Los niños son los mejores maestros de los adultos, que creemos saberlo todo
Por Alicia Migliore
Los niños nos enseñan. Aprendemos con ellos y de ellos a re-descubrir nuestros sentidos. Nos sobresaltan ruidos que los asustan aunque fueran hasta entonces cotidianos. Nos deslumbra el sol que tanto les molesta cuando apenas logran una mínima visión. Ponemos y sacamos abriguitos si sopla el viento, si se detiene, si viene la tormenta, si hay aire acondicionado.
Nos fascinan sus caras de descubrimiento y mohines de agrado a disgusto con los sabores que van incorporando. Embelesa su sorpresa al descubrir perfumes de flores o de frutas. Su caca también los desconcierta y, si pueden, tratarán de sentir su textura y olor, como los de postres, purés y comidas. Ellos abren un mundo renovado en nosotros, transformados en guías de reconocimiento de sensaciones, emociones y experiencias. Es tan apasionante acompañarlos que volvemos a dimensionar la magia de la naturaleza. Vendrán luego las destrezas necesarias para la madurez, las que no vienen en el combo de la supervivencia. Superada la etapa de succión, llanto y sonrisa de placer, incorporaremos motricidad gruesa y fina, sonrisa social, gorjeos, vocablos, aprobación, reprobación, marcha, palabra, palabra, pensamiento.
Será una tarea de años, la que permita que aquel ser desvalido y dependiente se convierta en una persona con autonomía, comprensión y valores.
Y emprenderán su vida, tempranamente diferenciados de los adultos que creen conducirlos. Serán implacables en la defensa de insectos y animales. Protegerán las plantas y la limpieza del mundo que habitan. Censurarán por única y efectiva vez el papel arrojado a la calle. Cuidarán el mundo, su mundo, el que pretenden habitar de la contaminación y la depredación.
Ellos, que están en formación, serán los mejores maestros de los adultos que creemos saberlo todo.
Y nosotros, conscientes de saber muy poco, abriremos nuestra mente y nuestro corazón para aprender de ellos, de su grandeza, algo, aunque sea muy poco.
Y un día cualquiera nos prestarán un libro, desconocido en las vidrieras de mayor venta, casi, casi un libro de culto. Y encontraremos allí un placer compartido aunque diferido en el tiempo.
Eso acabo de vivir recorriendo las páginas del tomo uno de Los Viernes, de Juan Forn: me ha fascinado la cultura enorme de este escritor, responsable de la contratapa de los viernes en Página 12. Su manera dinámica de transmitir historias exquisitas, personajes inquietantes, hechos increíbles y desconocidos atrapa al lector mientras le enseña otras culturas, otros mundos, otros tiempos. Y aprendemos, aprendemos, siempre. Tantas emociones me ha generado su lectura, que he tomado notas, para que quede conmigo cuando lo devuelva, para recordar algunos tramos que me conmovieron tanto. Quisiera retener en mi memoria sus historias, que rescatan personajes atormentados, mujeres olvidadas, y sé que las notas me aproximarán los recuerdos.
Otra vez, nos desafiarán a acompañarlos en una aventura exigente para la etapa de la vida que transitamos. Y diremos que sí, que algo de la pesca deportiva nos interesa, solamente como excusa para compartir unas horas que facturará nuestra osamenta gastada. Y descubriremos un espacio de paz que desconocíamos, una defensa del ambiente que nos conmueve, y algunas vidas postergadas que nos sorprenden.
Nos llevará el guía criado desde niño entre camalotales, islotes, y espejos cristalinos. Buscará el pique, parsimoniosamente con el tiempo del mundo por delante, y al ritmo cansino de la lancha, en el silencio surcado por la línea< mientras conduce desgranará su historia de abandono y libertad. Desde niño en el río buscando el alimento para los padres pobres y los hermanos chicos… Ahora, viejo, recurriendo al río generoso para nutrir la mesa de esposa, hijos y nietos… y la vida circular, la pobreza estructural, los turistas con autos importantes, en hoteles más importantes y en la lancha, ahora propia, cada vez mayor la precariedad. Sin seguridad social, sin posibilidad de enfermarse, sin más que el proyecto diario, salvo que llueva…
Y el infaltable sapucay donde se grita la alegría y la impotencia, el sapucay que sólo escuchan las aguas cristalinas del río que lo alimenta desde que puede recordar. El sapucay que lo lleva al llanto y de inmediato a la risa, triste, de quien ha gastado sus esperanzas.
El camino de regreso es diferente: un montón de experiencias enriquecen a los expedicionarios. La belleza de la naturaleza protegida de la contaminación. La devolución de los peces a su hábitat. La lucha de las distintas especies para resistir en libertad: el dorado sacudiendo su brillo como una joya bajo el sol, el surubí recurriendo a pastos y camalotes para enredar la línea, la raya adhiriéndose al lecho del río para tensar la tanza y cortarla con su cola. Y el guía, con su alegría triste. Con su pobreza digna. Con su destreza desvalorizada por el sistema. Con su pasado tumultuoso y su futuro incierto. Ellos son los encargados de las enseñanzas especiales que los demás desconocemos; ellos los que protegen fauna, flora y ambiente; ellos los que tornan unas horas robadas a la rutina laboral en una aventura inolvidable. Pato. Pato, así, a secas.
Un apodo que esconde un hombre enorme. Como cada uno de los lugareños que recibe al visitante en los distintos puntos turísticos del país. Los baqueanos, los yuyeros, los artesanos, que tienen sus pies adheridos al suelo en que nacieron y lo cuidan más que a su propia casa.
¿Cómo es posible que la industria sin chimeneas, como llaman al turismo, no repare en las necesidades básicas de estas personas? ¿Cómo acceden a la información necesaria para proteger su futuro si los empresarios que los contratan como un elemento decorativo no les reconocen su valor? ¿Qué le pasa al Estado y su eterna tortícolis de mirar para otro lado?
Tal vez, cuando se acuñó la frase “Antes todo era mejor” se omitió su complemento “porque éramos nosotros los jóvenes”.
Me maravilla cuánto saben los jóvenes y con cuánto entusiasmo pretenden compartir sus experiencias. Permitirlo, con humildad, nos alimenta el espíritu. Su generosidad es tan grande, que toman el tiempo para reconocer qué, cuándo y dónde podrán compartir algo con esta generación formateada en el deber ser y en el mandato. Ellos pueden guiarnos para conectar con deseos desconocidos y placeres consecuentes. Se permiten disfrutar el arte. Hacer cosas que son bellas.
El mundo ha cambiado mucho y ellos son los protagonistas hoy. Aunque sepan disfrutar momentos y actividades que nuestro ritmo feroz, para llegar a ninguna parte, nos escamoteó, tienen claro que los “patos” que encuentren en el recorrido tienen derechos, muchos derechos, a protección social, a educarse, a disfrutar a Forn.
Son la síntesis de la libertad y la responsabilidad. Tomaron las herramientas que les proveímos y buscaron las propias. Su construcción será transparente y ojalá logren desterrar las hipocresías que subsisten porque no supimos o no pudimos derribarlas.
(*) Abogada-ensayista. Autora del libro Ser mujer en política