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La inversión extranjera como motor de la productividad

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Por: Gonzalo de León (*)

Independientemente de la crisis actual, existe amplio consenso en que Argentina registra un desempeño decepcionante en materia de crecimiento económico, lo que en buena medida se explica por su significativo retraso en materia de inversiones y de productividad. De este diagnóstico se desprende una prescripción: aquellas acciones capaces de generar mejoras en al menos uno de estos elementos, deben ser especialmente consideradas por la política pública. En esta línea, la Inversión Extranjera Directa (IED), con potencial para generar avances simultáneos en ambos aspectos, merecería particular atención.

Por IED se entiende la participación de no residentes en empresas instaladas en un país. Ese término suele usarse tanto para referirse al flujo en un período en particular –que incluye la eventual reinversión de utilidades– como al stock acumulado a lo largo del tiempo. Se trata de una cuestión con numerosas aristas y, sólo limitándose a lo estrictamente económico, pueden advertirse aspectos múltiples.  

Por una parte, el flujo receptivo de IED lleva alivio al balance de pagos en el momento en que se produce, pues representa un ingreso de recursos financieros, en tanto que el posterior giro de utilidades –esto es, la remisión de ganancias al país de origen del inversor– implica movimientos en sentido opuesto. Es en estas cuestiones en las que suele centrarse la atención al analizar la IED en Argentina; algo comprensible, dado que el sector externo cumple frecuentemente un papel destacado en las recurrentes crisis macroeconómicas que padece el país.

Sin embargo, el rol de la IED en la economía dista de agotarse en su injerencia en el balance de pagos. Los flujos de IED pueden ser significativos para la expansión del stock de capital: en tanto se apliquen a construcción de nuevas plantas, compra de nuevo equipamiento o algún otro tipo de ampliación de la capacidad instalada (y no meramente a adquisición de una empresa ya existente), serán parte del componente de la demanda agregada que los economistas llaman “inversión”, que define buena parte de la capacidad productiva futura.

Pero esto no es todo, pues la IED en general trae consigo más que recursos financieros; esto es algo que queremos destacar en este artículo, dado que a menudo es pasado por alto. Una compañía multinacional, que opera en mercados líderes, al arribar al país típicamente traslada consigo técnicas de vanguardia (en materia de producción, administración, marketing, etcétera), a la vez que lleva a una profesionalización de los recursos humanos locales y a avances en materia de investigación y desarrollo. Todo esto permite un alza de la producción más allá de lo que cabe esperar de la mera expansión del stock de capital físico.

A la vez, estos saberes no tienen por qué quedar confinados a la empresa en cuestión sino que paulatinamente pueden diseminarse entre otras firmas de la economía receptora –en la medida en que éstas sean capaces de absorber las habilidades que aquélla aporta–. Por ejemplo, los proveedores locales de una compañía que opera con elevados estándares pueden, a su vez, mediante un progresivo aprendizaje, mejorar sus niveles de calidad, constituyendo esto un paso relevante para su propia expansión, especialmente hacia los exigentes mercados internacionales.

De todo lo anterior se desprende que la IED puede no sólo colaborar para mejorar el balance de pagos –en el momento de recibir los flujos– y posibilitar una mejora de la tasa de inversión sino que también tiene un significativo potencial para mejorar un aspecto en el que Argentina registra un rezago notable: la productividad.

Los detractores de la IED suelen recriminarle especialmente dos efectos adversos: perjuicio para firmas locales no competitivas y deterioro futuro del balance de pagos por giro de utilidades. Ante esto, cabe proponer acciones para minimizarlos. Por una parte, los esquemas de asociación con compañías ya instaladas en el país –que carecen de los saberes que la empresa extranjera posee pero que pueden aportar un profundo conocimiento del mercado interno– amortiguaría el eventual costo del desplazamiento de firmas locales rezagadas tecnológicamente. En relación con el segundo punto, en tanto, deberían generarse los incentivos adecuados para que las inversiones estén especialmente orientadas a actividades con capacidad de generar divisas –como podrían ser los incipientes sectores exportadores de servicios basados en el conocimiento–, lo que compensaría las presiones que en el futuro la remisión de dividendos puede ejercer sobre las cuentas externas.

En resumen, la IED constituye una vía para generar mejoras en la economía en general y en la productividad en particular. Para un país como Argentina, ciertamente necesitado de urgentes y significativos progresos en estos aspectos, se presenta como un camino que no debería ser desaprovechado. Pese a ello, según cifras del Banco Mundial, en 2019 el país recibió flujos de IED por algo menos de 1,5% del PIB, muy por debajo de otras economías de la región, como Perú (3,9%), Brasil (4%), Chile (4,2%) y Colombia (4,4%). Sería deseable, pues, que la política pública promoviera su avance, por ejemplo, generando condiciones de mayor certidumbre o yendo en búsqueda de estos capitales; o, cuanto menos, que no se los desaliente con un tratamiento discriminatorio en materia tributaria, regulatoria o de otra índole.


(*) Economista, investigador del Observatorio de Productividad y Competitividad de la Universidad Caece

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