jueves 14, noviembre 2024
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Liderazgos y continuidades

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Un repaso por las sucesiones presidenciales en Brasil,  Uruguay y Venezuela muestran cómo, más allá de los lideratos personales, las sociedades sudamericanas siguen apoyando proyectos políticos que significaron cambios estructurales y mejoras en la calidad de vida de amplios sectores sociales.

Por Federico Vázquez – Periodista. Integrante del observatorio político Noticias del Sur. Especial para la Agencia Télam

“Buscan eternizarse en el poder” es una de las frases preferidas de las oposiciones mediáticas y políticas de varios países sudamericanos, desde hace ya años. El sustento real fue que, en varios casos, los presidentes lograron amplios apoyos electorales que les permitieron acceder a segundos o terceros mandatos, de acuerdo con lo que dictan las distintas constituciones.

Por detrás de aquella frase se cuela la idea de que la continuidad de los gobiernos progresistas se limita a la figura de algunos liderazgos personales. De esta manera, la supervivencia de la experiencia del proceso político estaría necesariamente atada a la suerte de esos liderazgos. Una idea estrecha del concepto de “populismo” que, dicho sea de paso, encuentra defensores en ambos lados del mostrador. Sin embargo, una simple mirada por la región muestra lo contrario: en todos los casos, las fuerzas políticas gobernantes superaron con éxito, cuando fue necesario, la siempre traumática sucesión presidencial.

El caso más reciente fue el venezolano. La muerte de Hugo Chávez puso la revolución bolivariana frente a la obligación de probar que el ciclo político podía sobrevivirlo. Nicolás Maduro consiguió un triunfo muy ajustado y trajo como discusión posterior las razones que llevaron a una considerable merma en los votos respecto a la votación en octubre pasado, cuando Chávez había logrado un margen de más de 10 puntos sobre el mismo candidato opositor. Sin embargo, este debate oculta el dato fundamental: Maduro logró superar 50% de los votos, logrando sobreponerse a la desaparición física de Chávez, fundador del movimiento.

No se trata, simplemente, de ver el vaso medio lleno o medio vacío. En las anteriores elecciones, cuando Chávez no había sido candidato -el referéndum para una nueva reforma constitucional, en 2007, o las elecciones parlamentarias de 2010- las fuerzas políticas bolivarianas no habían logrado esa mayoría.

Este dato se vuelve un argumento de peso para contrarrestar el discurso que desde hace años intenta instalar la idea de que la vigencia del actual proceso político venezolano responde a las cualidades personales (y por lo tanto excepcionales, únicas e irrepetibles) de un liderazgo. Por el contrario, más de la mitad de los venezolanos optó por elegir a un candidato que, hasta el agravamiento de la enfermedad de Chávez, no figuraba en los planes de nadie como conductor del país.

Lo que parece haber ocurrido en Venezuela es la demostración de que una mayoría social sostiene un tipo de administración política y económica, a la cual juzga como la mejor opción para resolver los problemas concretos de su vida -con sus fallas y limitaciones-, aun después de una década y media de gestión ininterrumpida del poder.

Y a la hora de entender la notoria merma de los votos, parecen cobrar importancia aspectos duros de gestión, como la devaluación de 32% de la moneda local frente al dólar, en una economía que importa gran parte de lo que consume, antes que problemas de “traspaso de carisma”.
Lo interesante es que este éxito de sucesión presidencial en el país donde quizás más peso tenía el liderazgo personal está lejos de ser un hecho aislado. Por el contrario, con sus obvias particularidades, otro tanto había ocurrido ya en Brasil y en Uruguay.

En el primer caso, Dilma Rousseff -quien poco tiempo antes de las elecciones de 2010 estaba lejos de alcanzar los niveles de apoyo que tenía Lula- terminó logrando 56% de los votos en la segunda vuelta. Allí también se había instalado fuertemente la idea de que la suerte del Partido de los Trabajadores (PT) estaba unida inexorablemente al “carisma” del primer presidente de origen obrero, que se había convertido poco menos que en un prócer nacional durante los últimos años de su segundo gobierno.

