, tan remoto que está al final de la línea para los servicios aéreos nacionales. Nuestro avión aterrizó después de la medianoche.

Según la ONU, unos 1,6 millón de venezolanos han abandonado su país desde 2015. La mayoría se ha dirigido a naciones vecinas como Colombia, Ecuador y Perú.
Cerca de 50.000 han llegado a Brasil. Para quienes llegan por ruta, el punto de entrada es uno de los Estados más pobres del país… y el menos preparado para una afluencia masiva.
Irónicamente, el lugar donde estalló la primera ola de violencia contra los migrantes venezolanos ha tenido por años una relación muy estrecha con su pueblo hermano venezolano, Santa Elena, al otro lado de la frontera. Los brasileños cruzan regularmente en automóvil a Santa Elena para cargar combustible (Pacaraima no tiene una estación de servicio), mientras que los venezolanos llegaban al otro lado para abastecerse en alimentos.
Cuando llegamos a Pacaraima, encontramos restos de colchones y zapatos quemados en la ruta. La población venezolana estaba ansiosa por hablar, pero no por ser filmados, temerosos de posibles represalias.
Los venezolanos en la ciudad habían estado viajando por días. Uno podía verlos caminar, tirando de una valija sobre ruedas, como si estuvieran en un aeropuerto. Excepto que esto era el Amazonas, y la valija contenía todo lo que podían traer para comenzar una nueva vida en una tierra diferente.

Creciente frustración
Como investigadores que siguen una pista tras otra, por medio de varias entrevistas fuimos descubriendo lo que había pasado.
A medida que los campamentos improvisados de migrantes crecían, también lo hacía la frustración de los lugareños. Estaban enojados con las personas migrantes en las calles, las condiciones insalubres, la presión sobre su ya abarrotado sistema de salud.
La chispa que encendió el fuego fue cuando ladrones atacaron a un comerciante local. Con rumores se difundió que los criminales habían sido venezolanos y que el hombre había muerto. Ambas informaciones eran incorrectas.
Pero los residentes decidieron perseguir a los venezolanos, avanzando por la ciudad. Una vez que los corrieron, quemaron sus pertenencias. Una pareja de venezolanos nos contó que habían huído a las montañas y esperado dos días sin comida ni agua antes de animarse a regresar.
«Fue feo, muy feo», nos dijo un joven, visiblemente conmocionado.
Algunos migrantes me dijeron que los residentes iban en patrullas por la noche para ahuyentar a cualquier venezolano que se aventurara a dormir en las calles.
Pensé que encontrar lugareños para hablar sobre los ataques sería difícil. Su sinceridad me tomó por sorpresa.
«¡La mayoría de los que estaban allí eran escoria, ladrones, vagabundos!», dijo una mujer.
Más tarde, el comerciante local que había sido robado dijo en televisión que sus atacantes habían sido brasileños, no venezolanos. Un paciente con su mismo nombre había muerto en el hospital, y los lugareños sacaron conclusiones equivocadas. Era fácil ver cómo crecían los malentendidos.

El hospital local fue otro punto de enojo: estaba afrontando la afluencia de migrantes enfermos y los residentes se quejaban de haber sido rechazados porque los venezolanos habían tomado todas las camas.
Los habitantes del lugar no esperaban que sus acciones atrajeran tanto interés y parecían desconcertados por la prensa en el lugar. Frecuentemente se acercaban durante nuestras entrevistas, interrumpiendo cuando escuchaban algo que no les gustaba.
Una vez tuve una pelea con una mujer que insultaba a los gritos a un venezolano de 18 años a quien yo estaba entrevistando. El chico cargaba las bolsas de las compras de la gente a sus automóviles para ganarse la vida. «Son ladrones, drogadictos», había dicho la mujer en voz alta durante nuestra conversación. «Esto es humillante», lamentó él.
Los residentes de Pacaraima también se enfurecieron porque la atención de los medios se dirigía a los migrantes. Brasil tiene una plétora de problemas propios.
Ellos mismos luchan por ganarse la vida y obtener asistencia sanitaria pública de calidad. Desde su punto de vista, era una locura que la atención se centrara en los migrantes que habían «invadido» su ciudad en lugar de que fuera en sus reclamos de años. Pero se olvidaban de que es el Estado brasileño el que debe garantizar los derechos de las dos poblaciones.

Desgarro
Después de tres días nos dimos cuenta de que nuestra bienvenida inicial había terminado. Tuvimos una acalorada discusión con un funcionario de la ciudad cuando traté de filmarlo echando de la calle a vendedores ambulantes. Unas horas más tarde, el dueño de un bar reconoció mi micrófono y nos señaló, diciendo que estábamos causando problemas. Decidimos conducir de regreso a la capital del Estado, Boa Vista.
Las autoridades locales estiman que 25.000 venezolanos han llegado a Boa Vista, muchos de los cuales viven en uno de los diez refugios establecidos para recibirlos. Pero 2.500 todavía estaban en la calle. Cuando nos detuvimos en un importante cruce de tráfico, unos 20 venezolanos rodearon nuestro automóvil, ofreciendo lavar nuestro parabrisas por unos pocos reales.
Algunas docenas acampaban afuera de una iglesia. Un hombre lloró cuando nos dijo que había huido de su país y que no esperaba vivir en la calle en Brasil. Sin embargo, pocos estaban dispuestos a volver.
El gobierno venezolano había enviado a un funcionario para tratar de convencerlos de que regresaran, pero tenían miedo de represalias si volvían a casa. Nadie aceptó ir con él.
Los migrantes dijeron estar preocupados por eventuales nuevos ataques como el de Pacaraima. Y contaron que les arrojaron piedras en Boa Vista.

Los residentes locales nos aseguraron que simpatizaban con los migrantes y su difícil situación, pero que su Estado simplemente no daba abasto ante tal afluencia. También estaban muy enojados con los políticos que corrían para ayudar a los extranjeros, y no a su «propia» gente.
La semana me dejó desgarrado. Muchos de mis colegas y amigos son venezolanos que se fueron de casa y hablan del sufrimiento de sus seres queridos.
Golpea profundamente cuando ese tipo que camina por la calle cargando su vida en una maleta podría haber sido un amigo de uno. Pero también entiendo la frustración de una persona local que lucha para llegar a fin de mes, y luego es abrumada por gente de otro país con serias necesidades en, literalmente, cada esquina.
Brasil ha intentado lidiar con la situación desplegando su ejército en la frontera para brindar «seguridad» tanto a brasileños como a venezolanos. También comenzó a transferir inmigrantes a otras partes del país.
Pero 800 venezolanos ingresan al país diariamente; las medidas son una gota en el océano y yo creo que es sólo cuestión de tiempo para que la violencia vuelva a asomar.

(*) AFP

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