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La psiquiatría, ¿arma estratégica en las guerras o recurso para lavar el cerebro de los vencidos?

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La industria de la guerra está de parabienes. Ha logrado convencer al mundo de que es buen negocio rearmarse porque el militarismo es el motor y catalizador del desarrollo de la humanidad.

Los muertos que se producen a diario en los más de 50 conflictos que se mantienen activos y calientes son una especie de agentes de propaganda. Vendedores que no les cuestan un céntimo a la industria de la muerte y sus agentes.

Industria que jamás ha tenido gesto de humanidad alguno. Por ello, será la sociedad en su conjunto la que se encargue de restregar las heridas, sanar a los enfermos, asumir el sostenimiento de los mutilados y atender a las víctimas del síndrome de estrés postraumático que afecta a los supervivientes. Síndrome que muchas veces los lleva al suicidio o a terminar sus días, en condiciones infrahumanas, en cárceles u hospicios.

Las estadísticas de la guerra nos ayudarán a comprender la gravedad de la cuestión. Uno de cada seis soldados que han servido en Irak -señala la Agencia de Salud Mental del Ejército estadounidense- muestra síntomas de esta dolencia, de depresión clínica o de angustia grave. Ese mismo documento relativiza sus cifras e indica que estas pueden aumentar a uno de cada tres, los afectados.

Por estas pampas, quienes introdujeron el tratamiento del síndrome de estrés postraumático en las fuerzas armadas y de seguridad fueron los psiquiatras Gregorio Bermann y Bernardo Serebrinsky, integrantes de la Misión Médica Argentina que asistió a miles de combatientes republicanos. Pacientes que, una vez derrotada la II República Española, terminaron sus vidas esclavizados -con otros miles de prisioneros- en la construcción del monumento funerario conocido como Valle de los Caídos. Creado -según el generalísimo Francisco Franco Bahamonde- con el objeto de “perpetuar la memoria de los caídos de (nuestra) gloriosa Cruzada”.

Las conclusiones de las experiencias españolas de Bermann y Serebrinsky quedaron plasmadas en libro Las neurosis de la guerra, texto que, tras el golpe de Estado del 4 de junio de 1943, integró la nómina de libros prohibidos en la Argentina, redactada a instancias del coronel Perón por consejo de los ultramontanos Octavio Nicolás Derisi, Juan Ramón Sepich y Julio Meinvielle.

La introducción de la psiquiatría en el ámbito castrense y la sanidad militar provocó conmociones profundas en toda América Latina. Todos los vicarios castrenses -o sus equivalentes- pronunciaron ardorosos sermones en contra de la psicología y la psiquiatría. 

Dijeron, palabra más palabra menos, que la religión católica tenía todas las respuestas posibles para atender las afecciones psiquiátricas “por el poder sanador de la oración”.

Retornemos a la guerra de Irak, cuyos números hemos tomado como referencia para este brevísimo ensayo. La marina estadounidense dispuso de una dotación de 980 psiquiatras para atender los conflictos durante la contienda. 

Al día siguiente de terminar la guerra, pasaron a ser 2.400 psiquiatras, 400 psicólogos clínicos, 700 asistentes psiquiátricos y 800 enfermeros psiquiátricos que trabajaban para el ejército en 931 hospitales, porque además de todos los problemas psicopatológicos derivados de la violencia se les unió el aumento de las adicciones entre los ex combatientes mientras se acrecentaba la tasa de violencia intrafamiliar traducida en violaciones, suicidios y asesinatos.

¿Quién y cómo se atendió a la población civil que fue sometida a todo tipo de abusos por el ejército invasor? Nadie lo sabe a ciencia cierta. No sería arriesgado suponer que tampoco le importó a nadie su futuro. Las industrias de la guerra y de la muerte se unieron al negocio farmacéutico para acrecentar sus pingües ganancias.