Dilma, con una carrera política más vinculada con la gestión pública que con la militancia dentro del PT, distaba mucho de contar con la biografía épica de su antecesor. Al día de hoy, varias encuestas muestran que la actual Presidenta tiene más intención de voto que el propio Lula, de cara a las próximas elecciones presidenciales del próximo año.

Lo mismo ocurrió en Uruguay, país que no permite la reelección presidencial inmediata. A diferencia de Brasil, donde Lula decidió personalmente quién lo continuaría, la coalición de partidos nucleados en el Frente Amplio uruguayo zanjó mediante una interna al nuevo candidato. P

epe Mujica, con un pasado guerrillero, ninguna experiencia en la gestión y un estilo ultradesacartonado, era la contracara del presidente saliente, un prolijo oncólogo del moderado Partido Socialista, que había llegado a la presidencia después de ser intendente de Montevideo y tener a cuestas dos intentos fallidos en elecciones presidenciales. Sin embargo, no hubo mayores cambios electorales y el Frente Amplio volvió a ganar las elecciones.

En Ecuador, Rafael Correa ganó su tercera elección presidencial, en el mes de febrero. Durante su primer mandato se sancionó una nueva constitución que fija la posibilidad de una única reelección consecutiva, por lo que en mayo estará empezando su segundo gobierno bajo el nuevo texto.

Algo similar ocurre con Evo Morales. Por estos días, la Corte Suprema boliviana interpretó que Evo tiene derecho a presentarse por tercera vez como candidato, en 2014, porque durante su primer gobierno hubo una refundación constitucional que permite una reelección consecutiva. En ninguno de los países existe la reelección indefinida, por lo que la “eternización” no parece factible.

Sea por la biología o por limitaciones constitucionales, tarde o temprano todos los proyectos políticos democráticos se encuentran ante la complejidad de renovar la dirección de sus elencos gobernantes. Los gobiernos pos-neoliberales que nacieron hace una década inauguraron un ciclo político de largo plazo, vinculados obviamente con la emergencia de liderazgos personales fuertes y determinantes, pero sus recorridos concretos permiten sostener que no agotan su vitalidad en ese origen.

Por el contrario, las oposiciones políticas y mediáticas son las que parecen obsesionadas en esos liderazgos, intentando debilitarlos, destituirlos o presentarlos como versiones aggiornadas de modelos totalitarios, sin comprender que el cambio ocurrido es más estructural.

Las sociedades sudamericanas vienen apoyando, al final de cuentas, un denominador común: una creciente regulación estatal de la economía, que demostró ser eficaz para mejorar las condiciones de vida de vastos sectores sociales. Esta sencilla ecuación -que, con sus matices, puede aplicarse a todos los gobiernos que estamos analizando- sigue siendo negada por las oposiciones, lo que las lleva a construir un discurso vacío, anclado en defensas “republicanas” de contenido real muy vaporoso, sin hacerles frente a las políticas concretas que explican la continuidad política, que ya no puede comprenderse desde la simple idea del “liderazgo populista”.

Argentina asoma como el próximo país donde esa tensión volverá a presentarse. Y mientras el interrogante principal suele ponerse en quién será el candidato oficialista para 2015, este repaso del mapa regional permite arriesgar la hipótesis de que no es en esa cuestión -importante, desde ya, pero no definitoria- donde se jugará la suerte del actual proceso. Por el contrario, será en la capacidad de mantener la ecuación de intervención estatal y mejora de las condiciones de vida de las mayorías donde parece jugarse el partido.

Por otra parte, el desempeño de la oposición local, lejos de cualquier “caprilismo”, sigue mostrándose sin un liderazgo unificador (algo que, por otro lado, a la oposición venezolana le costó años y muchas derrotas electorales conseguir); consecuentemente, sin poder articular un discurso que sea algo más que un rechazo visceral a todo lo sucedido desde 2003 hasta la fecha. Una fórmula que no parece redituable electoralmente aquí ni en el vecindario.

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