La crisis griega es de antigua data. Observadores de diversas corrientes ideológicas la plantean como permanente. Afecta al Estado griego y cuestionan su legitimidad. La desconfianza de la población es absoluta. Descree del comportamiento de la burocracia y del papel de los poderes internacionales en la política griega. Su historia es el catálogo más minucioso de la tragedia.
Esta etapa, quizá, dio comienzo en 1828, cuando Grecia se trasformó en provincia del imperio otomano, luego de haberse desangrado en una cruenta guerra civil. Período que concluyó con la firma del Tratado de Constantinopla, en febrero de 1832, suscripto por el comando unificado de las tropas del Reino Unido, Francia y Rusia, por una parte, y el Imperio Otomano, por la otra. Acuerdo que produjo la renuncia de Leopoldo I de Bélgica a sus pretensiones sobre el trono de Grecia, sentando las bases de un moderno Estado griego independiente.
Las claves de ese nacimiento traumático y sus consecuencias políticas y económicas las encontraremos en la monumental obra del constitucionalista bávaro Ludwig von Maurer titulada El pueblo griego. El autor, que a la sazón integraba el Consejo de Regencia del nuevo rey griego -que gobernó bajo el nombre de Otón- de origen bávaro, marcó el rumbo de un país devastado.
La obra de Von Maurer fue el primer gran inventario de la economía griega. Debería ser de lectura obligada para todos aquellos que quieran comprender -realmente- dónde están parados los griegos de este tiempo. Von Maurer describe una unidad económica en quiebra. Un país destruido, una suma de escombros con los desequilibrios propios de una nación que ha salido de la guerra “con miles de viudas, huérfanos y ancianos, y una grave falta de personas capaces de trabajar”. Cuestión que, al parecer, tornaba en poco viable el Estado recién creado que, por entonces, abarcaba el Peloponeso, las Cícladas y la parte de la Grecia continental que conformaba la antigua Grecia. Límites que fueron propuestos por Gran Bretaña y Francia.
Ciento setenta años después el territorio de Grecia se ha triplicado y el país -según sus estadísticas oficiales- se encuentra entre los 30 países más desarrollados del mundo y en la Unión Europea, aunque, en un acto de realismo, a la hora de reflejarse en otras potencias, lo hacían con Irak o, mejor sea dicho, con el Kurdistán iraquí, que suponen será en 2050 -superado el clima de guerra permanente- uno de los Estados más poderosos del mundo.
Anastassios Anastassiadis, profesor asistente de historia griega en la Universidad de McGill, en Montreal, reflexionaba en 2006 que todo debía ponerse en duda. Hasta las verdades que se suponían permanentes o reveladas por los antiguos dioses. Sería más justo comparar Grecia con los Estados europeos, aunque las conclusiones serían menos halagüeñas. Colisionan -anotaba- “con nuestros paradigmas culturales, habida cuenta de que manifestamos problemas de identidad no resueltos.” Todos los griegos y, por ende, los medios de comunicación, aseguran que ‘Grecia no pertenece a Europa’, es decir, es un país no europeo. Definición que abona la resistencia permanente a pertenecer a la Unión Europea.
Las preguntas interrogan sobre la continuidad y calidad institucional.
La operación intentada en Grecia en 1830 no fue propia. Los griegos no asumieron como algo propio ser un país independiente; tampoco la nacionalización de las reforma de las instituciones estatales existentes, a diferencia de Bélgica, que tenía una tradición de siglos de antigüedad de la institucionalización del Estado vinculado a la dinastía de los Habsburgo.
“Más bien, es una sustitución completa de nuevos mecanismos, ‘moderno’ y europeo, a los mecanismos institucionales existentes considerados inadecuados y obsoletos”, anota Anastassiadis. No olvidemos que se trata de mecanismos de antigua provincia otomana dirigido por la ley islámica.
Grecia es en realidad el primer intento occidental de construir un Estado de cero. El reino griego quiere ser un ‘reino modelo’ en el que los europeos aplican sus conocimientos más recientes en el campo de la nacionalización. Esto es obviamente un proceso violento que requiere de paciencia, tiempo y recursos, lo que en última instancia deben tener en cuenta las instituciones preexistentes.
Sin embargo, en 1830-1840 la falta de tiempo y dinero para que la nueva monarquía tenga éxito hace zozobrar el plan maestro. Muy pronto los gobiernos extranjeros cansados de los ‘fracasos’ del control del Estado griego, que atribuyen a su carácter ‘oriental’, como si se hicieron Francia o España en un día. Por otra parte, he de decir que si el control del Estado griego es ciertamente menos pulido que el control estatal de Bélgica en la eficiencia del aparato estatal, es sin duda más en la inculcación de un sentido de nacional, como lo demuestra la lealtad de poblaciones culturalmente diversas en el gobierno central. A pesar de la crisis de los últimos dos años, no se observó ningún fenómeno de la reivindicación regional o identidad en Grecia.
¿Éstas son las causas primeras del sacrificio griego ente el altar del poder financiero internacional? Alguna vez, más temprano que tarde, abordaremos otros aspectos del drama, de la tragedia griega, que apenas en este siglo ha comenzado.