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La justicia como ritual 

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Por Luis R. Carranza Torres

La balanza como sinónimo de justicia, el ponerse de pie cuando entra el tribunal a la sala o dónde se sienta cada actor procesal en una audiencia. Nada de ello resulta fruto del azar ni escapa a tener consecuencias varias. 

Digamos para empezar que el humano es un ser simbólico. Un “animal simbólico”, al decir del filósofo alemán Ernst Alfred Cassirer. Resulta ésta una característica propia que lo diferencia del resto de los seres vivos. Puede elaborar símbolos, formas que dan sentido y significado a la experiencia humana y enmarcan su comprensión de la realidad objetiva.

En el siglo XIX, el lingüista suizo Ferdinand de Saussure creó su teoría del signo lingüístico. Afirmó que ese signo, un producto de nuestra mente, se componía de dos elementos: uno el significante (una imagen o sonido) y otro el significado (un concepto). 

Cabe distinguir el concepto entre signos naturales y signos convencionales. Los primeros tienen una relación de causa-efecto entre el significante y el significado. Por ejemplo, el humo que es signo de fuego. En cuanto al convencional, el enlace es producto de un acuerdo entre usuarios que se mantiene conforme sea útil. Por ejemplo, la bandera como representación de un país. 

Llamado también “símbolo”, a este último grupo de signos convencionales pertenecen todos los signos del lenguaje articulado. Como expresó Cassirer, el lenguaje simbólico en sus distintas vertientes, desde lo religioso a lo político, pasando por lo científico y artístico, sirve para expandir los límites de nuestro presente sensorial inmediato, interpretando y modelando la realidad. Se tratan dichos símbolos de elementos de un universo cultural en el que se manifiesta el espíritu humano, transmitiendo y afirmando ideas, sentimientos, emociones y valores.

Pero también el ser humano juzga, incluso mucho más allá del derecho. Continuamente emitimos juicios sobre lo que nos rodea. El proceso judicial no es sino la institucionalización de ese rasgo, a fin de que sirva a la paz social de la comunidad, aventando conflictos cuando sus protagonistas no pueden alcanzar un entendimiento. 

De allí que ese proceso simbólico de un grupo de dos o más personas que se produce como proyección de situaciones y relaciones sociales -que el mencionado grupo valora como positivas- se trata de una creación cognitiva que tiene una recepción muy importante en el derecho procesal.

En dicho ámbito, en ningún tipo de juicio es más visualizable esto que en materia penal, un ámbito de actuación del derecho en el que el carácter simbólico de lo que se actúa, junto con las solemnidades que se reviste el juicio, resulta un aspecto tan fundamental y relevante como la misma aplicación de la ley. 

En tal sentido, Ignacio Tedesco en El acusado en el ritual judicial. Ficción e imagen cultural afirma: “El juicio penal público, que se conformó a partir de la segunda mitad del siglo XIX en la sociedad occidental, es un ritual judicial cuya dramatización es la reconstrucción de una verdad producto de una ficción a través de la cual, por un lado, se produce una catarsis individual y colectiva saludable en tanto se produce un proceso de identificación comunitaria, al mismo tiempo que el Estado legitima su poder de castigar”, trascendiendo una mera “escenificación dramática”, para resultar “un ritual judicial que se constituye como ficción e imagen cultural”, con una función como todo ritual, integradora de valores que “refuerzan el vínculo social a través de su función de comunicación y de regulación”, por lo que, como ha dicho Gabriel Anitua en Justicia penal pública. Un estudio a partir del principio de publicidad de los juicios penales, el ritual “no sólo pone fin a algo, sino que se organiza para formar y reformar toda la vida social”.

Estas apreciaciones simbólicas del proceso vienen de lejos. Ya Durkheim las había estudiado, entendiendo el juicio en el tribunal, la aprobación de la sentencia y la ejecución del castigo como una encarnación y la representación formal de la conciencia colectiva.

Como puntualiza Tedesco, el juicio penal público, en la época moderna, reemplaza el peso que había tenido en el período anterior centrar el simbolismo jurídico en la ejecución de la pena, propio de la justicia inquisitiva. Dicho proceso ocurre entre fines del siglo XVIII y la centuria siguiente y refleja “la racionalidad imperante en el proceso de imposición del castigo estatal. Las ‘ceremonias’ penales pasaron a ser predecibles, eficaces e incruentas. Los procesos rituales del conflicto penal se confinaron al tribunal y a las instancias de condena y sentencia, y no a su ejecución”.

David Garland, en su libro Castigo y sociedad moderna puntualiza: “Los rituales -incluyendo los rituales de justicia penal- son ceremonias que, mediante la manipulación de la emoción, despiertan compromisos de valor específicos en los participantes y en el público, y actúan como una especie de educación sentimental, generando y regenerando una mentalidad y sensibilidad definidas”, por lo que “el proceso penal debe verse como el medio para suscitar, expresar y modificar las pasiones, así como el juicio instrumental para administrar justicia a los transgresores. A la vez de ‘hacer algo’ con respecto al control del delito, los rituales penales manipulan las formas simbólicas como un medio para educar y tranquilizar al público”. Por eso tiene, también, “profundas repercusiones sociales para organizar la conducta de todo tipo de personas, al igual que su papel en la retroalimentación directa de apoyo a las instituciones de castigo”.

Por lo anteriormente dicho, la próxima vez que entremos a una sala de audiencias para un juicio, recordemos que nada allí está dispuesto por casualidad. Aun cuando quienes participen no tengan perfecta conciencia de eso. 

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