Por Edmundo Aníbal Heredia (*)
Recomendaba el historiador francés Fernand Braudel que toda realidad, por muy específica que sea, hay que entenderla en la larga duración; ésta es una advertencia para comprender la compleja realidad del mundo actual. También parece recomendable tener en cuenta las dos dimensiones principales cuando observamos la realidad, esto es el tiempo y el espacio. Precisamente Braudel dio a la dimensión espacial -es decir, el espacio compuesto por territorios y mares- un lugar importante en el estudio del pasado. Esta base conceptual ha sido utilizada muy especialmente para explicar la vida de los imperios, y también su muerte.
Otro francés, Jean-Baptiste Duroselle, tituló Todo imperio perecerá uno de sus libros emblemáticos y ese enunciado alimenta las esperanzas de muchos latinoamericanos que sueñan con dejar de vivir bajo la tutela onerosa, opresora y compulsiva de un imperio, aunque titulado República. La historia muestra que la muerte de algunos imperios fue su implosión, por lo tanto y como alcanzaron un inmenso poderío material era imposible vencerlo por fuerzas de afuera, y por tanto había que esperar que sucumbiera por causas internas.
Así, el imperio romano entró en decadencia por su propio deterioro, y ya estaba prefigurada con emperadores venales, locos o delirantes como Nerón y Calígula. En la historia contemporánea hubo otro que intentó imperar en Europa sosteniendo una ideología racista y de conquista espacial para su raza elegida, y también sucumbió arrastrando a su nación en la caída. La cuestión es que los imperios suelen tener también su sueño, sin importarle que provoque la pesadilla de otras naciones, porque una premisa de los imperios es que no deben asumir ninguna responsabilidad por ningún acto propio que amenace quitarles el sueño.
Tal es el caso de los Estados Unidos de América del Norte, que llamamos la República Geo-Imperial. Es oportuno recordar que cuando las 13 colonias –casi apretadas en las cercanías del océano Atlántico- decidieron constituir una nación independiente tomaron decisiones fundamentales para organizar la vida nacional, y una de ellas fue que ninguna sería la capital, para evitar supremacías; con ese propósito decidieron fundar una nueva ciudad, con lo que fundamentaron el poder desde una estructura espacial. De todos modos, el país se concentraba hacia la costa Este, por imperio de las condiciones impuestas por el régimen colonial anterior.
Un paso siguiente fue el de aprovechar los disensos de las monarquías europeas, y así fue que se quedó con la Luisiana, que Napoleón le entregó como manera de hostilizar a España; con ello obtuvo una salida en la desembocadura del Mississipi y un trecho de costa en el Golfo de México. Poco después se quedó con ambas Floridas, en una compra venal a la debilitada y empobrecida España, con lo que obtuvo un cerramiento del Golfo de México.
Llegó el momento en que revolucionarios levantados contra España quisieron incluir en sus propósitos a Cuba, una isla que oficiaba como tapón del Golfo. Entre ellos estaba el cordobés (de Argentina) José Antonio Miralla, quien viajó a la hacienda esclavista de Thomas Jefferson para pedir su apoyo.
Por entonces el consejo del ex-presidente era requerido por los mandatarios norteamericanos en razón de su larga experiencia al frente de la nación. El virginiano era uno de los padres de la patria y sus ideas seguían siendo sustanciales en los planes de los presidentes que le sucedieron. Fueron vanas las gestiones del cordobés, como que unos días después de la entrevista Jefferson escribió a su presidente, John Quincy Adams: “Cuba debe seguir siendo española, hasta que pueda ser nuestra”. Es claro que Miralla, más poeta que político, ignoraba que Jefferson era uno de los creadores del sueño americano.
No pasó mucho tiempo hasta que el sueño se cristalizara en la apropiación de medio territorio mexicano, con lo que se aseguró el dominio del Golfo y con ello la desembocadura de su río nacional, el Mississipi. Luego fue el tiempo de los pioneros, que atravesaron el inmenso territorio desde el Este hacia el Oeste, hasta llegar a las costas del Pacífico. La nación lograba así extenderse de uno a otro océano, y al mismo tiempo apuntaba hacia la América Central desde el Golfo de México, que cumplía un rol fundamental en el continente, semejante al del Mediterráneo en Europa.
