Por León Molina*
En plena era de la información y mediación tecnológica, signada por la complejización y el surgimiento de multicanales a todo nivel, hay un concepto que cobra cada vez más relevancia para construir una imagen institucional sólida, estable, valorada y fiable: la integración de las comunicaciones.
Este modelo surge a partir de la hiperespecialización de roles al interior de las empresas y los servicios de proveedores verticales, con su consecuente diversificación de comunicaciones. La realidad indica que -más allá de la etapa del proceso que requiera una acción de comunicación o del tipo de público al que el mensaje esté dirigido, ahora más que nunca la imagen de una organización requiere una coordinación exhaustiva: independientemente de quién sea responsable de la emisión, las personas comparan e integran los mensajes percibidos de una entidad y la evalúan por su nivel de coherencia.
Es precisamente la profesionalización y el surgimiento de formación académica de carreras específicas lo que generó -hacia el interior de las organizaciones y entre los proveedores de servicios de comunicación-, constelaciones de profesionales algo ensimismados en la particularidad de sus roles y tareas, en sus públicos específicos o en el vertical del proceso que los ocupa.
Esto trajo como consecuencia una desatención del mensaje global que la organización emite por medio de sus diversas comunicaciones.
A las personas les es indiferente si el mensaje de la organización es parte de su campaña publicitaria o si proviene de alguna otra área. Si bien son emisoras de múltiples mensajes, éstos confluyen en el cerebro de los individuos particulares agrupados como un todo más o menos coherente. En la medida en que esa coherencia sea sólida, el posicionamiento de marca y la imagen institucional que se genera en el imaginario de las personas tiene más fuerza y credibilidad. Los individuos pueden perdonar el error en una marca u organización, pero difícilmente perdonen la mentira o la contradicción. Como dice Joan Costa: “Todo comunica”. Y en el cerebro de las personas expuestas a nuestros mensajes “todo se integra”. Ciudadanos exigentes con las marcas no perdonan fácilmente los problemas de identidad producidos por los errores en la integración de la comunicación. Y esto incluye la enorme plataforma que otros usuarios tienen para contar esos juicios: las redes sociales.
Un plan estratégico de comunicaciones integradas permite que los objetivos y las acciones comunicacionales de una institución respondan a las necesidades de información de distintos públicos, así como que todas las comunicaciones se integren en un mensaje alineado para maximizar el impacto sobre los clientes y las demás partes interesadas. El rol de director de Comunicaciones debería volver a considerarse. Asimismo, la creación de una mesa a la que se sienten los diferentes responsables de las distintas áreas que emiten, con conciencia o no, mensajes, es una prioridad que no ha pasado de moda. Al contrario: ahora más que nunca debe asumirse, revalorizarse e implementarse.
La gestión de las comunicaciones requiere -además- un plan integral con definición de objetivos, análisis de impacto, diversificación de tareas y distribución de éstas en función de prioridades, en el que cada área específica aporte desde su especialidad o para sus públicos prioritarios.
Son las organizaciones que logran integrar sus comunicaciones las que se convierten en emisoras de mensajes poderosos, aquellas que conquistan la confianza de sus consumidores y públicos. La suspicacia, la sospecha, la duda y, en definitiva, la pérdida de credibilidad y de fidelización de nuestros públicos internos y externos es el riesgo al que nos exponemos si no nos asumimos como emisores únicos (más allá de las autorías internas) de la totalidad de los mensajes que emitimos a nuestros diferentes públicos.
* Director General de Marketing y Comunicación de Universidad Siglo 21.