Por Silverio E. Escudero
Horror, magia, temor, encantamiento, recelo, sortilegios, dudas, quimeras, perplejidad, ilusiones, espanto, espejismos y enigmas son componentes esenciales detrás de la historia que hoy nos convoca.
Todo se dice y se cuenta en los mentideros políticos donde es posible dudar de la honorabilidad de todos sin preocuparse de la veracidad de los datos con los que se juega.
Esos mentideros guardan antecedentes y testimonios que, es probable, tengan la clave de los misterios que rodean la profanación de la tumba del teniente general Juan Domingo Perón y la mutilación y robo de las manos del tres veces presidente de Argentina.
El país, gobernado por Raúl Alfonsín, transitaba por momentos de zozobra. La corporación militar enfrentaba al gobierno constitucional. No admitía que era posible que la sociedad civil revisara el Proceso de Reorganización Nacional que dio inicio el 24 de marzo de 1976; que se juzgara a las Juntas Militares y al terrorismo de estado; la guerra de Malvinas y el destino final del Fondo Patriótico Malvinas creado, por decreto Nº 753 del 15 de abril de 1982, con el fin de posibilitar el ingreso a las cuentas del Estado de aportes de ciudadanos, instituciones y fuerzas vivas del país que ofrecían donaciones y contribuciones “con motivo de la recuperación de las Islas Malvinas, Georgias y Sandwich del Sur”.
La noticia de la profanación de la tumba de Perón, decíamos, conmovió las bases de la sociedad argentina. Pese a la gravedad del suceso el Partido Justicialista mantuvo una conducta errática. Reconoció que había sido forzada la bóveda de Tomás Perón (el padre del general) ubicado en los lotes 24 y 25, tablón quinto, manzana 9, sección 9 del cementerio de Chacarita, fue forzado y presentaba un orificio central alrededor de 20 centímetros. Y que el féretro estaba protegido con un vidrio blíndex como parte de una estructura cerrada por dispositivos que se accionaban con doce llaves de triple combinación, fabricadas especialmente en la Casa de la Moneda con intervención de la Escribanía General de Gobierno.
“El cuerpo –reza el acta que labró el juez Jaime Far Suau- se encuentra vestido con uniforme del Ejército Argentino, con el grado de teniente general, con banda presidencial y cinturón correspondiente (…) También se observa sobre su pecho un rosario con piedras color jade, insignias militares y una gorra.”
Consciente del hecho de que los peronistas, más allá de ser reconocidos como el brazo político de la iglesia católica y continuadores del conservadurismo argentino, son amantes del secretismo, las brujerías y los rituales esotéricos, recurrimos a las explicaciones que alguna vez proporcionó Isidro Ventura Mayoral, abogado del muerto –que confrontasen con la versión de Guillermo Terrara- que afirmó que el entierro del general se realizó siguiendo el rito egipcio de los muertos. Razón por la cual el cadáver estaba acompañado por los objetos más preciados que le habían acompañado en vida.
“El robo de las manos-afirmó Ventura Mayoral- está apuntando a un signo, algo que hay que descifrar como si estuviéramos frente a un enigma. Igual que los jerogíficos de la Pirámide. Necesitamos aquí la presencia de Pierre-François Bouchard, el descubridor de la Piedra Rosseta para develar el enigma”, afirmó.
Ese tema rondó toda la interpelación secreta al ministro del Interior Antonio Troccoli, que ocurrió el martes 7 de julio de 1987 en la Cámara de Diputados de la Nación y de la que pueden dar testimonio los 160 diputados radicales y peronistas, sus asistentes parlamentarios, secretarias y un puñado de funcionarios de carrera que no superaban la decena.
Lo que ha trascendido, a pesar del paso del tiempo, es poco menos que irrelevante. Quizá porque los interlocutores exageraban su participación en el debate para ganar la atención del investigador o, porque sus dichos carecían de sustento por el escaso poder de comprensión del momento histórico que vivía el señor diputado.
