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La rimbombante flagrancia del error

Por Carlos Marcos (*) - Exclusivo para Comercio y Justicia
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En un programa de televisión suelen preguntar sobre cuál es la palabra que no aparece en el Diccionario de la Real Academia Española (DRAE). Una verdadera lotería si se tiene en cuenta que la señora de los cuatrocientos años ni limpia, ni da esplendor y, eso sí, fija, más que con autoridad, con autoritarismo. Por Carlos Marcos (*)

Bien podrían incluir entre su cuestionario la palabra sesquipedalismo. Palabrita no está incluida en el diccionario. No está incluida pero existe. Vaya que sí existe. En principio sirve para definir las palabras exageradamente largas, diría kilométricas (constitucionalmente, otorrinolaringología, anticonstitucional, palabras estas tres que sí están en el diccionario, o anticonstitucionalmente, que no lo está), y se vale del prefijo “sesqui” que significa “uno y medio”. Conocimos, los más jóvenes no estaban entonces, la palabra sesquicentenario allá por 1960 cuando la patria cumplía 150 años.

Pero lo que aquí me preocupa no es el largo de las palabras sino la pretendida intención de aquellos que hacen uso de palabras que, creen ellos, sirven para deslumbrar al interlocutor y no permitir que éste note la mediocridad del que habla. Aunque tampoco éste sabe de su mediocridad y cree, verdaderamente lo cree, que ese tipo de lenguaje lo hace superior.

Culpables de ello son, por lo general, algunos políticos, algunos traductores, algunos periodistas y, especialmente, algunos periodistas deportivos. Y estoy utilizando la palabra “algunos” para no pecar de inmisericorde (perdón por usar esa palabra larga), escribiendo en su lugar lo que realmente corresponde, que sería “casi todos” o, ¿por qué no, “todos”?

Me refiero a aquellos políticos que basamentan su programática legitimizando su argumentación, en lugar de expresar, con sencillez, que sus argumentos legitiman las bases de su programa. O al comentarista que refiere que “sin la intencionalidad de culpabilizar al marcador central, debo recalcar que él fue la causa que marginalizó al equipo verde de la divisional”.

Aurelio Arteta, profesor de Filosofía Política de la Universidad del País Vasco dijo “Portavoces y comunicados de toda laya proponen actuaciones y no ‘acciones’, exigen normativas a falta de ‘normas’ e invocan una reglamentación, que siempre es mejor que un ‘reglamento’. Y a ver quién es el tonto que pertenece hoy a un ‘grupo’ pudiendo formar parte de un colectivo, ‘promueve’ si está en su mano promocionar o encuentra ‘sentido’ a las cosas si les descubre su significación. Ya se ve que este mismo proceso de envaramiento del idioma, más que un hecho ‘general’, es un hecho generalizado. ¿Que una lengua, al fin producto histórico y cosa viva, tiene que evolucionar? Pues claro, hombre, pero no está mandado transformarla sólo a golpes de pedantería, ignorancia, pereza o memez de sus usuarios. También está escrito que, quien tenga oídos para oír, que oiga.”

Lamentablemente, la señora de los cuatrocientos años ni limpia, ni da esplendor, pero fija, con demagogia, y terminará aceptando las palabras que aquellos que, ajenos a cualquier esfuerzo intelectual, usan ampulosamente en la creencia de que eso los jerarquiza. Del mismo modo como aceptó “evento”, que significaba “eventualidad o hecho imprevisto”, como “suceso programado” aunque, según el DRAE, no en la Argentina. Es fácil comprender que un suceso programado no es un hecho imprevisto.

Del mismo modo como aceptó “rol”, que significaba “lista o nómina”, como “papel, función que alguien cumple”.

Del mismo modo como aceptó “enervar”, que significaba “debilitar, quitar las fuerzas”, como “poner nervioso”.

En fin, espero que estas palabras sean leías con la necesaria valorización, privándolas de toda emotividad y con el solo objetivo de evitar la peligrosidad de caer en la mediocridad que nos lleva a querer disimular nuestra pobreza cultural con el uso de palabras ampulosas.

Tales de Mileto dijo: “Muchas palabras no dan prueba del hombre sabio, porque el sabio no ha de hablar sino cuando la necesidad demanda, y las palabras han de ser medidas y correspondientes a la necesidad”.

Hubo un momento en que el respeto por la palabra, especialmente la palabra pública, era tal que era usada sólo por unos pocos y en ocasiones solemnes. Hoy, esa palabra pública se ha vulgarizado de manera incontenible. El mal manejo que se hace de ella ha hecho que, por carecer de la formación básica necesaria para valorarla, haya quienes creen que pueden cambiar la correcta por aquella primera que se venga a su mente. Esto se observa especialmente entre los publicitarios, me refiero a los publicitarios mediocres que, lamentablemente, no son pocos. Ellos hacen que el crimen que se comete al reemplazar lo correcto por lo que les sugiere su falta de formación se convierta en un crimen serial dado que, una vez que se cometió y, por virtud de la necesaria repetición que da valor a lo publicitario, se continuará cometiendo en forma repetitiva.

Más arriba decía que lo que aquí me preocupa no es el largo de las palabras sino la pretendida intención de aquellos que hacen mal uso de palabras. También me preocupa el mal uso en la formación de las frases. Se cree que hacer gala de rimbombancia en la formación de las oraciones impacta de tal manera en el otro interlocutor que a éste no le queda otra que asombrarse de nuestra sapiencia.

Hay una frase Fontanarrosa que lo explica con mayor claridad que la que puedo darle lo que esto significa. Decía el gran rosarino: “¿Vió Mendieta…? ya no quedan más domadores… ahora todos son “Licenciados en problemas de conducta de equinos marginales”.

(*) Filólogo. Bibliófilo, librero

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