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Las armas las carga el diablo y las distribuye el responsable del orden público

Por Alicia Migliore*
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 Por Alicia Migliore (*)

Tengo entre mis manos una publicación del año 2005 titulada “Los efectos de las armas en la vida de las mujeres”. Son sus autores Amnistía Internacional (movimiento independiente de activistas por el respeto y la protección de los derechos humanos), la Red Internacional de acción sobre armas pequeñas (movimiento mundial contra la violencia armada que nuclea a más de 500 organizaciones dedicadas a frenar la proliferación y mal uso de armas ligeras) y Oxfam (confederación de doce organizaciones que trabajan en cien países en defensa de derechos económicos y sociales).
Desde hace tiempo pretendía compartir algo de la temática que aborda, porque mantiene plena vigencia y tiene una sistematización impecable.
Hemos naturalizado que todos los días ocurra un episodio con armas de fuego, de marca o tumberas, que arrebatan vidas y libertades en medio de iracundias, drogas y enajenación.
En primer lugar se señala que la violencia armada contra las mujeres es universal, pero no inevitable. Las mujeres afrontan un peligro mucho mayor cuando sus familias y comunidades están armadas. Marchamos declarando que “vivas nos queremos” y, a pesar de ello, la sociedad no incorpora el flagelo que significa la muerte de sus mujeres.
En segundo lugar se destaca que la violencia armada contra las mujeres en el ámbito familiar triplica para ellas el riesgo de ser víctimas de femicidio.
Obviamente, una primera recomendación surge para el Estado: debe poner fin a la proliferación de armas de fuego, exigiendo licencias con controles estrictos para permitir la tenencia y portación.
Estos aspectos hacen una referencia general a la condición de vulnerabilidad extrema de las mujeres frente a portadores de armas en su entorno.
Uno de los capítulos de la publicación se dedica exclusivamente a funcionarios de orden público, armas de fuego y violencia contra las mujeres; aquí las recomendaciones son puntuales:

-el Estado debe promover y divulgar las normas de derechos humanos para funcionarios encargados de hacer cumplir la ley.
-los gobiernos deben revisar las normas de reclutamiento y formación de los organismos destinados a prevención de delitos.
Se analizan situaciones de paz y conflictos armados, dejando establecido, conforme la normativa internacional que los Estados suscriben, que: todos los Estados tienen el deber de proteger a las mujeres de la violencia basada en el género, incluida la violencia armada, con independencia de si el autor es un funcionario del Estado, un esposo maltratador, un delincuente o un grupo armado.
Los Estados deben ejercer “la diligencia debida” para prevenir, poner fin, investigar y castigar la violencia contra las mujeres, así como garantizar una reparación a las víctimas.
Actualmente, la escalada de violencia social presenta un incremento insospechado en el mundo, muertes evitables y numerosas víctimas colaterales.
Los Estados analizan y dictan la normativa que entienden adecuada: en 2014 entró en vigencia el Tratado de ONU que regula el comercio de armas convencionales (TCA), suscripto por nuestro país en 2013, aprobado en trámite parlamentario por ley 26971, ratificado el 25/9/2014.
Inevitablemente deberemos consignar que el negocio de las armas es uno de los que mayores réditos produce, además del consecuente y proporcional poder que otorga a sus protagonistas. En Estados Unidos las masacres ejecutadas por desequilibrados armados son cotidianas. Las armas se venden libremente, sin condicionamientos, y la Asociación Nacional del Rifle, con su anacrónica filosofía discriminatoria, fija posiciones políticas que los gobiernos no se atreven a cuestionar, con un poder destructivo que les ha permitido sostener la candidatura de Donald Trump, hoy amo del mundo. Los intereses económicos que se ocultan en este formidable negocio que se nutre de vidas humanas son oscuros y a veces sorprendentemente inexplicables.