Fue en esos años de mediados del siglo XIX cuando Carlos de Alvear, enviado por Rosas a Washington, puso una señal de alerta al observar y denunciar que el enemigo del futuro era los Estados Unidos, que ya se insinuaba como el imperio mayor de esta parte del mundo, dispuesto a suplantar el imperio británico. Pero Rosas estaba demasiado ocupado con otros conflictos vecinales que lo amenazaban en el sector platense. Debe reconocérsele a Alvear haber sido el primer argentino que se dio cuenta de las pretensiones y planes de la futura república imperial y las denunció .
Con la expansión consumada, en 1861 estalló la guerra de secesión entre el Norte y el Sur, entre los unionistas y los confederados. Después de más de medio siglo, los avances alcanzados en la conquista de espacios, de territorios y de países parecían quedar desbaratados por efectos de una guerra civil separatista. Obviamente, el conflicto entre las dos partes obedecía a razones económicas: los del Norte querían avanzar en el desarrollo industrial de la nación y eran partidarios del abolicionismo; en cambio, los del sur tenían una economía agraria en la que el cultivo del algodón ocupaba el lugar principal, y su producción tenía como base el trabajo de los negros esclavos.
En ese clima turbulento se realizaron las elecciones presidenciales que ganó Abraham Lincoln, lo que provocó la separación del país en dos naciones. El sueño americano de fundadores y pioneros se convertía en pesadilla. Pero la guerra terminó con la victoria de los Unionistas, con lo que volvieron a unirse las partes y los norteamericanos volvieron a dormir tranquilos. Fue una victoria pírrica, que dejó más de un millón de muertos, y el más importante de ellos fue Abraham Lincoln, cuyo asesinato inauguró una tradición en la historia norteamericana. Los muertos se inmolaron para que el Norte y el Sur, el Este y el Oeste permaneciesen unidos, con lo que la nación Geo-Imperial quedó sellada con sangre.
Luego de aquella guerra hubo otros fenómenos sociales y acontecimientos políticos, entre ellos la presencia creciente de millones de pobladores que venían del Sur, muchos de ellos provenientes de México, de cuyas tierras se habían apropiado los Estados Unidos. Estos inmigrantes no reclamaban la devolución de los territorios perdidos, sino que querían compartir el sueño americano. Esta realidad estadística que registra el poderío a partir de los espacios conquistados muestra que la armonía y por tanto la supervivencia del imperio radica en la posesión de territorios y del dominio de los mares, y que ello amenaza provocar que el sueño se transforme en pesadilla, un malestar que a menudo se produce por una indigestión, esta vez de territorios.
La historia continuó. Hoy el mapa tiene dos colores, el rojo y el azul, el de los republicanos y el de los demócratas, y muestra que el espacio es más importante que la cantidad de los votos –una forma singular de democracia-, como que el actual presidente alcanzó el mando por la conquista de la mayor cantidad de territorios, no de votos. Nuevamente el espacio es divisorio, como en los tiempos de la Guerra de Secesión, y como entonces el sueño americano amenaza una vez más convertirse en pesadilla. Por ahora, la construcción del muro es el último capítulo de la vocación geo-imperial, pero ahí no termina la historia porque el imperio considera que todo lo que está al sur del continente es como una prolongación de sus dominios, no como parte de su territorio sino pasivo de ser hipotecado y disponible como reserva y garantía de su poder mundial.
Si Duroselle tuvo razón habrá que esperar que la nación Geo Imperial implosione a causa de una conducción desatinada, como ocurrió con la Roma de Nerón y de Calígula, proceso que culminó con la invasión de los llamados “bárbaros”.
Mientras tanto, los historiadores siguen discutiendo sobre si la historia se repite o no se repite en episodios recurrentes y a lo largo de los siglos.
(*) Miembro de Número de la Junta Provincial de Historia de Córdoba