Por Pablo Sánchez Latorre (*)
La arquitectura de las reglas jurídicas que pretenden regular las prácticas y conductas sociales para enfrentar al enemigo pandémico sin precedentes contienen relativa claridad y utilidad en la transición de la emergencia.
El dato relevado, sobre la cantidad de personas detenidas por violar el aislamiento preventivo y obligatorio, nos alerta notablemente sobre el riesgo que corremos frente a la tradicional tendencia anómica del colectivo social “argento”.
La fuerza de la ineficacia normativa en nuestro país resulta frondosa y frecuente. En tierra de vivos y bobos, tramposos e imprudentes, surge la peligrosa indiferencia por la otredad.
El contenido de la primera regla, que además toma la forma de “antídoto”, es simple y llana, quedarse en casa, lugar de residencia habitual o en el lugar que te encuentres. Nada difícil de asimilar o acatar.
Sin embargo, la continua contravención al orden legal emerge una vez más denotando apatía y desapego.
La ignorancia y la desidia, adeptas de aquellos que no les importa la salud propia ni la del otro, despiertan la reacción iracunda de un grupo más sensato.
Algunos miembros del tejido social no han asumido la pertenencia al “grupo humano”, sino que su mediocridad los invade, se apropia de ellos, y los termina enajenado de sus valores más prístinos.
Una de nuestras obligaciones del contrato social, por cierto algo derruido, es cumplir la ley sin más. Si por caso, la misma dimana como injusta o arbitraria pues existe la vía para su derrotabilidad.
Pero en estos tiempos estamos ante una nueva y desconocida situación que nos invita, ahora más que nunca, a respetar la ley.
YO ME QUEDO EN CASA.