Nuestra investigación fue, en su tiempo, minuciosa en extremo. Sin embargo, esas casi mil quinientas páginas no contienen apuntes de interés sobre lo que ocurrió en el recinto.
Facundo Suárez Lastra, secretario de Inteligencia del Estado, aseveró que la SIDE requirió asistencia de organismos homólogos de países amigos para desentrañar tamaño intríngulis y aguardaba conclusiones; que el diputado peronista ultraortodoxo Torcuato Fino perdió la compostura y la cosa se desmadró cuando, a los gritos, le preguntó al ministro cuánta gente cabía en un féretro.
Troccoli, un viejo zorro de la política, casi socarronamente le enmendó la plana: “Debe ser en la bóveda, señor diputado”, provocando una ruidosa carcajada general.
Los diputados renovadores aportaron lo suyo. Miguel Ángel Toma, Carlos Grosso y Roberto García buscaban respuestas imposibles: “¿Puede el señor ministro aseverar que las manos del general Perón no fueron seccionadas durante el proceso militar? ¿Y de ser así cual es la opinión del señor ministro sobre la responsabilidad que les cabe a quienes realizaron este hecho?”, preguntaban.
Para finalmente consultar si, en caso que correspondiese, los ejecutores “¿serían sometidos a proceso o sería un hecho impune más como consecuencia de la aplicación de Ley de Obediencia Debida?.”
Insistimos en nuestra hipótesis inicial. El Partido Justicialista oculta aún información sensible sobre este macabro episodio de la historia reciente que traemos al recuerdo.
Cuesta trabajo que se reconozca la existencia de tres cartas cuyo remitente era un tal “Dr. Hermes Iai”, en las cuales reclaman a modo de rescate ocho millones de dólares por una antigua deuda que mantenía con ellos el general Perón desde 1972. ¿Y el acreedor? Los nombres se superponen sin solución de continuidad Jorge Antonio, Muamar el Kadafi, Francisco Franco…
Y como prueba de autenticidad adjuntan trozos de una carta manuscrita que María Estela Martínez de Perón había dejado junto a la tumba de su esposo, a instancias del ministro de Bienestar Social, José López Rega.
Los destinatarios del pedido de rescate no fueron otros que el presidente del Partido Justicialista en el orden nacional, el catamarqueño Vicente Leónides Saadi; Carlos Grosso, el titular del PJ Capital y Saúl Ubaldini, secretario general de la Confederación General del Trabajo (CGT), que en un encendido discurso gritó: “Elevemos los brazos al cielo, porque las manos de Perón están en manos del pueblo.”
La investigación del caso recayó –como señalamos arriba- en manos del juez Jaime Far Suau, quien finalmente inspeccionó la bóveda a fondo en la tarde del 1 de julio, durante cinco horas. Y confirmó lo que a esa altura era un grito mudo: las dos manos de Perón habían sido cortadas y robadas. Los profanadores también se habían llevado el sable, pero no la gorra.
Cada quien elaboró su lista de sospechosos de acuerdo a sus intereses. El gobierno apuntó a la mano de obra desocupada de los grupos de tareas de la dictadura, integrada por los carapintadas alzados en Semana Santa.
La ortodoxia peronista culpó a la izquierda revolucionaria por el reclamo de los 8 millones de dólares de 1972 y la “izquierda peronista” a Guardia de Hierro y el Vaticano. La CGT apuntaba a los militares y estos a José López Rega –el Hermano Daniel- y sus juegos esotéricos.
David Cox y Damián Nabot, en el libro la Segunda Muerte, vinculan la profanación con Licio Gelli, el fascista italiano que lideraba la logia irregular Propaganda Due de la que Perón, junto al almirante Emilio Eduardo Massera, eran acólitos. ¿Cuál es la hipótesis y en qué hechos la fundan?
Para completar este cuadro pleno de misterio, el ultraderechista Guillermo Patricio Kelly salió a embarrar la cancha y el juez Far Suau murió en un extraño accidente de tránsito que despertó muchas dudas apenas un año después, en 1988.