Un ensayo que se permite trazar los escenarios posibles de la medicina y los desafíos que irremediablemente encontrará. Medicalizar la vida o banalizar la salud, uno de los interrogantes que se plantea en el horizonte.
Por Armando S. Andruet (h)*
twitter: @armandosandruet
Exclusivo para Comercio y Justicia
Hoy la vida está atravesada por las prácticas médicas. La consulta médica ya no la hace quien está enfermo, sino quien cree que lo estará: la medicina preventiva -cuyos albores aparecen ya al inicio del siglo pasado- tiene hoy una matriz preventivamente financiera para quien paga y secundariamente humanitaria para quien la recibe.
En las agendas personales de los ciudadanos se anotan –colindando con los esparcimientos- los chequeos anuales o semestrales. A fuerza de querer vivir todos con una mejor calidad de vida, también todos de alguna manera somos responsables de la medicalización de nuestras vidas, no siendo ello imputable sólo a la tecnología médica o al poder/saber médico. Cuidar la salud es nuestra forma de vivir, para con ella llevar adelante una vocación de vida con suficiente calidad. La pregunta que de cualquier manera debe hacerse es la siguiente: ¿Es ello positivo o negativo?
El sueño de la eterna juventud
Las cosas complejas no se pueden responder de manera binaria, y la vinculación de la salud con lo biográfico del hombre es tan íntima que su respuesta es intrincada. Por de pronto, bien se sabe que nada se puede hacer sin salud, y ningún dinero -hasta hoy- la repone cuando su quebranto es grave. A lo sumo pondrá paliativos pero el proceso de morir y su conclusión es inevitable al vivir humano.
De allí a pensar que los avances en el cuidado y atención de la salud promoverán estados sanitarios más plenos en lo físico y psicológico, se vuelve algo legítimo. Más no resulta igualmente aprobatorio el juicio, si quien quiere extender significativamente su cantidad y calidad de vida espera que la biomedicina con sus progresos consiga resultados transformadores en torno a la medicina regenerativa y/o biológica, y con ello se alcance una eterna juventud: sea por el camino de las clonaciones, de las vidas virtuales o mediante reconstrucciones embrionarias.
No descartamos que quienes sostienen la segunda hipótesis -que no son pocos-, pueden tener razones para ello y sin duda que la primera será la de coronar una mentalidad fáustica en la que el gobierno de la naturaleza ha sido conquistado y entonces el hombre controla el inicio de la vida y también su conclusión. Así, la mentalidad moderna romperá la alianza que Prometeo –en la interpretación de Esquilo- hiciera con sus amigos los hombres. Éste les entregó el fuego y las habilidades, pero les privó de saber cuándo llegaría la hora de la muerte. En dicha tragedia, cobra un sentido muy especial que el ignorar el día de morir le recuerda al hombre la visión del futuro que confiere al presente su mismo sentido. Bien ha dicho Gadamer, que alguien tiene futuro mientras no sabe que no lo tiene. La represión de la muerte es, por lo tanto, voluntad de vivir.
Salud renovable
De cualquier modo, queda todavía otra instancia del problema. Si bien la medicalización de la vida social como proceso ya está internalizada entre nosotros, nos habilita a reflexionar sobre dos momentos posteriores igualmente graves. El primero es que de la “medicalización de la vida” se puede pasar sin mayor advertencia a la “banalización de la salud” que los hombres pueden hacer, con las consecuencias severas de ello.
El hombre de los albores del siglo XXI ya sabe que la ciencia biomédica brindará respuestas satisfactorias a sus malestares sanitarios casi completamente. Privilegio el dicho, que no será equitativo para todos, sino que accederán al mismo un porcentaje mínimo de personas. Con ello: un horizonte ilimitado –para pocos- de concreciones infinitas en materia sanitaria, supondrá hasta exponer riesgosamente el equilibrio sanitario personal, en el convencimiento de que producido algún quebranto, el mismo podrá ser repuesto.
La salud se convertirá no sólo en un valor consumible sino también reponible para quien tenga esa condición económica. Los deseos de salud cuasi-perfecta serán para ellos una hipótesis realizable. La salud será un bien del mercado y habrá perdido toda dimensión antropológica.
Esa salud: completa, plena y selectiva, dejará de ser una exigencia al común del colectivo humano y estará reservada sólo a quienes la pueden pagar, y que no serán más de 10% de los integrantes de la sociedad mundial. Ellos podrán acceder a los mejores estándares de salud disponibles en cualquier tiempo, y el resto estarán encadenados a una salud más regresiva y precaria.
La segunda reflexión del mismo proceso se inscribe en las nuevas políticas públicas que a dicho propósito se habrán de producir, y que en esta materia no significa otra cosa que los grandes programas de ‘control’ sanitario que los Estados habrán de desarrollar, y que así harán a los fines de mejorar sus programas de productividad económica, de crecimiento o disminución de índices demográficos y/o de morbi-mortalidad y demás afines.
Es decir, que de la misma manera en que la “salud a la carta” será realizada individualmente; también habilitará que los Estados “biopoliticen” de manera descarnada la totalidad de las prácticas médicas en función de los intereses que resulten más afines al proyecto estadual del que se trate. El control del Estado sobre los procesos de la vida y también de la muerte serán asfixiantes, pero la atmósfera no permitirá otro oxígeno. Los mapas vitales de las personas y el qué hacer con ellas serán construcciones biopolíticas que los Estados cuidadosamente diseñarán en función de los recursos con los que se cuenta y los beneficios a ser conquistados.
Salud, bajo el control de la política
Con todo esto a la vista, no se puede sino reflexionar acerca del delicado umbral que se está cruzando y del que difícilmente se pueda volver atrás: medicalizar la vida es banalizar la salud y aperturarla a los controles biopolíticos. Quizás los tiempos presentes todavía permitan una reflexión pausada antes de que sea irremediablemente tarde.
Aspiramos a una medicina equilibrada, en la que su progreso científico no anule su dimensión humana y que como tal, cure y cuide hasta donde ello sea posible, y que también sepa retirarse del territorio del morir cuando corresponde. Tal vez, con ello, esa búsqueda primaria de los ancestros latinoamericanos del sumak kawsay –buen vivir- pueda ser posible.