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La pobre, pobre Ally

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Sobre el fin de milenio, ella caracterizó a la mujer profesional por antonomasia

Por Luis R. Carranza Torres

Si de series de TV sobre abogados hablamos, Ally McBeal no puede ser obviada. Sea el ranking que se consulte en el rubro, siempre está allí y en los primeros sitiales.
Por su particular abordaje de la realidad y originalidad de sus personajes, captó la fascinación de toda una generación, especialmente femenina, a horcajadas entre un fin de milenio y el comienzo del siguiente.
Su debut no fue en el mejor de los contextos televisivos. En el otoño boreal -primavera para nosotros- de 1997, la televisión estadounidense no atravesaba, ni de lejos, una buena época. Allí fue precisamente cuando hizo la serie su presentación en sociedad. Para hacer más difíciles las cosas, iba a contracorriente de muchos estereotipos. Claro que su creador, David E. Kelley, no era un amateur en cuanto a la televisión. Ya tenía, entre otros, en su haber la serie médica Chicago Hope. Sus inicios como libretista habían sido escribiendo para una serie emblemática de abogados L.A. Law. Ahora, con «Ally McBeal» pretendía contar los entretelones de la vida dentro y fuera de las cortes en un tono bastante más ligero. También, fue allí donde introdujo esa cuota de un humor más que particular, haciendo guiños al televidente entendido, con frases y situaciones políticamente incorrectas, muchas veces estrambóticas, que luego consagraría en otro éxito suyo: Boston Legal.

La trama se inicia cuando Ally llega al bufete de abogados de Boston Cage & Fish, luego de haber sido despedida de su anterior trabajo por no responder a la insinuaciones sexuales de un socio. Descubre entonces que su ex novio Billy, una herida sentimental que nunca terminó de cerrar, trabaja allí junto a su esposa, una despampanante mujer que acompleja a Ally frecuentemente. Aunque a primera vista Cage & Fish parece el clásico estudio bostoniano, de aspecto severo y solemne, todos los que allí trabajan son gente bastante peculiar, por no decir directamente abiertamente extravagantes.
Mezclar drama con humor en televisión requiere una mano experta así como mucha creatividad para sostenerla en el tiempo. Kelley logró eso con su serie, al retratar los continuos problemas de la vida amorosa de Ally, de quienes la rodeaban y los conflictos que implicaban los casos legales con que debía lidiar. Tal humor era nuevo en la pantalla chica, no exento, en muchas oportunidades, de causticidad y una cuota de surrealismo. Y por si fuera poco, tanto en los sueños de Ally como de algún otro se incorporaron números musicales, al mejor estilo del Hollywood clásico. De todos ellos, el bebé que veía bailar a la protagonista en sus sueños fue lo que captó mayor atención.

El concepto, raro por demás, funcionó más que bien. De todas las series en pantalla, ese año sólo siete fueron renovadas para el siguiente y Ally McBeal estaba entre ellas. También pasó, junto a una más, a la tercera. En total fueron cinco temporadas que cautivaron al público.
Nada hacía pensar que el personaje principal que interpretaba allí Callista Flockhart, de una abogada de 27 años graduada en Harvard y algo excéntrica, siempre a la búsqueda del hombre ideal, permanentemente lidiando con los contratiempos del trabajo y que tenía unos sueños musicales tan vívidos que parecía alucinar, quedaría en el inconsciente colectivo como el ideal de la mujer profesional moderna. Eso la llevó, por fuera de la pantalla, a surgir como un ícono de la época, apareciendo en todas las revistas femeninas. Como usualmente pasaba, la que marcó tendencia con la primera tapa sobre el tema fue Cosmopolitan.
Desde el “vamos”, desde su primera frase, la serie marcó un alejamiento de los cánones establecidos. En ella Ally, reflexionado sobre toda la maraña de boloquis personales que tenía, admitía: «La pura verdad es que probablemente no quiero ser demasiado feliz ni estar muy contenta porque lo que me gustan son los desafíos, la búsqueda de algo mejor».

Una historia concebida en tales términos no podía tener un almibarado final feliz, ni lo tuvo. Cuando en su última temporada parece que Ally ha conseguido alcanzar el amor de su vida en la persona del sarcástico abogado Larry Paul, actuado por Robert Downey Jr., se entera de un hecho que pone de cabeza, una vez más, su vida: es madre de una niña de diez años fruto de un óvulo donado por ella para una investigación que, sin embargo fue implantado en una mujer sin pedirle autorización. Los padres de la niña, de nombre Maddie, mueren y ella busca a su madre biológica, la sorprendida Ally. Tal historia de cierre es una muestra, en estado puro, de la causticidad, surrealismo y denuncia social disimulada que es hoy un clásico en la obra de David E. Kelley.
Ally decide hacerse cargo de ella y como la pequeña criada en Nueva York no se adapta a su nueva vida en Boston, la abogada deja el amor, su puesto como socia en el estudio y su vida atrás para mudarse a la ciudad de la gran manzana.
Esta última paradoja existencial de Ally sacrificando la felicidad que siempre añoró tener para hacer feliz a su hija refleja una elección que no ha sido extraña a muchas mujeres en todos los tiempos. Es por ello que la serie pervive en muchos y hasta capta nuevos adeptos cuando es repetida. Mostró, de una forma hilarante y heterodoxa, muchos de los padecimientos y encrucijadas de la mujer profesional moderna, en los cuales sus logros en la carrera van a la par de sus renuncias en la parte personal de su vida, y viceversa.

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