Por Luis R. Carranza Torres
Los ponía de cabeza. Por eso, no se la bancaba nadie en el foro romano, empezando por el mismo pretor.
Caya Afrania, mujer del senador Licinio Bucco, que vivió medio siglo antes de Cristo, colega de Cicerón, era la abogada más polémica de Roma.
También se la ha nombrado como “Carfania” o “Calfurnia” pero en el presente se entiende que se trata de la misma persona, debiéndose la distinta forma de nombrarla a un error de transcripción por la abreviatura romana habitual de Caya Afrania: “C. Afrania”.
Lamentablemente no existen sino unas pocas fuentes que la refieran y, todas ellas, decididamente en su contra. Valerio Máximo, un historiador del Siglo I d. de C., la pinta como una mujer “dada a instaurar pleitos” y que “presentaba siempre demandas por sí misma ante el pretor, no porque le faltasen abogados, sino porque su falta de pudor era más fuerte que todo”.
Es de tal forma que “molestando sin interrupción con sus inusitados ladridos en el Foro a las autoridades judiciales, terminó por constituir el ejemplo más conocido de intriga femenina, hasta el punto de que a las mujeres de costumbres degradadas se les daba el apelativo de ‘C. Afrania”.
Y por si, a esas alturas, hubiera dudas sobre la parcialidad de Valerio, remató su narración biográfica con las siguientes palabras: “Ella vivió hasta el segundo consulado de Gayo César y el primero de Publilio Servilio (48 ó 49 a. C.). En efecto, de semejante monstruo es mejor transmitir a la posteridad el recuerdo del momento de su muerte que el de su nacimiento”.
Analizando un tanto las fuentes, vemos clara la otra cara de la moneda: una mujer ilustrada, que se destacó por su capacidad de expresión, con un estilo “vehemente” y una fuerte y, quizás, agresiva personalidad para litigar. Dueña de un conocimiento del Derecho y experiencia forense que le permitía, de ordinario, salirse con la suya.
Es cierto que, luego de ella, a las mujeres que no se avenían con las reglas sociales se las denominaba “Afrania”. Pero también los romanos llamaron de esa forma, Afraniae, a las mujeres que se destacaban por su desenvoltura y locuacidad.
No era pues, una loca de atar ni mucho menos. Sí, una abogada combativa. Como debe ser cualquier letrado que se precie de tal. Probablemente, bastante directa en sus modos. Pasando en limpio la terrible leyenda negra que le endilgaron los autores romanos clásicos, ésa puede ser su única falla. Un exceso de vehemencia o cierta rispidez al plantear las cosas. En el peor de los casos, un pecado venial.
Pero esa forma de ser molestaba, en una época y un mundo en que el éxito resultaba un patrimonio masculino. Por eso, su modo de hablar era “insultante” para los jueces. La tenían entre ojo y ojo, con esa furia a fuego lento que sólo los romanos, más allá o más acá de la era cristiana, son capaces de desarrollar.
Lamentablemente no tenemos mayores datos del pleito en el cual molestó tanto al pretor, “con sus encendidos alegatos”, “irrespetuosos y temerarios”, que acto seguido, dictó un edicto por el cual prohibió el ejercicio de la abogacía a todas las mujeres, excepto para defenderse a sí mismas en sus propias causas.
Como dice el historiador Jorge Sáenz en su obra Elementos de Historia del Derecho: “En realidad, no se sabe si esto ocurrió realmente, o si simplemente esa mujer actuaba en forma demasiado independiente y fue vista como una amenaza para la androcracia dominante. Como quiera que fuese, las mujeres quedaron en lo sucesivo excluidas de la actividad forense”.
Hubo voces jurídicas, masculinas como como los jurisconsultos Paulo y Gayo, así como femeninas -Hortensia, hija del célebre jurista Hortensio- que se alzaron en contra de esa decisión, pero no lograron conmoverla y la prohibición se mantuvo hasta la Edad Contemporánea.
Inusitadamente, después de haber sido una actividad cívica ejercida por mujeres que pasaron a la historia por su capacidad en los pleitos, la abogacía se transformaba, de la noche a la mañana, en una profesión “viril”, reservaba únicamente a los hombres.
Caída Roma, esa discriminación profesional de género pasó a nosotros vía las Siete Partidas de Alfonso X el Sabio. Allí, en la Tercera Partida, Ley 3, Título 3, se expresaba, sin poder dejar de mencionarla aun entonces, 12 siglos después: “Ninguna mujer, aunque sea sabedora, no puede ser abogada en juicio por otro; y esto por dos razones; la primera porque no es conveniente ni honesta cosa que la mujer tome oficio de varón estando públicamente envuelta con los hombres para razonar por otro”; es por eso que “antiguamente lo prohibieron los sabios por una mujer que decían Calfurnia” ya que “cuando las mujeres pierden la vergüenza es fuerte cosa oírlas y contender con ellas”.
Aun hoy, desterrada tal veda, a Caya Afrania se la nombra poco y nada. Un olvido por demás sugerente e injusto, pues no hay mayor dignidad en el ejercicio de la abogacía que cuando se defiende derechos de valía, teniendo absolutamente en contra a todo el humor social.