Un aplazo y un suicidio dispararon todo. El movimiento de 1871 daría las bases para una nueva legislación de educación superior.
Por Luis R. Carranza Torres
El suicido del estudiante sanjuanino Roberto Sánchez, de tan sólo 20 años, el 12 de diciembre de 1871, echó a andar la rueda del cambio en la historia universitaria argentina.
Al quitarse la vida luego de haber sido reprobado en Derecho Romano por un tribunal examinador en la Universidad de Buenos Aires (UBA), disparó una protesta de proporciones e inédita para la época.
Tras su multitudinario entierro, el 13 de diciembre, los estudiantes se congregaron en la universidad, desbordaron su espacio y ganaron las calles aledañas. Se sucedió entonces una serie de mitines, numerosos discursos y encendidos debates, que terminaron dando forma a un ardoroso manifiesto de reclamos.
Los estudiantes, cuyo núcleo principalmente se hallaba integrado por los cursantes de derecho, estaban acaudillados por jóvenes que luego se destacaron en la vida pública nacional, tales como Estanislao Zeballos, Pedro Arata, Lucio Vicente López y Juan Carlos Belgrano, entre otros.
Para esa época, nuestro país contaba sólo con dos universidades, ambas públicas: la de Córdoba y la de Buenos Aires. Pero sólo una era nacional, la nuestra, federalizada en 1856.
La UBA, como parte de los acuerdos de San José de Flores, había continuado en jurisdicción provincial y no se “nacionalizó” hasta 1881, luego de saldada la cuestión de la ciudad de Buenos Aires como capital federal de la Argentina.
El movimiento de protesta se congregó, por ello, frente a la Casa de Gobierno de la Provincia de Buenos Aires, por entonces al lado del Cabildo, antes de que se abriera la avenida de Mayo; justo Plaza de Mayo de por medio con el ex fuerte convertido en reciente Casa Rosada por el presidente Sarmiento y sede de las autoridades nacionales.
Allí pidieron la destitución de los profesores que habían integrado la mesa examinadora de Roberto Sánchez, así como una reforma del régimen con que se rendía. En el manifiesto se expresaba al respecto que: “Pende de las mesas examinadoras nuestro honor y reputación de buenos estudiantes, y queremos garantizarlas de toda imparcialidad en la clasificación de los exámenes.
En la actualidad, esa imparcialidad no existe. Los catedráticos se presentan el día del examen con las simpatías y antipatías contraídas en la enseñanza diaria, con las recomendaciones de los poderosos, o de personas que les son afectas, y digámoslo de una vez, influenciados por el dinero. Hay excepciones a este último grave cargo, pero el mal debe ser cortado de raíz.
La mayor parte de los catedráticos dan lecciones particulares en sus casas habitaciones, lecciones a precio de oro, a las que asisten los discípulos de la Universidad que quieren propiciarse la buena voluntad del catedrático para el examen próximo.
Estamos seguros que algunos de los causantes de estas injusticias no pisarán ya los umbrales de la Universidad. La lección recibida ha sido tremenda, pero esto no es más que un triunfo transitorio.”
Cupo a Don Emilio Castro, a la sazón gobernador de la Provincia de Buenos Aires, y a su ministro de gobierno, el Dr. Antonio Malaver – quien luego sería profesor titular de la cátedra de Procedimientos en dicha universidad- lidiar con el conflicto.
Los tres profesores que habían integrado la mesa examinadora causadora del conflicto, Aurelio Prado y Rojas, Ezequiel Pereyra y Miguel Esteves, presentaron sus renuncias al cargo. El gobierno las rechazó por vía nada menos que de un decreto, aun cuando se los excluyó en lo sucesivo de toda mesa examinadora.
En los considerandos de la medida se dejaba claro que, no tratándose tales dimisiones de “un acto espontáneo de voluntad” sino del efecto de la coacción ejercida sobre su ánimo por el “meeting” de los estudiantes, no era “justo ni conveniente que el gobierno acceda a dicha renuncia, porque eso relajaría la disciplina de la casa, estableciendo precedentes que harían imposible la provisión y mantenimiento de las cátedras en un orden regular, de lo que se seguirían irreparables perjuicios para la misma juventud estudiosa” que demandaba su apartamiento.
Unos y otros medían fuerzas, y ninguno quería dar el brazo a torcer. En el tira y afloje, otros profesores, completamente ajenos a la mesa examinadora en conflicto, también presentaron su renuncia. Es que bajo ese nuevo estado de cosas universitario, deliberativo y hasta tumultuoso, se entendía que ninguna autoridad podía ser discutida. Incluso y particularmente, cuando erraba. Y ese modo de ver las cosas corría desde el padre de familia hasta las magistraturas públicas.
Como resulta usual, las crisis se llevan por delante a quienes nada tienen que ver con sus causas. De esos casos podemos citar al Dr. José María Moreno, profesor de Derecho Civil, quien presentó su renuncia el 5 de marzo de 1872, en el convencimiento de que no podría cumplir, en ese contexto, con su magisterio docente.
Su determinación causó pesar entre los estudiantes, quienes presentaron una petición para que continuase en funciones. Los ánimos se aquietaron y por primera vez el gobierno y los protestantes estuvieron de acuerdo en algo. El gobernador rechazó la renuncia, haciendo mención en su decreto a la petición de numerosos alumnos para que continuase en la cátedra de Derecho Civil.
Se abría una ventana a la posibilidad del conceso para superar la crisis, de la que nos ocuparemos en la próxima entrega.