Por Luis Carranza Torres* y Carlos Krauth**
No es una persona del conocimiento general pero sí lo es su invención musical más conocida: el saxofón.
Se trata del belga de principios del siglo XIX que ideó uno de los instrumentos más elegantes que se hayan dado a la música en la historia y que alcanzó en el siglo XX su cénit con el jazz.
Su vida es, a la par de la creatividad instrumentista, la de un sobreviviente de sí mismo. Nacido en 1814 en Dinant, fue el mayor de once hermanos. Tuvo una niñez accidentada, por decir lo menos. En la primera fase de la vida salió bien librado, sucesivamente, de caer al vacío a través de la ventana de un tercer piso, tragarse un alfiler, beberse un vaso lleno de lejía, ser herido por una explosión de pólvora, quemarse con una olla con agua hirviendo que le cayó encima, intoxicado con gases tóxicos, salvado de morir ahogado en un río y ser golpeado con un adoquín en la cabeza. Al parecer, esa persistencia con las situaciones de riesgo era algo familiar. Pero sus hermanos no tuvieron tanto éxito: seis de los diez murieron.
Su padre, un arquitecto y ebanista que gustaba de tocar un instrumento de viento-madera con forma de serpiente llamado serpentón, tuvo más éxito con fabricar instrumentos que construir viviendas, transformándose en luthier y llegando a convertirse en fabricante oficial de los instrumentos de la Corte de Guillermo I.
Adolphe, tras sus estudios, ingresó como aprendiz en la fábrica regentada por su padre. Demostró tener aún más pulso para el éxito que su progenitor y pronto se trasladó a París donde presentó su creación, el saxofón, por primera vez en 1844, obteniendo la patente dos años después. El resto es historia conocida.
Narrar esta historia nos produce un par de reflexiones: la primera, el tremendo poder para cambiarlo todo que tiene la creatividad humana. Después, como la misma curiosidad que puede poner en aprietos vitales es la que resulta fecunda en avances para el género humano por entero.
En el presente, atravesamos en el mundo por un paradigma que se ha dado en llamar “sociedad del conocimiento”. Pero seguimos pensando con esquemas pretéritos. Pensando en términos de “industrialización” cuando el desarrollo económico, social y cultural pasa por la generación de conocimientos aplicados en los campos de la informática, la tecnología en general, etcétera.
Existieron en el pasado y existen todavía “leyes de promoción industrial”. Sin embargo, no las hay de “promoción del conocimiento”, cuando dicho tipo de desarrollo es la principal vía estratégica para sacar adelante cualquier país en múltiples campos como la economía o lo social.
Lo dijimos hace un par de semanas al hablar del siglo y medio de vida de la Academia Nacional de Ciencias: la generación de conocimiento impacta, hoy por hoy, como pocas cosas en la generación de empleos productivos y la mejora de la calidad de vida.
El tránsito del subdesarrollo al desarrollo históricamente se ha dado vía un proceso de conocimiento aplicado que permite una mejor sociedad y una economía más sólida.
No nos vendría nada mal una ley de promoción del conocimiento, de la mano con políticas de fomento en la materia. Como decimos frecuentemente también: que la complejidad o incertidumbres de la coyuntura no nos impidan dedicarnos a concretar las medidas necesarias para esperar un mejor futuro.