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Llamaradas y transiciones en la historia china

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La China o Thien-Hia (Celeste Imperio), desde tiempos inmemoriales, es un enigma permanente para Occidente. Pese a los esfuerzos de exploradores, comerciantes e historiadores, nadie ha desentrañado las claves de su historia de más de cinco mil años.

Esta vez no ahondaremos en las tradiciones imperiales sino se procura desentrañar algunos interrogantes que servirían para discutir en profundidad algunos aspectos de esta superpotencia que aspira a ocupar el rol de potencia hegemónica, contrariando los sueños de Estados Unidos y la Unión Europea.

Sabemos que la sociedad china ha entrado en un proceso de aceleradas transformaciones que han puesto en entredicho todo lo, hasta ahora, conocido. Proceso que se aceleró a partir de la muerte de Mao Tse Tung, acaecida el 9 de septiembre de 1976, y el recambio generacional en el seno de la dirección del Partido Comunista Chino. Sin embargo, los interrogantes subsisten, quizás, por desinterés político de la prensa occidental.

¿Qué ha sido de la China de Mao Tse Tung? ¿Por qué razón la presencia del héroe de la Gran Nación China, que asumió la conducción de la Guerra de Liberación, ha sido reducida su presencia en el Panteón de los Héroes, a su condición de poeta? Poeta del que sólo es posible recordar sólo dos líneas de su histórico discurso de proclamación de la fundación de la República Popular China, el 1 de octubre de 1949: “Nosotros los 475 millones de chinos, nos hemos puesto de pie, y el futuro de nuestra nación es infinitamente brillante.”

Mao, el “Gran Conductor”, otrora símbolo de la nacionalidad -afirma el ensayista chino Gordon Chang Guthrie (GCG), autor de El Colapso que viene de China-, por estos días tiene destino de desván. No es de interés recordar la Gran Marcha, ni siquiera sus esfuerzos por construir la nueva sociedad china. Menos, por cierto, la evolución política que implicó transitar del concepto de Revolución Permanente al de Revolución Continua, definiciones que abrieron un encendido debate en Occidente, cuyas llamaradas llegan hasta el presente.

Sus herederos se decidieron por la sepultura rápida. El proceso de “desmaoización” -si se nos permite el neologism- dio comienzo en el mismo momento en que culminaron los funerales de Estado. Se les iba la vida en ello. Necesitaban afianzar su propia identidad.

Transformando –explica GCG- el partido revolucionario “en un régimen gobernante. A pesar de que, en teoría, los sistemas autoritarios son inherentemente frágiles y que eventualmente ellos se despedazan, la República Popular China es ahora considerada como una nación resistente y duradera (…) ya que los nuevos mecanismos de gobierno desarrollados por el Partido Comunista a partir de 1989 han conferido a los líderes chinos la manera de asegurarse continuidad a pesar de que el descontento popular ha ido en aumento. Los mismos autócratas de Pekín acreditan que estas instituciones son las responsables de haber creado una de las experiencias de más rápido crecimiento económico de la historia.”

La transición fue compleja. Dos modelos contrapuestos se enfrentaron con aspereza, como ocurrió en la vida del líder en los tiempos del Gran Salto Adelante y los de la Gran Revolución Cultural Proletaria. Esta vez ocurrió en los años 80 del siglo pasado. El descontento crecía. En abril de 1985, burlando todos los controles, desobedeciendo a los comisarios políticos, desde los cuatro puntos cardinales del país-continente cerca de cuatro mil activistas hicieron una sentada frente al cuartel general del Partido, para hacerle saber a su politburó que los chinos necesitaban respirar aires de libertad.

Los meses y años siguientes fueron terroríficos. La represión fue sangrienta y no hubo rincón del país que no fuera escudriñado. En las regiones autónomas de Sinkiang, Mongolia Interior, Tíbet, Ningxia y Guangxi fue aún más ruda. Pekín extrañó a millones de hombres y mujeres, quienes perdieron sus propiedades y dioses hogareños, ya que les fue prohibido trasladarse con sus altares domésticos.

“En Enero de 1987, los estudiantes se manifestaban -leemos en El Colapso que viene de China- en la Plaza Tiananmen, el centro simbólico de China. Deng Xiaoping, en ese entonces el líder máximo de China, declinó toda respuesta a esa sensación general de descontento, alimentada por las desigualdades económicas. Afortunadamente para él y sus cuadros de veteranos, el pueblo de China no estaba para reclamar cambios revolucionarios. Durante los extraordinarios días de la Primavera de Pekín, con el propósito de hablar con sus líderes, no removerlos. Para mí la imagen más sugestiva y poderosa de esa época no fue la de la gente eufórica en la plaza ni la del hombre que enfrentó solitario la columna de tanques, sino la de tres estudiantes paralizados que estaban de rodillas en los escalones del Gran Hall del Pueblo. Ese trío solitario había llegado para suplicar a sus líderes, quienes se negaron atenderlo (…) Seis semanas después, Deng decidió usar la fuerza para terminar la protesta.

Los residentes en Pekín, armados con piedras y un poco más, respondieron a los bien equipados soldados del Ejército de Liberación. Al tiempo que los tanques ingresaron en dirección a los estudiantes que ocupaban la plaza de Tiananmen (…) Como Deng calculó correctamente, hacer correr la sangre de algunos cientos tuvo el efecto de intimidar a cientos de millones”.

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