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La mujer más rebelde de Buenos Aires

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La verdadera vida de Mariquita Sánchez de Thompson. Relegada en el recuerdo histórico a un episodio puramente social, su peso para la posteridad fue muy distinto.

Por Luis R. Carranza Torres

Mariquita Sánchez de Thompson, la de la anécdota sobre nuestro himno, se llamaba en realidad María Josepha Petrona de Todos los Santos y su historia real es mucho más interesante que como ha pasado en los textos escolares.

Portaba, por derecho de cuna, un apellido con muchos reales encima: Sánchez de Velazco y Trillo. Aun cuando el metálico no viniera ni de papá -don Cecilio Sánchez de Velazco- ni de mamá -doña Magdalena Trillo y Cárdenas- sino del primer marido de ésta, el acaudalado comerciante Manuel del Arco.

Nacida el primer día de noviembre de 1786, al llegar a la pubertad era una de las féminas más bellas y cultas de ese Buenos Aires colonial. Bien dotada en todo sentido, incluyendo el económico, y siendo las tertulias sociales de la casa familiar de la calle «del Empedrado» o «del Correo», de las más reputadas de la capital virreinal, no le faltaron pretendientes. Sin embargo, ella puso su corazón y mirada, a un tris de cumplir 15 años, en su primo segundo Martín Jacobo Thompson, alférez de fragata de la Armada Real Española.

La elección no les cayó nada bien a papá y mamá, quienes tenían en proyecto casarla con un rico y maduro comerciante, don Diego del Arco, para engrandecer aún más el patrimonio familiar. Un militar nunca ha sido un buen prospecto en lo económico, en ninguna época.

Por ello negaron su consentimiento a la unión. En esos tiempos se encontraba vigente la Real Pragmática sobre Hijos de Familia, que sujetaba la posibilidad de casarse de todos los hijos menores de 25 años a la previa aceptación de sus padres o tutores del enlace.

Por influencia de la familia, a Thompson la marina real le sacó «el pase» de Buenos Aires a la flotilla de cañoneras reales de Colonia del Sacramento. La pareja siguió viéndose, incluso con un río de por medio.

A María Josepha Petrona de Todos los Santos le organizaron una fiesta de compromiso con el candidato familiar, que pasaba de 50 años. Era viudo, de la nobleza española, acaudalado, mujeriego y tendía, pese a su buena fortuna -o quizás por eso mismo-, a no reconocer sus deudas. Mariquita se calzó su mejor vestido y durante la celebración rechazó al candidato en público expresando «estoy comprometida con otro hombre». Antes le había escrito a escondidas a su real prometido: «Seré tuya o de nadie».

La respuesta familiar fue enclaustrarla a ella en la Santa Casa de Ejercicios Espirituales, ubicada en la actual esquina de Independencia y Salta, por «desobediente». Como las celdas de la casa se reservaban para los ejercitantes voluntarios, sin poder recluirse a nadie en penitencia forzada, la rebelde fue alojada en una habitación que da al patio de la cocina, por donde ingresaban los vendedores ambulantes, a quienes aprovecharía para entregar sus cartas de amor. Dicho lugar sería su obligada residencia por los próximos años.

A Thompson, esta vez lo destinaron a Cádiz, con la esperanza de que el océano lograra lo que el río no había podido.

Tres años después, ya muerto su padre y vuelto Thompson a prestar servicios en Buenos Aires, María volvió a insistir en el tema. Su primo la visitaba en su encierro disfrazado de aguatero y disimulado entre los vendedores. Su madre se negó, una vez más, a dar el consentimiento. Su hija, entonces, le inició un «juicio de disenso», una vía procesal por la cual los contrayentes acudían a la autoridad real a fin de que removiera el obstáculo de la falta de consentimiento y autorizara el casorio.

Actuando como una suerte de abogada de su propia causa, en su escrito de inicio, dirigido al mismo virrey, le expresaba: «Excelentísimo Señor: Ya llegado el caso de haber apurado todos los medios de dulzura que el amor y la moderación me han sugerido por espacio de tres largos años para que mi madre, cuando no su aprobación, cuanto menos su consentimiento me concediese para la realización de mis honestos como justos deseos; pero todos han sido infructuosos, pues cada día está más inflexible». Era por eso que: «Así me es preciso defender mis derechos: o Vuestra Excelencia mándeme llamar a su presencia, pero sin ser acompañada de la de mi madre, para dar mi última resolución, o siendo ésta la de casarme con mi primo, porque mi amor, mi salvación y mi reputación así lo desean y exigen (…).

Nuestra causa es demasiado justa, según comprendo, para que Vuestra Excelencia nos dispense justicia, protección y favor». Además, con perspicacia procesal, dejaba sentado que: «No se atenderá a cuanto pueda yo decir en el acto del depósito, pues las lágrimas de mi madre quizás me hagan decir no sólo que no quiero salir, pero que ni quiero casarme. (…) Por último, prevengo a V. E. que a ningún papel mío que no vaya por manos de mi primo dé V. E. asenso ni crédito, porque quién sabe lo que me pueden hacer que haga. Por ser ésta mi voluntad, la firmo en Buenos Aires, a 10 de julio de 1804».

Con ello rompía lanzas contra su propia madre. Tenía, a esa fecha, sólo 18 años. Sigilosamente el papel evadió la vigilancia materna y llegó a manos del alférez Martín Thompson, quien se apresuró a entregarlo a las autoridades.

Se iniciaba con ello el proceso de familia más comentado del Virreinato del Río de la Plata. El juicio que la convertiría, al decir de Alberdi, en una heroína y «la personalidad más importante de la sociedad de Buenos Aires».

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