A pesar de las medidas preventivas en salud mental desarrolladas por el ejército de Estados Unidos, se estima que la guerra de Vietnam (1964-1973) dejó unos 700 mil veteranos que han requerido de algún tipo de ayuda psicológica. El denominado síndrome pos Vietnam se diagnosticó con alta frecuencia en la década de 1970. Hecho que constituyó uno de los factores esenciales para que la Asociación Psiquiátrica Americana incluyera al Trastorno por estrés postraumático (TEPT) como una de las patologías prevalentes en el Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales, según su versión en inglés, editado en 1980.

Así se inició una nueva época distinta en el tratamiento de los traumas de la guerra con el reconocimiento por la comunidad científica de esta entidad nosológica. 

Otros factores que influyeron en la inclusión del TEPT fueron los resultados de estudios realizados en poblaciones civiles, tanto en mujeres como en niños víctimas de abusos, violaciones y maltrato físico y/o psicológico, lo que amplió el ámbito del tipo de trauma más allá de las situaciones bélicas e incluso se incluyó a víctimas de desastres naturales o desastres provocados por el hombre.

Se estima que Irak dejó trastornos permanentes en unos 100.000 soldados. Además de los 1.299 soldados estadounidenses muertos en combate y de los 5.229 que han resultado heridos desde la invasión hasta la culminación del conflicto.

Ningún gobierno, ni el más guerrero, está preparado para recibir una oleada de soldados con enfermedades mentales causadas por el caos iraquí y los sangrientos combates con los insurgentes. Los argentinos, acostumbrados a esconder todo bajo la alfombra, sabemos del maltrato de los combatientes y del olvido al que se les condenó tras una guerra absurda en la que nos embarcó un general dipsómano adicto al Jack Daniel’s Tennessee (Etiqueta Negra).

Tucídides, Sun Tzú, Nicolás Maquiavelo, Carl von Clausewitz y Võ Nguyên Giáp, los mayores estrategas de la historia, coinciden en definir el alto valor político de la guerra. 

Lo observamos aquí y ahora en el frente ucraniano. No es simplemente un acto político sino un verdadero instrumento de dominio que socava el régimen político presente para reemplazarlo por otro nuevo. ¿Distinto?

No. Sólo responderá al interés de los invasores. Para ello, dicen los atacantes, es válido usar todo tipo de recursos e instrumentar campañas psicológicas de difamación y desacreditación.

Campañas que, en el caso ucraniano, fracasaron ante el hundimiento del ‘Moskva’, buque insignia de la flota rusa del mar Negro, cuyas imágenes se transformaron en bandera de la resistencia. Banderas que, según algunas crónicas, son agitadas en las calles de las ciudades bombardeadas, por niños y adolescentes.

En el aspecto económico, se destruye la infraestructura existente para implantar una nueva que responda a la obtención de ganancias de las clases más poderosas, cualquiera sea su ideología. 

Desde el punto de vista financiero, significa el quebranto de todo el sistema nacional posintento de saqueo del tesoro nacional.

Un capítulo especial lo conforma la destrucción del patrimonio cultural. Esas operaciones cuasi quirúrgicas pretenden destruir y censurar toda referencia que identifique el pasado del pueblo vencido. Así arden bibliotecas y archivos; iglesias y edificios gubernamentales; escuelas, centros educativos y museos y un largo etcétera. 

Mientras, se monta una poderosa red de medios de información para garantizar resultados políticos mediante una amplia campaña de desinformación sobre el curso de la guerra y de la política. 

La historia argentina nos provee del mejor de los ejemplos. Fue la campaña publicitaria de tono triunfalista sostenida por las pantallas de Argentina Televisora Color (ATC) que encabezaron José Gómez Fuentes, Nicolás Kasanzeu, José María Muñoz, Leonardo Shocron, Enrique Alejandro Mancini, Oscar Casco y Fernando Siro, entre una larga lista de locutores y periodistas que sostuvieron la locura guerrera de la dictadura militar argentina. Nunca se mintió tanto en tan poco tiempo. Nadie nos ha dado cuenta del morrión del Regimiento de Patricios que un exaltado sargento dejó en custodia de Gómez Fuentes…

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