La realidad que enfrentamos nos permite afirmar que la letra de la ley nacional e internacional se ha diluido en la sangre de las víctimas cotidianas. No se llevan registros de las armas que se pierden ni las vidas que se llevan. La omisión de estas estadísticas no hace desaparecer esa tremenda realidad.
Analizando los casos que involucran armas reglamentarias en muertes recientes, advertiremos que el Estado no sólo omite “la debida diligencia” sino que demuestra de modo constante una desidia propia de quien desprecia la vida: hablamos de los femicidios cometidos por quienes se suponen agentes del orden público, y nos preguntamos cuál es el criterio científico aplicado para considerarlos aptos para portación de armas.
Hablamos de muertes de mujeres porque es el grupo más vulnerable y evidente. Pero observamos que la defensa corporativa de los distintos sectores no pone en valor la vida humana en ningún caso.
Marchamos alternativamente contra la violencia policial con la Marcha de la Gorra, manifestamos en repudio con Correpi, hacemos discursos para recordar y desear los infiernos a los genocidas, nos movilizamos porque repudiamos los planes del Gobierno, marchamos al día siguiente para decir que lo apoyamos, nos llama el CELS, nos llaman las Madres, nos llaman los Hijos… a veces las Madres del Dolor, los sindicatos nos convocan con voces destempladas y discursos de los años 50… ¿Quiénes piensan en las vidas y las libertades que se pierden por un sinnúmero de armas en manos equivocadas?
¿Cuándo nos convocaremos a pedir el desarme, a recuperar la paz, a defender la vida de todos en una marcha común? ¿Es posible que ya no se considere una prioridad?
Víctor Heredia apela a la ironía al señalar “No quiero ver un día manifestando por la paz en el mundo a los animales. ¡Cómo me reiría ese loco día! Ellos manifestándose por la vida y nosotros apenas sobreviviendo!”
La violencia urbana, que motiva una muerte por arma de fuego al más leve roce, discusión, ruido o diferencia, desnuda la cantidad de población armada que nos circunda. Armas obtenidas de un circuito ilegal que todos parecen conocer pero del cual ningún responsable parece ocuparse.
Si el Estado se ha propuesto la reducción del número de armas en circulación, por medio de programas de recogida y destrucción; si ha intentado cumplir las recomendaciones de los Estados parte para la creación de zonas libres de armas y la retirada de aquellas armas ilegales que puedan contribuir a abusos, debemos decir que ha fracasado.
En cambio, si no lo ha intentado, si ni siquiera ha tomado conciencia del deber de cuidado que tiene sobre las armas que le pertenecen, debemos reclamarlo, decir que ya es tiempo; que las vidas que nos faltan son las armas que no cuentan.

No sólo se trata de firmar tratados como declaraciones vacuas: hace falta un programa de acción serio y sostenido para modificar esta realidad anómica.
Cuando éramos chicos nos decían que las armas las cargaba el diablo; pero nunca nos avisaron que los responsables del orden público las distribuían para que las descargaran los dementes sobre las mujeres indefensas.
Todos estamos apenas sobreviviendo y no sabemos por cuánto tiempo. Tal vez sea hora de innovar, de apelar a marchar juntos pueblo, justicia, legisladores, funcionarios, en defensa de la vida: construyendo algo para el mañana. Mientras sigamos mirando nuestro propio pequeño mundo, no lo modificaremos hasta que una bala perdida rompa su equilibrio. ¿Quiénes contarían los asistentes de esa maravillosa e inédita marcha, quiénes querrían derrotar a otros? Las cifras oficiales serían contestes con el resto y tal vez los indebidamente armados reflexionaran sobre la locura que viven y los riesgos que enfrentan superando la exclusión que los arrojó a ese límite.
Valdrá la pena intentarlo. Cuando decidan marchar los animales, porque todos estemos, literalmente, sobreviviendo, será demasiado tarde.

(*) Abogada-ensayista. Autora del libro Ser mujer en política

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