Conforme la Unesco, “la alfabetización es un proceso continuo de aprendizaje y conocimiento de la lectura, la escritura y el uso de los números a lo largo de la vida, y forma parte de un conjunto más amplio de competencias, que incluyen las competencias digitales, la alfabetización mediática, la educación para el desarrollo sostenible y la ciudadanía mundial, así como las competencias específicas para el trabajo”.
Su adquisición no es un acto aislado sino cooperativo entre humanos, así como de doble vía, pues -desde siempre- no se puede enseñar sin aprender algo ni se aprende nada sin enseñar en algún sentido, incluso tal vez sin percibirlo su productor.
Se la entiende, además, “hoy en día como un medio de identificación, comprensión, interpretación, creación y comunicación en un mundo cada vez más digital, mediado por textos, rico en información y que de cambios rápidos”. Sucede que, en el presente, la alfabetización resulta un concepto mucho más abarcador que antaño. No se agota en la tradicional competencia de lectoescritura sino que se ha expandido al dominio de cada vez más aspectos, sobre todo respecto de las tecnologías digitales. Manejar un cajero automático o interactuar en una determinada plataforma de trámites, integra ahora también el área, entre otras competencias.
La alfabetización es uno de los mayores instrumentos para el resguardo de la libertad de las personas a fin de poder ejercer su autodeterminación vital, desde que empodera y libera de otros a las personas en casi todos los aspectos de su vida de relación. Por ello va incluso más allá de su importancia como parte del derecho a la educación, para conformar una de las garantías más fundamentales y básicas de la persona humana.
Nuestro país tiene una posición señera en la cuestión, nacida en el espíritu progresista de la Generación del ochenta y su fase previa, a partir de la segunda mitad del siglo XIX.
Destaca la figura de Domingo Faustino Sarmiento en la materia, pero también la de su ministro del ramo, que lo sucedió luego: Nicolás Avellaneda. O, desde otra perspectiva de ideas, José Manuel Estrada.
Como ejemplos normativos de tal preocupación podemos citar que el 23 de septiembre de 1870 se sancionó la Ley Nacional Nº 419, impulsada, a fin de fomentar la creación y el desarrollo de bibliotecas populares, constituidas por asociaciones de particulares, con la finalidad de difundir el libro y la cultura.
En su primer artículo se expresaba: “Las Bibliotecas populares establecidas o que se establezcan en adelante por asociaciones de particulares en las ciudades, villas y demás centros de población de la República, serán auxiliadas por el Tesoro Nacional en forma que determina la presente ley”, estableciendo el Poder Ejecutivo una Comisión Protectora de las Bibliotecas Populares, compuesta por lo menos de cinco miembros anuales (art. 2ª), la que tendrá a su cargo “el fomento e inspección de las Bibliotecas Populares, así como la inversión de los fondos” (art. 3ª).
La norma capital en la materia fue sancionada el 8 de julio de 1884. La Ley Nacional Nº 1420 estableció a escala nacional la educación primaria común, gratuita y obligatoria entre seis a catorce años de edad, teniendo “la escuela primaria tiene por único objeto favorecer y dirigir simultáneamente el desarrollo moral, intelectual y físico de todo niño de seis a catorce años de edad” (art. 1º).
Sin embargo, por la época, no todas las leyes eran a favor de tal alfabetización. Como nos cuenta Irene Vallejos en su obra El infinito en un junco, sobre la historia de los libros: “En los Estados Unidos, hasta la derrota de la Confederación, en 1865, era ilegal en muchos estados del sur que los esclavos aprendieran a leer o a escribir, y los siervos capaces de hacerlo eran considerados una amenaza para la continuidad del sistema esclavista”.
No era gratuito violar tal prohibición. Daniel Doc Dowdy, quien había sufrido la esclavitud sureña decía en 1856: “La primera vez que te pillaban tratando de leer o escribir te azotaban con una correa de cuero, la segunda con un látigo de siete colas y la tercera te cortaban la primera falange del dedo índice”.
En la antedicha obra se cita asimismo las palabras de Alberto Manguel en su Historia de la lectura: “Por todo el Sur de Estados Unidos, era frecuente que los propietarios de las plantaciones ahorcasen a cualquier esclavo que tratase de enseñar a otros a deletrear. Los dueños de esclavos (como los dictadores, los tiranos, los monarcas absolutos y otros ilícitos detentadores del poder) creían firmemente en la fuerza de la palabra escrita. Sabían que la lectura es una fuerza que requiere apenas unas pocas palabras para resultar aplastante. Alguien que es capaz de leer una frase es capaz de leerlo todo; una multitud analfabeta es más fácil de gobernar. Dado que el arte de leer no puede desaprenderse una vez que se ha adquirido, el mejor recurso es limitarlo. Por todos esos motivos había que prohibir la lectura”.
No es menor no perder de vista tales aberraciones del pasado. Sobre todo, para poder distinguir las más sutiles, pero no menos perniciosas, del presente. Ya que el acceso y la práctica de la alfabetización en nuestros días, consistente en tratar con la gestión, producción, difusión y consumo de la información en sus distintos formatos, particularmente los digitales y audiovisuales, asunto que presenta no pocas amenazas: direccionamientos de opinión, noticias y contenidos falaces, por citar sólo las principales.
Frente a ello, el espíritu crítico que impulsa la alfabetización en sentido amplio, está llamado hoy como en el pasado, a tener un papel crucial en el resguardo de nuestra libertad día a día, tanto en las pequeñas como grandes cuestiones que se presenten.